Si ya De la luz al olvido. Antología personal (1960-2013), que reúne la obra de Blas Muñoz Pizarro (Valencia, 1943), venía a ser para Sergio Arlandis “un libro que nos lleva a un debate mucho más hondo y que nos hace distinguir, lejos de toda polémica sobre tendencias y modas, la buena poesía de la mala. Y estoy muy de acuerdo, es reconfortante hallar a poetas como Blas Muñoz, alejado de modas y tendencias, porque en su propia conformación y concepción de la poesía solo la esencialidad de la palabra modela su capacidad creadora. Muñoz Pizarro es un poeta de una autenticidad e intensidad indiscutibles, como acierta a decir Arlandis. En ese proceso de creación desde la soledad y el silencio al que me refería al inicio, trasciende la voz del poeta, que vislumbra ya otros territorios, otros sueños.
La mirada de Muñoz Pizarro es, sin duda alguna, abarcadora y así se muestra en esta antología personal y lumínica, en la quedó incluido esta que comentamos El paso de la luz, en esta ocasión editada por los sellos editoriales Isla Negra y Crátera y que añade unas extraordinarias ilustraciones del artista argentino Pablo Santin; un libro que muestra multiplicidad de registros, matizaciones o detalles, convirtiendo así a la luz en un misterio por descubrir, y que necesitaba, de alguna manera, separarse de la edición antológica y transformarse en un ente independiente. Nace la luz de la necesidad del poeta de interiorizar todo lo que le rodea, de abismarse en lo desconocido para de esta forma crear un mundo nuevo, un lugar mágico, capaz de silenciar el dolor de las ausencias.
Escribe Muñoz Pizarro desde adentro de sí, desentrañándose, dejándose llevar por sus propios miedos e incertidumbres, aferrado al latido de la vida. Es alentador comprobar que el poemario está dedicado al poeta fallecido recientemente Ricardo Bellveser, “avizor sagitario, en su luz permanente”. Y con esa luz permanente sueña aún el poeta con la Naturaleza que debemos celebrar cada día, con los aromas de las tardes de invierno o los amaneceres marinos; toda una cosmovisión en la cual la palabra distingue y se distingue como único instrumento de salvación: «Porque decir la vida / es más difícil que vivirla, y porque / nada sé más allá de lo que olvido, / enmudezco otra vez. Y aprendo. Y oigo. / Aquí, al resguardo de la lluvia, en este / ajeno patio de vecinos donde / se oye el trajín de una cocina y vuelve / el olor a manzanas de mi infancia». ¡Ay, la infancia siempre! El persistente rumor machadiano de la infancia, esa Arcadia a la que se regresa siempre para beber el néctar de la inocencia y la luz: «De la unión de la luz con la inocencia, / ¿no nace la verdad, esa certeza / que cada ser inventa en su destierro, / con tanta confusión como esperanza, / para darle calor a su novicio / corazón?», se pregunta el poeta, y encadena el final de cada poema al principio del siguiente —comunión de la palabra. Es la luz y su silencio un diálogo poético inconmensurable, pues tras la soledad del poeta, «sólo queda / oír cómo respira, acompasada, / la fatiga del mundo, mientras llueve», y el regreso siempre a la luz primigenia.
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