El libro se presenta como un cuaderno de campo, un cuaderno de dibujo o un diario de viaje. Tiene una portada minimalista, con letras de oro y carmín sobre fondo ocre, con aspecto de albero o papel de estraza y con tacto de cuero. Un poemario con 163 poemas sin títulos y 240 páginas distribuidas de la siguiente manera: Un prólogo de Francisco Arriero Ranz, cuatro partes tituladas: Amoramor (con 46 poemas, 7 de ellos en verso libre y los demás en prosa), Covid-19 (con 48 poemas, 9 de ellos en verso libre y los demás en prosa), Química de la ira (con 40 poemas, 11 de ellos en verso libre y los demás en prosa) y Revolución ( con 29 poemas, 13 en verso libre y el resto en prosa), un Epílogo (En alianza con lo dicho) de Arturo Hernández González, más una foto y la biobibliografía del autor, y por último, los Agradecimientos. Aquí el autor ha dejado su alma esculpida en palabras, como si el libro entero fuera un epitafio extenso o un mapa-guía de viaje. Una imagen a todo color de una pintura mitológica de Tiziano, “La Bacanal de los Adrios”, te recibe a portagayola en la página tres. La escena, casi premonitoria, como una declaración de intenciones, aspiración suprema o deseo, predispone para afrontar la lectura que va más allá de su relato. Dicha pintura nos proyecta una visión dionisiaca de la vida, toda una écfrasis sinestésica intencionada para abrir boca desde el comienzo, para dejarnos clara “la voluntad epicúrea contra el pesimismo”. Como dice Louis Aragon: “Un libro no se escribe de una vez por todas”. Sabemos que un libro sigue escribiéndose en cada lector. La escritura es el desbordamiento de la lectura, lo que el grifo abierto es a la jarra de agua que se derrama, otra forma de salir de nuestra zona de confort, aunque permanecer callados a veces nos sea más ventajoso y saludable. Hay que leer a los demás como nos gustaría que nos leyeran a nosotros mismos, con generosidad, con pasión, con valentía y con entrega, desde el respeto siempre, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer en el mundo. Podemos leer mirando el vaso medio vacío o mirando el vaso medio lleno. A mí me gusta leer poniéndome en el lugar del autor, siempre en pro del libro que uno tiene entre manos, porque cualquier libro puede encerrar una lectura sublime, es cuestión de encontrar el momento y la chispa de yesca que encienda la magia. Hay que dedicarle el tiempo necesario para conectar con las dendritas lectoras del texto en cuestión, hasta hacer del autor y el lector un solo cerebro y un solo corazón, si es que ello fuera posible y compatible con la idea de ser un dragón con dos cabezas. No me siento un crítico literario, jamás lo he pretendido. No vivo de la crítica y a veces pienso que pierdo más que gano cuando doy mi opinión lectora a pecho descubierto. Soy un mar de dudas con algunas pocas certezas de las que a veces también dudo. Me considero un lector aficionado y autodidacta que anota su parecer sin más pretensión que la de compartir un punto de vista, un itinerario lector alejado de cualquier magisterio o tutela. No quisiera ser yo uno de esos “lectores no deseados” que “atormentan al autor” de los que habla Friedrich Nietzsche. En “El nacimiento de la Tragedia” dice: ¿Acaso la voluntad epicúrea contra el pesimismo no sería más que la precaución del que sufre? Y en “El Caminante y su sombra” manifiesta una sinestesia que podría ampliarse de los olores a las emociones: “Olor de las palabras. Cada palabra tiene su olor, hay una armonía y disarmonía de olores y, por tanto, de palabras”. Escribe Reinaldo Arenas: “¡Oh, Luna! Siempre estuviste a mi lado, alumbrándome en los momentos más terribles…”, o, “mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza”. Peter Pan exclama en una de sus páginas: “¡Adelante! ¡Iros y creced! Pero cuando hayáis crecido no podréis volver a NuncaJamás.” Y Jhon Keats escribe que “la belleza es verdad y la verdad es belleza: eso es todo lo que necesitas saber en la tierra”. Para Gustavo Bueno “Poetizar es crear un mundo espiritual, con los materiales del mundo real: no es imitar la realidad dada y prosaica…, es una acción creadora de algo que sobrepasa la “realidad”..., es fundar el ser por la palabra…, es una forma de conocer… Poetizar es un pensar especulativo