Todo transcurre en un París de pueblo. Una ciudad gris, de anodinos rascacielos de viviendas oscuras. Instantáneas en blanco y negro, el color elegido por su director, Jacques Audiard, para reconstruir el mundo desconocido de unos personajes que buscan una y otra vez el maná más allá de esa testadura vía muerta en la que la sociedad los ha situado. Una vía alejada de la brillantez. Del insultante narcisismo de sus mayores. De ese lujo que nunca han conocido ni conocerán salvo en los anuncios que rodean y golpean sus vidas. En esa soledad plena de desencuentros Audiard sitúa a sus personajes que, como dice Émilie, una relevante Lucie Zhang, en su estreno cinematográfico: «Primero follar, y luego ya veremos»; una frase extraída de un proverbio chino que cristaliza esas vidas anónimas. Vidas perdidas en la inmediatez de aquello que creen que está al alcance de su mano. Una inmediatez que no conoce el futuro ni se lo plantea. Mundo cloaca. Mundo sin más dicha que el presente continuo: comiendo, follando, esperando. Rueda infinita de jaula de hamster. En París, Distrito 13 no se puede despreciar nada, porque es un mundo sin grandes expectativas, salvo que tú te las crees a ti mismo. La falta de un trabajo bien remunerado, una vivienda que no tengas la prioridad de compartir para sobrevivir, o el desprecio al que tienen que hacer frente unos personajes por parte de la sociedad en la que viven a pesar de ser la generación mejor preparada, son los límites o fronteras a saltar. Y si no eres capaz de hacerlo te verás obligado a enfrentarte al vacío. Tu propio vacío. Un vacío que una y otra vez intentarás rellenar de destellos efímeros, donde el sexo es como una ilusión que ya no existe y que se manifiesta a un ritmo endiablado de música electrónica en clubes sin nombre ni recuerdos. El amor, si llega, será más tarde.
París, Distrito 13 es la normalización del fracaso colectivo que representan el protagonismo de las redes sociales y la ausencia del tiempo que estas imponen para llegar a conocerse cara a cara, donde las trampas nos las creamos nosotros mismos y no vienen servidas por una tecnología mentirosa y dañina. Vida de pantallas y silencios. De reflejos condenados a no materializarse. De corrupción y miseria. Una vida que te incapacita para llegar a tener una experiencia vital adulta de verdad, independiente y autosuficiente. De realidades no forjadas en las distancias que te impone la fría tecnología, más robótica que humana. De lenguajes y códigos impersonales y anodinos. Audiard retrata muy bien a estos millenials y sus dificultades para salir adelante en una ciudad anónima y desconocida que no parece París. Una propuesta que nos recuerda a las películas de Éric Rohmer a la hora de afrontar las relaciones personales, pero que a diferencia de las filmadas por el maestro de la nouvelle vague, ahora no se sustentan en las palabras, pero sí en las relaciones sexuales entre sus protagonistas. La palabra, aquí, ha sido sustituida por la visualización de un deseo que se cristaliza en la posibilidad de escapar de la fría estructura de una vida condenada al fracaso, y en la que por tanto, solo existe la posibilidad del instante. Un instante que se transforma en la búsqueda innata de una felicidad que solo te proporciona el placer a través del sexo. Por ser la única posibilidad a su alcance de integrarse y ser igual al otro. A los otros. A la cadena que nos une de una forma infinita a lo largo del tiempo. Una opción que se manifiesta como una insignia del vacío y los amores líquidos en la generación Tinder.