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Marta Ortiz
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Marta Ortiz: “El infierno dantesco se recicla diariamente”

martes 22 de febrero de 2022, 12:00h

Marta Ortiz nació el 30 de marzo de 1948 en Rosario, ciudad en la que reside, provincia de Santa Fe, la Argentina. Es Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Obtuvo primeros premios y otras distinciones en cuento y poesía, géneros en los que ha sido difundida tanto en medios gráficos (“Feminaria”, “La Gaceta Literaria de Santa Fe”, “La Buhardilla de Papel”; “Confluencia” de Estados Unidos; “Palabras Escritas” de Paraguay; “Casa de las Américas” de Cuba; suplementos culturales de los periódicos “La Capital” y “El Litoral” de su provincia, etc.) como digitales, y ha sido incluida en, por ejemplo, las siguientes antologías: “Poetas rosarinos”, “La noche de los leones”, “Cuentistas rosarinos”, “Los poemas”, “El río en catorce cuentos”, “Poetas del tercer mundo”, “Los cuentos”, “Cuando el río suena”. Entre 2000 y 2015 publicó los libros de cuentos “El vuelo de la noche” y “Colección de arena” y los poemarios “Diario de la plaza y otros desvíos” y “Casa de viento”.

Marta Ortiz
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Nacida —como yo— en otoño, ¿será tu estación favorita?...

MO — Absolutamente. Es “mi” estación, acaso porque nací en marzo y siento que es el tiempo más productivo, cuando parece que todo re-comienza, late, vive, se potencia. Además, por la luz, mucho más suave que en el verano, todo se ve más nítido porque no enceguece por exceso; es una luz que atenúa. Nací en marzo y me crié en un barrio de la zona sur de Rosario, Saladillo. Pasé mi infancia y adolescencia entre adultos, soy la cuarta hija de padres grandes (mi madre fue ama de casa, y mi padre empleado de Ferrocarriles Argentinos). La diferencia de edad con mi hermana mayor era de veinte años. Siempre pensé que en vez de tres hermanas tuve tres madres vicarias, además de mi madre real. En aquel tiempo se jugaba en la calle, sobre todo en verano: tiempo de rondas, de canciones infantiles cantadas en la ronda. Las puertas permanecían abiertas durante el día, poco tránsito, un contexto desaparecido.

Me hablás de mi nacimiento en otoño y las imágenes se acumulan: hubo una infancia asmática, inviernos de reclusión in­voluntaria; me veo devorando la pila de historietas mexicanas, las jugosas revistas “Intervalo” y “D’Artagnan” y una biblioteca familiar —mi lugar en el mundo—, medianamente surtida (repertorio clásico, digo hoy, en hogares de clase media), que yo frecuentaba mucho y tal vez por eso sigue vigente en mi memoria: la poesía obligada: Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni; el infaltable “Martín Fierro” (José Hernández); “Mis montañas” (Joaquín V. González), “Los miserables” (Victor Hugo), “Amalia” (José Mármol), “Las mil y una noches” —se leía a dos columnas, volumen grande y gordo, de Editorial Tor, un sello por entonces de gran circulación, de tiradas rústicas y económicas—. Una novela que nunca leí, tapa blanda, blanca: “El abad de Monte Zoraya” (busqué la fecha de edición en Internet: 1946), de Arnaldo de Ruiseñada; también “Rebecca” (Daphne du Maurier), que sí leí, y varias veces, una historia inquietante publicada en 1938, llevada magistralmente al cine en 1940 por Alfred Hitchcock; “Cumbres borrascosas” (Emily Brönte), leído y releído en diversas etapas de mi vida. El resto eran unos libritos de mi padre (llevaban su firma), una serie de Editorial Lautaro publicada en los años 40, que reflejaba, en la selección y prólogo de sus compiladores, el pensamiento de Juan Bautista Alberdi, Bernardo de Monteagudo, Domingo F. Sarmiento, entre otros. No me olvido de los diccionarios, alguna biografía, manuales de secundario, un compendio de Filosofía; “La razón de mi vida”, de Eva Perón, material obligatorio en el secundario de una de mis hermanas: tal el faro letrado que por entonces me atraía.