en imágenes”. Pues es ahí, desde esa encrucijada de citas, caminos e ideas, donde yo sitúo mi encuentro con Antonio Agudelo y su “Altar de luz y luna”. Antonio Agudelo poetiza su dolor y todas sus emociones como fórmula de alcanzar la gloria de la Belleza, el descanso del amor y la recompensa del Parnaso. Ya el título “Altar de luz y luna” nos envía si no a lo sagrado, sí a lo mágico. Manifiesta lo que el texto tiene de ceremonial y de ofrenda, presentándose el autor como un chamán, un guía o un Prometeo, pero también como un poeta/cordero listo para el sacrificio. El autor se ha abierto en canal como fórmula de inmolación lírica o como un acto eucarístico revolucionario. ¿Y qué tipo de altar nos ofrece? Un altar pagano, erigido a un fin epicúreo, a la belleza entendida como un medio salvífico. El amor sin medida ni coartada. “El amor es el motor del mundo” –nos dice. El libro entero podría leerse como un credo o una oración pagana. “Creo en ti, poema” o “Creo en la palabra” –reza en la página 15 o en la 98. La luna, un astro sin luz propia, que en latín significa “luminosa” o “la que ilumina”, y que en cuanto a su simbología nos lleva a la espiritualidad y representa a la Diosa Madre o a la Reina del Cielo. Por tanto, el título pudiera parecer que tiene algo de oxímoron, pero en realidad actúa como un pleonasmo. Dice Lin Yutang que “Hay dos maneras de difundir la luz: ser la lámpara que la emite o el espejo que la refleja”. Pues aquí, Antonio Agudelo es las dos cosas al mismo tiempo: es lámpara y es espejo, es “Altar de luz y luna”. Podemos leer en el prólogo de Francisco Arriero Ranz que “Antonio Agudelo en Altar de luz y luna nos propone iniciar una búsqueda que dé sentido a la existencia, un viaje (iniciático) que va del amor a la muerte… y nos lleva de la ira que provoca la injusticia a la revolución”, “nos eleva hacia una especie de misticismo rebelde y sensual” o que “Es evidente que no es un libro para todos los públicos…” Y en el epílogo de Arturo Hernández González también leemos que “La asimilación de la realidad a través de imágenes es el primer recurso de este poeta cordobés para descifrarse”. “En Agudelo la poética asume contrastes de la ética humanista para reflexionar acerca de la otredad, la responsabilidad, la alegría, la dignidad, el dolor y la muerte… Ofrece su estética como una señal de compromiso y de memoria”. “Verso a verso, edifica un mundo dentro de su mundo”. “Ensaya con igual optimismo la prosa y el verso libre, para conseguir de ellos música e integridad”. En la Revista Colofón dice Arturo Hernández González que “la mística secreta es el fenómeno que mueve a Antonio Agudelo para dar luz a sus poemas… Parece practicar en su poesía una grácil –ética de la forma-, que supone en esencia un ejercicio de transformación espiritual sin el cual, la literatura quedaría vacía y relegada a una lectura estéril”. Y Janeth lanceros: “Este nuevo libro de Agudelo se detiene en la premisa de la poesía como necesidad y como lenguaje de cambio”. La obra contiene “una galería de pinturas y óleos, de canciones y salmos, de biografías poéticas y espionaje metafísico”. “Altar de luz y luna… estudia el motivo de estar en el mundo a partir de un examen de la belleza”. Su poesía mana “como interpretación de los sueños y las vivencias a partir de las sensaciones del autor”, “el mapa mental que es Altar de luz y luna”. José Miguel García Conde manifiesta en Culturamás.es: “Antonio Agudelo ha escrito un libro soberbio”, “se nos ofrece el mundo interior del poeta y la realidad que le rodea”. El poemario “acrisola composiciones en prosa poética y en verso” en los que siempre está presente el ritmo y la musicalidad. Y Rafaela Hames Castillo escribe en aceandalucia.es: El título “está lleno de plasticidad y sabiduría”, y el poeta “transciende cada línea para devolvernos estos aspectos magistrales de los instantes que suelen pasar inadvertidos. Con un lenguaje rico y sencillo a la vez, un estilo modernista, a la vez que onírico y un amplísimo bagaje cultural…”, “Antonio Ángel, demiurgo, está construyendo una liturgia, una mitología, unos motores de vida, muerte y orientación nuevos”. “Es la Belleza… Es el Amor… Es la muerte. He aquí una arcana trinidad a la que accedemos a través