La invasión de Ucrania comenzó a gestarse en 2005, un año después de su Revolución Naranja, cuando Gerhard Schroeder firmó un acuerdo con Putin para construir el mayor gaseoducto del continente, el Nord Stream 2. No sólo nos brindaba una nueva vía de aprovisionamiento a bajo precio, liberándonos del peaje ucraniano. Integraba a Rusia en Europa, desactivando el fantasma de la Guerra Fría. Y, a su vez, restringía la tutela norteamericana.
El hoy beatífico Zelensky no vaciló en calificar el Nord Stream como un “arma de guerra”. ¿Qué tenía detrás? Las sanciones dictadas por Washington para “proteger” a Europa de la influencia rusa. Angela Merkel las calificó como una injerencia contra su bienestar económico. La respuesta de la Casa Blanca, entre Clinton y Obama: financiar el Euromaidán. La respuesta de Moscú: tomar Crimea.
Septiembre de 2021, el Nord Stream 2 ya está operativo. Puede bombear gas a un precio diez veces inferior, amenazando los beneficios de Cheniere Energy, el mayor exportador de EE.UU. Ese mismo mes, vulnerando los acuerdos de Minsk, la OTAN resuelve expandirse hasta Ucrania. Para celebrarlo, Kiev bombardea el Donbás.
El resto de la historia lo conocemos. Todos estamos con Ucrania, faltaría más. Quizá no tanto con el hecho de que EE.UU. venda hoy su gas un 40% más caro. Menos aún con que ese arrebato de altruismo se acompañe con la obligación de priorizar las importaciones americanas.
Desde el inicio de la guerra los beneficios de Cheniere Energy se han multiplicado por diez. Europa está más que nunca bajo el control del entramado económico-militar de EE.UU. No se tiene constancia de que se haya trasladado a uno sólo de los millones de refugiados ucranianos a esa tierra de promisión que se abre a los pies de la Gran Manzana.
La ecuación es muy sencilla. Europa se fractura y América se fortalece. Nosotros pagamos y ellos se enriquecen. Nuestra precariedad energética parece física, pero es moral. Rusia abrió la llave del gas. ¿Quién acercó la llama?
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