A la sombra de un ciruelo en el fondo selvático de la casa paterna, me interné en las maravillosas recopilaciones de Andersen y Perrault. Recuerdo una mítica docena de libros de cuentos que un 6 de enero encargué por car­ta manuscrita y decorada con flores pequeñas, a los no tan ricos Magos de Oriente, quienes junto a mis guillerminas blancas dejaron sólo tres cuentos de tapa dura y un juego de té de plástico que nunca pedí.

Mis lecturas tempranas, las de casi todos los que fuimos adolescentes a fines de los 50 y comienzos de los 60: “Histo­ria en dos ciudades” (Charles Dickens), “Príncipe y mendigo” (Mark Twain), “Ivanhoe” (Walter Scott), la saga de Sandokán y sus piratas por Emilio Salgari, pequeña colección que habían formado mis hermanas. Sumé “Jane Eyre”, de Charlotte, la otra hermana Brontë; “Mujercitas” y otras novelas juveniles de Louisa May Alcott, “Papaíto piernas largas” (Jean Webster), “Corazón” de Edmundo de Amicis (leído y vuelto a leer, la historia que allí se cuenta me producía una melancolía y tristeza extremas; “El pequeño escribiente florentino”, por ejemplo, su vida sacrificada, cada línea rezuma nostalgia; tal vez por eso dejó marca y hoy lo incluyo en esta lista). La colección amarilla Robin Hood su­maba ejemplares al ritmo que crecían mis ahorros. La primaria en escuela pública y la secundaria en colegio de monjas.

Y de las monjas a la universidad.

MO — Con el título de Maestra Normal Nacional bajo el brazo, a estudiar Letras en la Facultad que por entonces se llamaba de Filosofía (hoy, de Humanidades y Artes). Significó un salto cualitativo, una inmersión en el abismo del conocimiento. Toda la cursada, además de la fascinación derivada del cruce de mi subjetividad con la Literatura y materias afines, estuvo signada por las revueltas en el país (y el telón internacional: la guerra de Vietnam), empezando por el golpe de Estado de Onganía en 1966 y secuelas posteriores: manifestaciones, tomas de facultades por los alumnos, interrupción de clases, evacuaciones y todo el folklore relacionado en tiempos de ideologías contrastadas, tiempo intenso en el que, como se sabe, se restringieron al límite las libertades individuales. Más de una vez, al bajar del colectivo —yo vivía, como te dije, en un barrio de la zona sur de Rosario, tenía unos veinte minutos para llegar al centro y dos cuadras para la facultad— me vi envuelta en corridas de la policía a estudiantes, había que correr y rogar que te abrieran una puerta salvadora de los gases lacrimógenos, porque en esos casos llevar libros te hacía inmediatamente sospechoso/a. Yo no pertenecía a ninguna agrupación estudiantil, pero el riesgo era para todos. Tiempos de sucesos convulsos que abrieron el camino a la letal dictadura a partir del 76. Durante ese período trabajé como maestra en una escuela precaria, por entonces ubicada en una villa de emergencia, Bajo Saladillo (fundada por un cura obrero). Con cinco años de antigüedad y el aval del mejor promedio como docente, fui nombrada directora, cargo al que renuncié en 1975. En 1972 me recibí, obtuve el título de Profesora y Licenciada en Letras por la UNR. Me casé en 1973 (un matrimonio que duró casi cuarenta años, hasta que la muerte de mi esposo, literalmente, nos separó). Tengo tres hijos, un Norte por partida triple: Evangelina, Agustín y Candela. Mucho podría decir del capítulo maternidad, de lo importante que fue para mí. Mucho que decir también del mundo especialísimo que se abrió con el nacimiento de Agustín, marcado por el Síndrome de Down, de los aprendizajes que no cesan, pero esa es otra historia, de las muchas que componen una vida.