del discurso poético de Altar de luz y luna, un acto depurado que transforma la fe religiosa en una abrumadora rosa poética”. Cuando abro el libro me ilumina una dedicatoria escrita con fervor y con una caligrafía para enmarcar que confirma la sensibilidad extrema del poeta Antonio Agudelo. Una página después emerge a todo color una pintura de Tiziano: “La Bacanal de los Adrios”, que está en el Museo del Prado, y de la que podemos leer en su página web que “la escena transcurre en la isla de Andros, tan favorecida por Baco que el vino manaba de un arroyo. Dioses, hombres y niños se unen en la celebración de los efectos del vino…” Cuando lees a Antonio Agudelo, con su particular mirada romántica de la realidad, sucede “algo misterioso como la magia de los gusanos de seda”. Antonio Agudelo pertenece a la Generación X o a la Generación de Peter Pan, la que va de 1965 a 1982. En la Ecoaula del diario “El Economista” leemos que “la generación X aporta a las empresas experiencia, estrategia, capacidad de sacrificio, perseverancia y dedicación”. Según dice Luis Casal en Businessinsider.es, los que somos de esta Generación X (hijos de los Babyboomers y padres de los Millenials) tenemos “vidas activas, equilibradas y felices en las que dedicamos gran parte del tiempo libre a la lectura”, también añade que nos hemos convertido “en esa clase media conformista y con un nivel de comodidad medianamente duradero”, aunque blablablá… La cultura y la lectura son dos facetas esenciales para la Generación X. También para Antonio Agudelo es importante, tanto como el aire que respira. “Ya solo me interesa… que me lean después de mi muerte” –confiesa en la página 125. Y como diría el filólogo húngaro Béla Hamvas: “La verdadera obra es póstuma”. Sabiendo que eso dependerá no solo de la obra de cada uno (que debería ser la parte fundamental), sino también del canon imperante y de las fundaciones/lobbies/capillas-grupos/hermandades/modas de época/intereses/ideología… que haya detrás de cada autor o escuela. Álvaro Romero nos plantea en un artículo del diario El Correo: “¿Quién lee hoy a Jacinto Benavente?”. Un siglo de su premio Nobel y “parece mentira que el autor de Los intereses creados haya caído tan en el olvido después de haber escrito 180 obras de teatro...”. Pero esto es otro tema. Todo el libro de Agudelo es una caja de ecos y resonancias, una conjunción de rituales que funcionan como una especie de hechizo o liturgia: “Donde crece la salvia contra las cosas malas y el orificio de la infelicidad, para alcanzar el equilibrio” –explica en la página 155. El libro cabalga entre una poesía social y una poética existencialista con el que contribuye a la construcción de una identidad literaria y mítica. Como ya hemos apuntado con anterioridad, aquí la palabra es entendida como parte de un ritual mágico, como un Altar de luz y luna, una especie de ofrenda/sacrificio, pero también como una verdad revelada. El texto nos va adentrando en la voz del alma de Antonio Agudelo como si fuera una oración laica, convertida ésta en la voz de una conciencia entregada y comprometida con la literatura y con la vida. “Oh Dios del viaje inevitable, Dios del destino” –implora en la página 78. Su forma de escribir pareciera que es una escritura automática, un aluvión de ideas, imágenes, nombres, recuerdos, confesiones, referencias, intertextualidades… “Piérdete en la inmovilidad del lenguaje, olvida los significados. Vive en la luz de las palabras” –refiere en la página 100. Y es que el texto que nos regala Agudelo a veces embriaga con su poderoso perfume surrealista: “Los pesados relojes pendían de las torres como las calabazas de los huertos otoñales… El alba es una nube púrpura que sangra con el cuchillo de los gallos…”, o “el endecasílabo se levantará cuando se pudra el mármol”, mientras otras nos seduce con un toque metapoético: “La poesía es el infierno o la nada,/ la poesía es un gran enigma y sin enigma no hay poesía”, “sin encarnación del verbo no hay salvación posible, para que la salvación se extendiera al dios y al hombre la palabra se hizo carne”, “La poesía es un manual de supervivencia…es la conciencia ética de la otredad, lo que da consuelo y es esperanza, lo que nos salva de la muerte”. Su poética también tiene algo de écfrasis sinestésica: “Un pintor dominico… una capilla ardiente dibujada con pan de oro… descienden las palabras.”