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Mark Zuckerberg durante la presentación de Meta
Mark Zuckerberg durante la presentación de Meta

En vísperas de la Edad Media

lunes 04 de abril de 2022, 07:00h

Todavía recuerdo cuando, apenas comenzada El nombre de la rosa (1980), el novicio Adso se quedaba absorto ante la portada de la capilla de la abadía. En aquella sucesión de figuritas sobre las arquivoltas, rodeando a la divinidad de su tímpano, el jovenzuelo hallaba prefigurada minuciosamente la gloria a la que aspiraba su alma tras la muerte. Al reproducirnos estas ensoñaciones del frailecico, Umberto Eco deseaba transmitirnos la mentalidad dominante durante el Medievo, donde lo icónico se había impuesto arrasadoramente sobre la palabra escrita; circunstancia capital para entender la época. Y tal vez porque la había orillado en “La Edad Media ha comenzado ya”, primera de las ponencias recogidas en el tomo La nueva Edad Media (1974), le urgiese exponerla con el detenimiento con que se explaya en este singular pasaje novelesco.

Lo icónico —ya nos lo explicó Marshall McLuhan y Eco era muy consciente de ello como semiólogo— no exige para impresionar nuestro ánimo de ningún esfuerzo; es más, subyuga nuestro pensamiento con la elocuencia estática de su figura, pues no necesita para comprenderse del leer cada grafía o cada signo abstracto, como pueda ser una frase o una fórmula. No obstante; la ciencia —máximo motor del progreso— avanza sobre razonamientos, deductivos o inductivos, tejidos con signos gráficos. Sin embargo; desde la expansión de la televisión y, luego, de las redes sociales, lo icónico asfixia en nuestras sociedades al discurso impreso, cuya consecuencia es la raquitización de nuestro acervo semántico y, por supuesto y gravemente, de nuestro manejo de los encadenamientos argumentativos, con el resultado de una endeble capacidad de discernir; al punto que salimos del paso con frases hechas, mientras que, en correspondencia y peligrosamente, nos dejamos persuadir por lemas, vengan en forma de titulares de los mass media o por boca de un comunicador, de un artista o de alguien a quien atribuyamos algún tipo de auctoritas. No solo eso, sino que estos lemas o slogans —eximidos de todo tamiz crítico por la prelatura que conferimos a su emisor— los aplicamos a nuestras conductas y a nuestro discurso diario como garantes del recto proceder, eludiendo nuestro particular raciocinio; con lo que no solo esclerotizamos nuestra capacidad de colegir sino que depauperamos también nuestro manejo lingüístico.

Pues bien, en mitad de este panorama tan lábil para el progreso de las mentalidades, acaba de irrumpir un fenómeno —¿o quizá una revolución?— desde octubre pasado: el metaverso. En efecto, hace apenas seis meses Mark Zuckerberg anunció que su omnipresente compañía ya no se llamaba Facebook Inc. sino Meta, para exhibir su propósito de destinar enormes recursos durante los próximos años en el desarrollo de softwares y hardwares que faciliten la divulgación y el uso de un metaverso abierto y común para todo el planeta; es decir, para que dispongamos y compartamos, a la par de la realidad, un mundo simulado o también llamado “virtual”, donde actuaremos transmutados en muñequitos electrónicos —eso sí, a nuestro gusto— llamados avatar y, por supuesto, sin pisar la calle; simplemente, nos bastará con encender nuestro ordenador o quien sabe qué nuevo chisme, y allí lo realizaremos todo: trabajo, compras, amor…

Hasta el momento disponíamos en Internet de varios metaversos, algunos como Second Life, semejantes e incluso superadores del modelo original expuesto en la novela Snow Crash (1992), de Neal Stephenson, y otros más recientes como Decentraland, enfocados a transacciones mercantiles —compras de terrenos y viviendas y hasta de obras de arte, (llamadas tokens no fungibles o NFT)—, por supuesto, todas digitales o, si prefieren, ficticias; y claro es, por medio de criptomonedas, como el ya conocido Bitcoin u otras como Ethereum, Mana o Sand. Lo asombroso es que con la irrupción del poderoso Zuckerberg y su previsible expansión, se calcula que el volumen de negocio del metaverso superará, en 2024, los ochocientos mil millones de dólares; no obstante, las rentabilidades anuales de las inversiones en este sector (sean en fondos de inversión especializados, sean en NFT o en criptomonedas) ya habían alcanzado en la actualidad desde el 7% hasta un pingüe 60%.

A la vista de estos datos y de su veloz implantación —los primeros metaversos más o menos consistentes aparecieron en la red sobre 2003—, lo sorprendente, cuanto estremecedor, es que anticipan una inmediata y absoluta inmersión en lo icónico de nuestras mentes; pues su “universo virtual” —o si lo prefieren: de “dibujos animados”—, comprobados los efectos de las redes sociales en nuestras comunidades, causará una morbosa adición en el peor de los casos y, en el mejor, una sustancial dependencia para mantener nuestra actividad social con normalidad; y si sus subordinaciones y consecuencias las trasladásemos a la política o a la mera independencia individual, solo nos vaticinan una nueva Edad Media global, donde, en lugar de Papa y reyes, se habrán entronizado sobre nuestras almas imponentes corporaciones tecnológicas.

¿Qué hacer ante este estéril y a la vez vicioso porvenir? Quizá, refugiarse en el libro y, en su prolongación, la fraternal y, a veces, bronca tertulia; no se me ocurre otro socorro. Por cierto; mientras les escribo estas líneas, recibo la noticia de la muerte de Mario Muchnik, quien, tras la lectura de mi primera novela, me dio un puñado de acertadas recomendaciones, aunque entonces no supiera cómo aplicarlas. Sin embargo, nunca las olvidé y poco a poco fueron acomodándose para que Las calicatas por la Santa Librada (2018) sean tal como son. Vaya, pues, mi sentido agradecimiento.

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