Hice algunos reemplazos en secundaria, pero no me atrajo lo suficiente la docencia institucional. Integré grupos de estudio con diferentes colegas y temáticas. Siempre escribí, desde chica, era y es mi cable a tierra, escribir, o leer, así como para otros lo es dibujar o pintar o cantar o componer música. Mi vinculación con la escritura es estructural, necesaria, obsesiva, un aspecto muy marcado de mi identidad. Elegir y estudiar Letras condicionó ese vínculo a partir de la lectura de algunas cumbres literarias —particularmente de Borges, Cortázar, Juan Carlos Onetti—. Sentí que no tenía objeto querer escribir a la sombra de tales padres literarios, me parecía que todo estaba dicho y muy bien dicho, que lo mío era superfluo, innecesario. El bloqueo duró un buen período, me incliné a la crítica, de hecho, la Facultad estimulaba más la crítica que la escritura creativa. Al mismo tiempo la carrera aportó la temprana incorporación de autores que daban cuerpo, sentido y contenido a la literatura. El tejido que describe Roland Barthes se estaba construyendo. Siendo muy joven leí la llamada nueva novela con identidad latinoamericana (José María Arguedas, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, García Márquez, Alejo Carpentier, el Vargas Llosa de “La ciudad y los perros” y de “La casa verde”, Miguel Ángel Asturias, en fin, los del boom), y poesía española y sud y centroamericana, y la suma de referentes clásicos: William Faulkner, Proust, Kafka, Joyce, Virginia Woolf, Cervantes, y más. Agregar nombres es seguir creando exclusiones involuntarias.

Mencionaste grupos de estudio.

MO — En distintos momentos de mi vida integré grupos de estudio, de trabajo, de producción cultural. El primero, recuerdo, éramos tres colegas, nos reuníamos semanalmente con el objetivo único de profundizar la obra de Borges. Después hice un par de experiencias de taller. La primera, con Imelda Ferrero, colega: fue un pasaje óptimo que me ayudó a des-contracturar mis textos. Luego vinieron los grupos de reflexión sobre género y literatura con la escritora Angélica Gorodischer. De otra manera, se abrió una etapa riquísima en mi formación; incorporé especialmente la literatura escrita por mujeres, cuando muchas autoras notables empezaban a ser recuperadas del olvido al que las había sometido el mercado, que privilegiaba nombres masculinos. Influyó en mi narrativa la lectura de Katherine Mansfield, de Clarice Lispector, de Cristina Peri Rossi, Silvina Ocampo, Virginia Woolf. También Italo Calvino, leído por entonces. Y si pienso en la línea de la poesía, durante algunos meses asistí, con un libro inédito bajo el brazo, al taller de la poeta Concepción Bertone, otra experiencia válida.

Pienso en las marcas, las que dejó Alejandra Pizarnik, por ejemplo; leía poemas suyos fotocopiados, alguien que tenía contacto con ella me los acercó (así conocí su escritura, a fines de los sesenta); me impresionó tanto esa letra lúcida que reflejaba dolor, desolación, soledad y ese asirse a la palabra, ancla. A la lectura de los poetas españoles y latinoamericanos sumé la poesía de Sylvia Plath, W. Stevens, Bukowski, Raymond Carver, Emily Dickinson (poeta esta última que representó otra con-moción, alguien que vivió como un símbolo de su época, recluida y sin embargo la extraordinaria dimensión vanguardista de su arte…), el Neruda de “Alturas de Machu Picchu”, Olga Orozco, Juanele Ortiz, Beatriz Vallejos, Aldo Oliva, Juan Gelman. Joseph Brodsky, entre los maravillosos poetas rusos. Recuerdo su bellísimo libro “Marca de agua”. Llevo esa marca como tatuada. Y la suma de poetas actuales, interminable lista. Dicen que somos lo que hemos leído; yo creo que es tan importante la lectura en mi vida, que en los textos leídos puedo reconstruir etapas.

Coordino desde hace trece años un taller de Lectura y Escritura con énfasis en la narrativa, particularmente en el cuento, y otro de Lectura.

Trece años.

