Estimo que el cuidado que tiene la editorial del Reino de Navarra con sus obras es proverbial y paradigmático. Desde este punto de vista el volumen que hoy les presento es otro acierto historiográfico, sobre el gran reino medieval de los bascones. Creo, desde el punto de vista de un medievalista como es un servidor, que está equivocado el título, ya que la nómina de ‘El Reino Vasco’ no es acertada, la titulación medieval es BASKUNNI REGNUM, y para mí vasco y vascón no es lo mismo. Desde el punto de vista prerromano el concepto vasco o vascongado, grosso modo, y soy muy permisivo, se refiere a los caristios, várdulos y autrigones; los vascones son otra cosa y otra gentilidad muy diferentes. A lo largo de la Alta Edad Media existen unas estupendas relaciones entre los vascones del Reino de Pamplona y de Nájera y los ástures del Regnum Imperium Legionensis, inclusive son aliados y se casan sus infantes e infantas entre ambos reinos y entre ellos. “Las migraciones se debían a motivos diversos, como sufrir invasiones, ser reclutados como esclavos (como lo hacía Roma), por los cambios climáticos que impedían el cultivo de sus alimentos o por ansias de conquista”. El nombre de Navarra define el territorio nuclear del reino de los vascones, hasta tal punto es esto obvio, e indiscutible, que el profesor Ángel Martín Duque ya lo manifestó, paladinamente, en el año 1987. “Bajo el enunciado Alto-Medieval se ha acotado un segmento temporal bastante congruente de la trayectoria histórica de Navarra (…) entre los años 711/714 y 1234 (…) existe una coherencia argumental muy nítida dentro del espacio político y social que, tras dilatada gestación, fue coagulando y afirmándose hasta tomar el nombre y sello histórico definitorios de Navarra (…). En 1234 se había cerrado de modo irreversible el círculo de convivencia y autogobierno propiamente navarro”. Se equivoca el autor claramente al indicar que el reparto de Navarra se hizo por Francia, lo que no discuto, y por ESPAÑA, esto es incorrecto e inexacto ya que fue el Reino de Castilla quien lo hizo en 1512, como había ido pergeñando, desde el malhadado año 1230, con el inocente, eximio y paradigmático Reyno de León; tratando de borrar las huellas legionenses de la historia hasta en la actualidad; oprobio castellano absoluto, pero no español. En el año 1162, el gran monarca Sancho VI “el Sabio” decidió, motu proprio, intitularse como rey de Navarra, y no de Pamplona y de Nájera, como había ocurrido hasta entonces. La causa estribaba en las apetencias territoriales del rey Alfonso I “el Batallador” de Aragón, de Pamplona y de León. Inexplicablemente, y como historiador leonés-leonesista-medievalista, entono el mea culpa, por el comportamiento equívoco del rey Alfonso VII “el Emperador” de León, que para defenderse de la voracidad violenta de su padrastro trató de poner tierra de por medio entre “el Batallador” y su Regnum Imperium Legionensis “engulléndose” al no culpable territorio del “Rey Sabio. Sea como sea todo quedó en nada. Hasta tal punto es así la cuestión que, en años posteriores, se crea un pacto entre Alfonso IX “el de las Cortes” de León, Alfonso “el Gordo” de Portugal y Sancho VII “el Fuerte” de Navarra para defenderse del castellanismo imperialista y etnocida del Rey Alfonso VIII “el de Las Navas de Tolosa” de Castilla. El autor nos refiere que existe un pueblo de Mauritania, río homónimo incluido, de nombre “NABAR”. Desde tiempos anteriores al Rey Sabio, existen crónicas que ya utilizan el nombre de ‘navarri/nabarri’ para referirse a los habitantes del territorio de los vascones, que no de los vascongados. Es muy curioso e interesante el capítulo dedicado a Salvador Aymeric Picaud (siglo XII), el monje-benedictino al que se le ha atribuido el Códice Calixtino (año-1140) como definidor del término alusivo a los ‘navarris’, y bastante peyorativo argumentalmente hablando. “Por la ruta de Port de Cize, después de la Turena, se encuentra la tierra de los poitevinos (…) gente fuerte y guerrera, muy hábiles en la guerra con arcos, flechas y lanzas, confiados en la batalla, rapidísimos en las carreras, cuidadosos en su vestido, distinguidos en sus facciones, astutos en sus palabras, muy dadivosos en sus mercedes, pródigos con sus huéspedes”. El monje demuestra un conocimiento aceptable sobre los navarros, ya que en esa segunda mitad del siglo XII se encuentra residiendo en Pamplona. Al ser ejerciente del apostolado en el Viejo Reino nos permita colegir, que formaría parte del grupo de monjes seguidores de los cistercienses de Citeaux. Se estima que forma parte del momento histórico del reinado del monarca que se definía a sí mismo como Emperador de León y Rey de Todas las Españas, además de Rey de Aragón y de Pamplona, o sea Alfonso I “el Batallador”. El historiador José Ramón Castro revela la existencia de obscuras relaciones entre los monjes de la familia Aymeric, a partir de la entrada de las mesnadas francesas en Navarra, lo que hicieron a sangre y fuego en el año 1276. “Fray Salvador Aymeric, de la Orden de Predicadores y sus hermanos, como herederos de Juan Aymeric, su padre, mercader de Pamplona, perdonan a Felipe y Juana, reyes de Navarra, la cuantía de los daños hechos a su padre con motivo de la guerra, a cambio de las 175 libras que debían a la Señoría en concepto de peaje”. El autor presume de su origen francés, y define a los navarris y a los vascos como descendientes de los escoceses. “Es fama que descienden del linaje de los escoceses, porque son semejantes a ellos en las costumbres y en todo”. También realiza acres críticas sobre los navarris, tanto en sus costumbres como en su lengua, el euskera. “Son feroces y la tierra en que habitan es feroz, silvestre y bárbara; la ferocidad de sus rostros y su bárbaro lenguaje infunden terror a los que les miran”. No obstante se reconoce a los pueblos vascones como buenos pagadores de los diezmos, las primicias y los impuestos para la Iglesia católica. “Son cumplidores en el pago de los diezmos y en las ofrendas del altar; siempre que el navarro va a la iglesia hace oblación a Dios de pan, vino trigo u otra cosa”. En suma, otra magnífica obra de la editora del Reino de Navarra que merece todos los parabienes habidos y por haber. “Ea quam pulchra essent intellegebat. ET. cecinerunt tubae”. 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