. O con pinceladas costumbristas: “Una calle bastante larga por desgracia, con una farmacia de guardia, una peluquería de señores y caballeros, un carnicero que disfrutaba descuartizando carne, dos miserables restaurantes…”. O pinceladas más metafísicas: “¿Cuánto tiempo cabe en los ojos de un niño?/ ¿Cuánto tiempo cabe en los ojos de Dios?” Y otras pinceladas más metaliterarias y políticas: “Antaño, un poeta clásico como Dante…/Ahora,/ lo que triunfa es la poesía vulgar y chabacana/ de los superventas como Marwan y Defreds.”. O “Será porque en España los premios son un cachondeo… Rafael Cabaliere”. “Lo dijo Rosa Luxemburgo. No leas a los poetas alemanes, a los partidarios del sufrimiento y de la purgación. No leas a los poetas comunistas, a los carniceros sonrientes que disfrutan descuartizando la carne, todos están locos… No al nuevo fascismo… No al analfabetismo político cuya retórica es el engaño… No es no”. O “viene Lutero hablando de la libertad y de los derechos humanos”. Algunos de sus renglones (tan contundentes que suponen chispazos que alumbran toda la página a modo de un nuevo mito de la caverna de la que él quisiera expulsarnos) podrían aparecer en una antología de aforismos: “Las palabras es el único refugio ético y moral que tiene la vida”, “…porque nada se pierde si vive en las palabras”, “los amores que matan nunca mueren”, “El cementerio es zona wifi” , “En la sala de espera, vivir es un sueño vacío”, “Los cementerios están llenos de salvavidas y de poetas inmortales”, “Un cementerio es el mejor lugar para pensar en un curriculm vitae”. Conforme vamos leyendo comprobamos que una letanía de nombres agita el texto como si fuera un cóctel intertextual. Palabras antena que emiten y reciben radiofrecuencias lectoras. Solo con mencionarlos ya se convoca su presencia y se crea un clima de diálogo o exorcismo, una estancia encantada o una música de aromas y estímulos. Así nos encontramos con Wallace Stevens, Rimbaud, Michel Focault, María Zambrano, Matshuo Basho, Dante, Shakespeare, San Juan de la Cruz, Manolete, Unamuno, Séneca, Góngora, Sócrates, Rilke, Kafka, Cervantes, Cernuda, Homero, Freud, Keats, Heidegger, Voltaire, Whitman, Mayakovski, Oscar Wilde, Hölderlin, Eliot, Vallejo, Lord Byron, Moliere, Quevedo, Hegel, Fichte, Leibniz, Lutero, Fray Luis de León, Ghandi, Heráclito, Cristo, Abraham, Job, Tarzán, Franco, Orfeo, Ulises, Capitán Trueno, Hitler, Caronte, Rosa Luxemburgo, Blas Infante, Greta Garbo… Pero también hay nombres que resuenan como una banda sonora: Chopin, Vivaldi, Paco Montalvo, Paco Alborán, Wagner, Beethoven, Vicente Amigo, Louis Amstrong. Y otros que hacen una écfrasis semántica como Leonardo da Vinci, Goya, Botticelli, Julio Romero de Torres, o referencias a Pablo Picasso y a sus cuadros “Las señoritas de Avignon” y “Guernica”… Nombres que señalan un itinerario de pensamientos y experiencias que el autor deja esparcidos por el texto a modo de hitos y señales, de puertas y ventanas. También nos encontramos un recorrido geográfico de lugares que nos hacen viajar dentro del viaje que ya de por sí es la lectura de “Altar de luz y luna” y que nos asaltan como un viacrucis crucigrama: Córdoba, Andalucía, Madrid, Viena, Venecia, Múnich, Senegal, Reino Unido, Villaviciosa, París, El Nilo, Las orillas del Tigris, Los Campos Elíseos, Canal de la Mancha, Jerusalén la Dorada, Troya, Marruecos, España, Nueva York, Egipto, León, Irak, Galilea… Porque “Altar de luz y luna” tiene algo de atlas y psicoanálisis, pero es sobre todo un viaje interior por el pensamiento y las emociones del poeta. Un viaje semántico que traza un itinerario de pensamiento a seguir. Y es que el autor viaja a través de las palabras, del lenguaje y su experiencia, “viaja de lo visible a lo invisible” o “de la existencia a la inexistencia” para encontrarse a sí mismo –revela en la página 82, o viaja “al centro del miedo” “para que nadie se muera de hambre, ni se quede sin luz, sin belleza y sin palabras” –advierte en la 64. “Altar de luz y luna” es, por tanto, un espacio sensorial, una arquitectura hecha de lenguaje, como una atmósfera que va mutando página