MO — Trece años intensos, otro capítulo aparte. La vida como suma de capítulos, es decir, la novela de la vida. Abrir un espacio de taller ya existía entre mis proyectos cuando recibí (2003) la invitación de la escritora Marcela Atienza —a cargo entonces del Café de la Ópera (café centenario anexo al también centenario teatro “El Círculo” de Rosario) —, con la propuesta de coordinar grupos en ese ámbito, lo que explica el nombre: “Ópera Prima”, elegido por los talleristas. Empezamos en abril y se ofrecieron dos instancias: el taller de Lectura y Escritura y el de Lectura. Se fundó en un bar y se hizo itinerante. El 2004, sellado por la expectativa en Rosario del II Congreso Internacional de la Lengua Española, reportó la primera mudanza. Los tres grupos (dos de lectura y escritura y uno de lectura), para llegar a la mesa de trabajo, sorteábamos boquetes, escombros, zanjas; aferrados a pasamanos, sobre tablones, seguíamos los carteles indicadores que diariamente modificaban el acceso al Café. Imposible olvidar el polvillo que respirábamos, pisábamos y tocábamos. La calle asfaltada volvió a ser de tierra y se colocó el “nuevo” adoquinado; como en un sueño, la calzada retrocedía cien años para renovarse… Y la mutación urbana nos empujó a un nuevo hogar, a solo media cuadra del Café de la Ópera, donde por un misterio atribuido a préstamos temporarios, usamos las mismas sillas que los miembros de la RAE, José Saramago y Sábato y Jorge Edwards y Ernesto Cardenal y tantos otros escritores durante las sesiones del Congreso habidas en el teatro “El Círculo”.
En una década de actividad hubo otros puntos de reunión, siempre bares. Alguna vez la errancia nos desbordó: en 2007, por ejemplo, cambiamos tres veces de domicilio. Desde 2011 y hasta 2014 disfrutamos de cierta estabilidad, el taller funcionó en la que fue la librería “Ross”, una de las más importantes de Rosario (hoy “Cúspide”), y desde mayo de 2015 nos reunimos en mi casa. Posiblemente el taller encontró, luego de largo peregrinaje, su Ítaca.
Los talleres son espacios de pertenencia y de resistencia. Así los pienso; una reunión con pares para compartir prácticas afines. No creo en recetas ni en moldes; la creación literaria y sus secretos son poco transmisibles, más allá de algunas consideraciones formales y consejos expertos. No creo tampoco en espacios muy estructurados ni demasiado light. Sí, se puede transmitir y compartir una pasión creando el clima favorable a la reflexión en torno al objeto, o al deseo común que engloba por igual el trato con la literatura y la idea de asumir un destino (el del escritor/a), y para este objetivo sí es útil, o propicio, un taller de escritura. Hay una mística y un vínculo fuerte que crece al calor de la palabra, cada año siento que aprendo en el intercambio tanto como compruebo la evolución de los talleristas.
Todo esto se parece a una danza en torno al fuego sagrado, fuego que la diversidad de escrituras en­cendió con la primera chispa leída —inextinguible—, y diseñó la coreografía deseada: la Licenciatura en Letras, los libros publicados a los que sumo los inéditos: una colección de cuentos y una novela, un poemario en preparación, las antologías en las que participé, los ensayos y reseñas, mis colaboraciones en diarios y revistas culturales del país y del extranjero, los talleres, la dirección compartida de una colección de narrativa; la edición en la web del blog Vuelo de Noche. Vida y Literatura coexisten en la materia de una de las pocas certe­zas que hoy me animo a suscribir: respiro porque escribo, escribo porque respiro.
Ampliemos, Marta, lo relativo a la colección de narrativa.
MO — Asumirme “coleccionista”, en el sentido de sumar textos para armar una colección, fue otra gran instancia que me hizo descubrir cuánto me atrae la edición de libros. En 2010, con la escritora Gloria Lenardón, aceptamos la dirección de Narrativas Contemporáneas, una colección de narrativa, como su nombre lo indica, para la rosarina Editorial Fundación Ross. Queríamos que, básicamente, nuestra serie reuniera las condiciones que le pedimos a un libro a la hora de elegir qué leer. Hicimos una selección de voces diversas, desde las más instaladas a las menos visibles y las emergentes, dentro de la región y fuera de ella. La idea era relevar las tendencias en permanente evolución. No sólo nos preocupó y ocupó la excelencia del contenido, sino también la estética, el libro como objeto. Prestigiamos por igual (y fue uno de los aspectos distintivos de la colección), la tapa y la contratapa, utilizando dos fotografías originales de valor equivalente. Para todos los libros que editamos contamos con el apoyo incondicional de la fotógrafa Cecilia Lenardón.
Entre los años 2010 y 2013 editamos siete volúmenes. Co-compilamos dos antologías temáticas: “Mi madre sobre todo” y “El río en catorce cuentos”; en la primera el eje fue la relación madre-hijo, privilegiando una mirada apartada del estereotipo dominante; en la segunda se eligió el río como paisaje y también como símbolo. Para “Mi madre sobre todo” convocamos autores de la región (Osvaldo Aguirre, Angélica Gorodischer, Jorge Barquero, Patricio Pron), y de otras provincias (Guillermo Saccomanno, María Teresa Andruetto, Liliana Heer, Susana Szwarc, Irma Verolín, Mempo Giardinelli, Luisa Valenzuela, Oliverio Coelho). Para “El río…” contamos con los trabajos de catorce autores en su mayoría rosarinos y santafesinos de diversas localidades (Beatriz Vignoli, Jorge Riestra, Sonia Catela, Beatriz Actis, Carlos Roberto Morán, Alicia Kozameh, Alberto Lagunas, entre otros) y la excepción: Horacio Convertini (Buenos Aires).
En diciembre de 2011 vieron la luz “Tirabuzón”, novela de Angélica Gorodischer, y “Santos y desacrosantos”, cuentos de Enrique Butti, y en 2013 y con el apoyo del Programa Espacio Santafesino del Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia (en este caso estímulo a la producción editorial local), editamos dos novelas: La prueba viviente”, de Patricia Suárez y “Shopping”, de Gloria Lenardón, y mi libro de cuentos, “Colección de arena”. El trabajo de edición es cien por ciento creativo, tiende puentes, moviliza, crea paisajes nuevos, ofrece nuevas posibilidades de lectura. No lo doy por cerrado.
¿Qué es posible que nos anticipes respecto de los inéditos: un volumen de cuentos, tu primera novela, poemario en etapa de elaboración?
MO — No demasiado, son libros a la espera de un editor. La novela tiene que ver con las migrancias. Desde los ancestros de muchos en Argentina, que vinieron a estas tierras de allende el mar a hacerse la América, a los nietos que repitieron el circuito, pero al revés, lo cerraron, cuando las papas quemaron aquí. Si a esta realidad tangible le sumo que mi hija mayor en 2009 decidió probar la vida en otros países, otras realidades, y que hoy vive en Melbourne, Australia, cierro yo misma ese círculo que me incluye a mí como punto de partida o de llegada, siempre sesgada, dado que mis raíces son hondas, adheridas a mi espacio, carente de cualquier clase de nomadismo. Todos estos elementos son parte de un texto que gira en torno a personajes mujeres, en su mayoría. Es raro que yo haya escrito una novela, no sé si habrá otras. Me muevo más cómoda en la poesía y el relato o cualquier formato de narrativa breve. Los cuentos no son recientes, salvo dos, abordan temáticas ligadas en su mayoría a mundos cotidianos. Y la poesía… work in progress. Yo escribo poemas, nunca pienso en un libro de poesía. Con el devenir esos poemas se arraciman, un hilo común aparece y entonces es posible inferir que pueden reunirse en un Libro de Poesía. En esa etapa estoy, reuniendo y retrabajando esos materiales.
¿Retomamos el capítulo maternidad y esos aprendizajes que no cesan?...
MO — Retomamos, hasta donde puedo. No hay secreto alguno, es como decir que la vida es un aprendizaje que no cesa; obviamente la maternidad es uno de esos aprendizajes, no nacemos sabiendo cómo es ser padre o madre. Y para mí fue fuerte por dos razones. La primera porque me tomó seis años, pongamos que cinco años literales de búsqueda, llegar al punto deseado de acunar en mis brazos a Evangelina, y otros cinco después del nacimiento de Agustín, conocer a Cande, mi hija menor. La otra razón —o sin-razón, según cómo se la mire—: Agustín nació con el síndrome de Down, instancia difícil a primera vista, que jaqueó todos mis conocimientos previos sobre el tema. Volví a ser primeriza, en este caso de un