a página hasta hacerse estructura de un edificio en llamas. Tiene un sesgo de canto hímnico o de texto sagrado. Agudelo nos muestra el mundo que percibe con sus cinco sentidos a modo de lámpara y a modo de espejo. Y lo mismo te lleva en un par de renglones del presente y su sentir biográfico al mundo de las emociones y los homenajes, que de la luz a la luna. Así podemos leer: “regreso a la plaza del huerto hundido donde brilla maravillosamente el violín de Paco Montalvo triunfando en la sala Cargegie Hall de Nueva York”, “la banda municipal de mi pueblo cantaba Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena…” O “¿Para qué viene el Circo del Sol a un pueblo perdido?”. “La palabra cuando se pronuncia crea un nuevo mundo, y también nosotros nos recreamos en una mágica metamorfosis. Así es tu viaje al gran misterio…” –relata en página 48. Utiliza todos los recursos a su alcance para dotar al texto de efectos mágicos, desde la supresión o exceso de puntuación, abundancia de puntos y seguido, supresión de mayúsculas… Desde una escritura fragmentaria, a modo de puzle, lo mismo usa la prosa poética que el verso libre. Y la musicalidad del misterio es la atmósfera que todo lo envuelve en un aluvión de imágenes. Antonio Agudelo cuando escribe lo que hace es encarnarse en la Palabra, se hace lenguaje inmolado y sacramental, casi eucarístico por lo que tiene de sacrificio ritual. “La poesía es la encarnación de nuestra propia vida, lo que salva” –expele en la página 181. El poeta no solo escribe para ser feliz y encontrarle un sentido a la vida, sino esencialmente para compartir su luz y luna “que no cesa”, y para huir. “Hoy es un buen día para viajar a una isla en medio del océano y ser feliz”, o, “El poeta escribe para vivir, para escapar de su destino” –canta en la página 183 y 186 respectivamente. El poeta como un “Prometeo liberado” o un titán lírico “utiliza el conocimiento para vencer el mal y guiar a la humanidad desde el estado de inocencia ignorante hasta el estado de virtud mediante la sabiduría” –que diría Percy B. Shelley. Y es que la poética de “Altar de luz y luna” es un tanto mesiánica, un ritual donde las imágenes se convierten en iconos salvíficos. “Lucha por tus sueños porque se pueden cumplir” –confiesa en la página 202. Su escritura es una forma de hacerse testimonio y testamento, de reflejar una época, otra forma de ser herencia y querencia. “Este Altar de luz y luna era un buen lugar para vivir y morir. Realmente era un buen lugar para la muerte y la salvación” –sentencia en la página 63. También nos dice que “la poesía es una metáfora que contiene el mundo”, o, “lograré infundiros mi esperanza, mi fe en la luz de la Palabra”. Aunque sabe que “El poeta no elige el futuro, prefiere cambiar de zapatos en el umbral del desierto” y que “lo importante es alcanzar el equilibrio”. El neurocientífico Juan Lerma afirma que “El cerebro es esclavo de las emociones… La literatura, la música, la pintura… son expresiones de una emoción que tienen como objeto provocar otras emociones”. El poeta cordobés contempla, medita, indaga, interpela, exorciza… y con esos hilos va tejiendo el texto hasta convertirlo en un acto/traje revolucionario hecho a imagen y semejanza suya, como una estancia que se construye a medida de su alma. Lo que hace es poetizar las emociones, especialmente el dolor, hasta ensalzar y sublimar la vida y la poesía. Y esa es la revolución/metamorfosis a la que aspira el poeta con su escritura, la gran revolución de provocar/compartir otras emociones en el lector. Antonio Agudelo que sabe que “En el sur no se puede ser desgraciado” porque “aquí estalla la alegría”, pide “un poco de respeto a la lengua, un poco de justicia poética”, y nos confiesa a lo Keats que “La luz se hizo Palabra. El mundo sólo puede ser salvado/ por la Belleza”, y esa es la máxima aspiración que tiene, hacerse Palabra, inmolarse en la Belleza de la Literatura como fórmula de alcanzar la inmortalidad, con la única intención de salvar al mundo con su poética y su utopía literaria, nada más y nada menos. Si mi consejo os sirve de algo, Antonio Agudelo merece muchas lecturas y ocupar un sitio en las estanterías de vuestra biblioteca. Puedes comprrar el poemario en:
+ 0 comentarios
|
|
|