niño especial. El paso del tiempo (y no sé por qué, pero siempre que digo “el paso del tiempo”, asocio con el maravilloso título del libro de Marguerite Yourcenar “El tiempo, gran escultor”), conocer a mi hijo y a mis dos hijas, cuidar y acompañar la relación entre ellos, de nosotros padres con ellos, con cada uno individualmente y con el conjunto, y el trabajo constante con profesionales fue allanando, facilitando. Aprendimos y sutilmente fuimos modificando una realidad que parecía, también a primera vista, adversa. Fue difícil porque el camino estaba sembrado de prejuicios sociales que enfrentamos con mi marido y nos ocupamos, además, de desmontar paso a paso, con palabras, gestos, acciones. Difícil por las manifestaciones desagradables de ese prejuicio, por la increíble connotación que acompaña a la palabra “mogólico”, entre otras variantes, que me ocupé de reflejar, con todos los efectos que causó en mí, en una nota que titulé “Nombrar” y que publiqué en mi blog.
Y digo aprendizaje en todos los sentidos, porque conocer el mundo de las personas con otras capacidades y llegar a sentir con naturalidad que formamos parte de ese mundo, fue otra vivencia de esas que hacen crecer de golpe y que no tienen precio. Desde mi lugar de escritora tuve la oportunidad de escribir dos cuentos para jóvenes que se incluyeron en un libro de lecturas ideado y escrito por la psicóloga Adriana Wilson (hoy directora del Programa para Jóvenes en la institución que frecuenta mi hijo), que se llama “Un libro para mí” y que editó Homo Sapiens en 1999. Cuando ella trabajaba los contenidos, me preguntó si me animaba a escribir un cuento para Agustín, a incluir en un apartado literario. Fue un desafío, no había incursionado en la escritura para niños y/o jóvenes y menos para un público lector tan especial con el que yo estaba tan involucrada. Pensé entonces qué le interesaba más a mi hijo, cómo atraerlo, y así surgió mi “Cuento con superhéroes para Agustín”, apelando a una de sus más grandes pasiones. Se publicaron dos relatos míos en la sección mencionada. Y si uno de los muchos miedos que enfrenté (apoyada en el prejuicio del que, por supuesto, nadie está exento antes de la experiencia), fue que Agustín no pudiera aprender a leer y escribir, él mismo y el trabajo conjunto familia-profesional me demostraron que sí, que podía aprender a leer, a escribir y a hablar muy bien, entre otras capacidades desarrolladas.
En resumen, la maternidad (y aquí traigo a mis tres hijos sabiendo que somos una familia especial), fue y es un aspecto importante y riquísimo en mi vida. Pero excede ampliamente los límites de esta entrevista, queda para un libro de memorias, si llego a escribirlo un día.
Contemos sobre esos dos CD en los que participás con textos.
MO — El CD “Pérdida de tiempo” (2009) fue un proyecto de la actriz rosarina Mónica Alfonso, con auspicio de la Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario, con la idea de llevar y difundir la escritura de narradoras también rosarinas al registro oral. Ella seleccionó cuentos de Angélica Gorodischer, María Laura Frucella, Alma Maritano, Marta Ortiz, Delia Crochet y Clara Rozin. El conjunto refleja personajes ciudadanos fácilmente reconocibles. Los efectos sonoros creados especialmente pertenecen al músico Germán Rofler y hubo una serie fotográfica alusiva a los textos, original de Federico Tinivella. Dentro de mis escritos, Mónica Alfonso eligió el que abre “El vuelo de la noche”: “Vida regalada”. La idea era también favorecer que personas no videntes pudieran escuchar relatos que no están traducidos al braille. Este último concepto anima también al Servicio de Lectura Accesible para personas con discapacidad de la Biblioteca Argentina de Rosario. Dicho servicio cumplió veinte años de trabajo en 2014 y lo festejó grabando el CD “Palabras al oído”, coordinado también por Mónica Alfonso y Humberto Lobbosco y Teresa Montero. Aquí intervinieron varios lectores y los autores leídos, también rosarinos, corresponden a una selección que abarcó a Emilia Bertolé, Delia Crochet, Roberto Fontanarrosa, Marta Ortiz, Ebel Barat, Clara Rozin.
Traducido al alemán, tu cuento “Sicómoro” integra la antología “Argentinische Erzählerinnen des 20. Jahrhunderts”.
MO — “Sicómoro” es un cuento entrañable para mí, un buceo arqueológico en la que fue mi infancia. Con selección y prólogo de María Teresa Andruetto integró la antología “Narradoras argentinas del siglo XX”, editada en Berlín, en 2014, a través de Editorial Trafo. Los textos fueron traducidos por un equipo que dirigió el Dr. Marcel Vejmelka, profesor del doctorado de traducción de la Universidad Johannes Gutenberg (Mainz, Alemania). El corpus previsto incluyó narradoras reconocidas (algunas ya desaparecidas y otras en actividad): Tununa Mercado, Lilia Lardone, Luisa Axpe, Delia Crochet, Andrea Rabih, Estela Smania, Irma Verolín, Amalia Jamilis, Patricia Suárez, Paula Wajsman, Liliana Heker, Angélica Gorodischer, Liliana Heer, Esther Cross, Libertad Demitrópulos y Elvira Orphée. Fue una experiencia hermosa que agradezco a la selección de María Teresa y al excelente trabajo del profesor Vejmelka y su gente.
¿El único guión que has escrito es el de un espectáculo titulado “Zoo…nando”?
MO — Sí, fue el único, a pedido del prestigioso conjunto Pro Música para Niños de Rosario, que me divirtió mucho hacer. En realidad mi trabajo consistió en hilvanar la selección musical del espectáculo en los tramos de un cuento que titulé “El casamiento de la pulga Diamela con el señor Ciempiés”; los personajes son animales de toda laya que recorren variadas distancias para llegar al casamiento; cada párrafo corresponde a un tema musical que incluye ritmos diversos (rock, chacarera, jazz, bagualas, metros medievales y renacentistas) y al final se arma el gran baile, bailan los animalitos y los pequeños espectadores. “Zoo… nando” fue el nombre que el conjunto le dio a su espectáculo didáctico musical que se presentó en 2008 en Rosario y recorrió el país, incluso el extranjero: una gira por ciudades de Colombia.
¿Te cuento cuál es el poema que más me conmovió de tu “Casa de viento”?: “Caña de bambú”, dedicado “a la memoria de Mosameet Hena, ejecutada en Naria, Bangladesh, el 2/2/2011”.
MO — No es para menos, la historia de la absurda muerte de Mosameet Hena me conmovió a mí al punto de necesitar escribirla, tenía que revertir, de algún modo, tanto dolor. Fue una notica periodística, naturalmente, vivimos en la antípoda de Bangladesh, no es que lo presencié, quiero decir, nada de eso; pero comprobar que en alguna parte del mundo existen tales aberraciones (que acá también existen, son otras variantes no menos dolorosas, no en vano se acuñó en 2015 el lema Ni Una Menos) fue demasiado para mi capacidad de asombro. Esta menor de catorce años, acusada de “relación ilícita” con un primo de cuarenta años (en realidad, su violador, un hombre con antecedentes incluso de violaciones), fue condenada a cien azotes de caña de bambú. Con ochenta azotes ella se desvaneció, fue internada y murió una semana después. Fue víctima de un tribunal islámico clandestino. Hay mucha tela para cortar detrás de estas historias, pero en realidad yo quise rendirle un homenaje, convertir en belleza eso que era cruel e irracional, darle un lugar en lo que acabó siendo un poema con una cierta estructura dramática, fragmentado en escenas y desenlace. Algo semejante me sucedió cuando leí una noticia similar, en el año 2012, relato que intenté reflejar en el poema “Flores ácidas”, también con el objetivo, además de difundir, de agregar belleza a lo oscuro y monstruoso. Otra niña musulmana, Anusha, también de catorce años, murió en Saidpur Bela, aldea pakistaní, tras ser atacada con ácido por sus propios padres por el único crimen de haber mirado a un joven del lugar con quien ellos sospechaban que su hija sostenía una relación. Un “crimen de honor” habitual en la zona, orientado a evitar una supuesta “deshonra”.
Dedicado a Antón Chéjov tu cuento “El cofre verde” (de “Colección de arena”, 2013) es, seguramente, otro homenaje.
MO — Sí Rolando, lo es, a un autor que admiro sobre todo por lo que significó para la evolución del cuento como género, porque se apartó de la clásica circularidad con final cerrado y sorpresa y fue el gran precursor de los finales abiertos, esos que permiten respirar, imaginar, reponer, sugerir, al texto y al lector. Finales que son mis finales, porque no me gustan los cierres con moño, esos que obturan otras posibilidades, del mismo modo que no me gustan los cierres en la vida, donde poca cosa se ata con moño, poca cosa es clausura. La muerte, sí, tal vez la única clausura, pero también allí el final luce abierto, no sabemos en qué consiste, nadie volvió para contarlo, entonces se abre un terreno fértil, infinito, a la imaginación. Desde esta mirada, la lectura de “Vania” o “Vanka”, según la traducción, me voló la cabeza, me con-movió, me movilizó al punto de lo expresado por la narradora de “El cofre verde”: …lo que quiero contar no es para nada fácil de contar: el relato de los niños tristes, el cuento de los niños viejos. […] Escribir: había una vez un cuento de Antón Chéjov, Vania… leerlo fue detenerme para siempre en el umbral de la tristeza. ¿Cómo sacudirse la telaraña de congoja tejida en ese relato?” En la narración de Chéjov, Vania le escribe una carta a su abuelo Constantin, le pide que lo venga a buscar, que lo libere de los malos tratos que le da el zapatero Aliajin, quien remunera su trabajo con mala comida, alojamiento precario y castigos. Fatalmente la carta se perderá, el niño la tira al buzón sin dirección y sin remitente. Sólo se lee en el sobre: “A mi abuelo, en la aldea.” Y ese final permite medir la dimensión de la tragedia que ha caído sobre la indefensa vida de Vania. Quise, en la reescritura que intenté, darle un destino simbólico a la carta, y lo encontré en el salvataje que, a través de Internet, llevó adelante una organización australiana de ayuda a chicos en situaciones extremas, tras recibir un pedido de auxilio por abuso sexual de una niña canadiense a quien le bastó tipear Kids help en el Google para encontrar ese sitio ad hoc con una dirección de correo electrónico, y entonces pidió ayuda y con solo presionar enter, el mensaje llegó a destino. Funcionó. Yo sentí que, tecnología mediante, la carta de Vania —que de algún modo simboliza la carta que todos los chicos en situación de riesgo escribirían—, llegó a destino. Así lo interpreté en la nota que leí en el diario “La Nación” el 7 de enero de 2007, que daba cuenta del caso, y fue el puntapié inicial de “El cofre verde”.
Reanudando un punto al que ya te has referido, les informo a nuestros lectores que en la prestigiosa “Feminaria” se difundió un ensayo que titulaste “El hilo se corta por lo más delgado o la invisibilidad del tejido literario de las mujeres”.
MO — Me estás llevando al 2002 y aún más atrás, ¡mucha agua corrió bajo el puente! En diversos aspectos las cosas cambiaron y mucho para las escritoras, al menos en este costado del mapa mundial. “Feminaria” fue una revista imprescindible, medulosa, dedicada a la teoría y crítica especialmente sobre literatura escrita por mujeres, fundada y dirigida por Lea Fletcher (doctora en Letras y militante feminista norteamericana), quien vivió casi treinta años en Buenos Aires y en ese tiempo desarrolló el doble proyecto de la revista (1988-2008) y la Editorial Feminaria.
El ensayo que mencionás corresponde a mi período de trabajo con los grupos de reflexión sobre género y escritura que coordinaba Angélica Gorodischer, y fue leído en el “Congreso de Escritoras de América Latina” (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires), en 2002, y publicado en “Feminaria” n° 26/27 en 2001. Nos cuestionábamos, las escritoras, nuestras raíces literarias. Aquí transcribo un párrafo que puede aclarar el espíritu de la letra: “Si en términos generales nuestra práctica literaria ha sido moldeada sobre la escritura de múltiples padres literarios, cabe preguntarnos qué ocurre cuando se quiere encontrar un lenguaje capaz de articular la mirada de la mujer, de nombrar aquello que aún no ha sido nombrado (tal como lo sugiere el vacío cuantitativo de escritoras en la historia oficial de la literatura), y que pertenece a la experiencia intransferible de una mujer; qué sucede cuando miramos atrás en busca de esas madres literarias que en algún momento habrán intentado poner en palabras esas mismas experiencias y ver de qué manera la diferencia sexual ha quedado inscripta en su lenguaje y así, ir incorporando la historia que nos antecede. La constante que encontramos nos remite a una figura de ausencia, invisibilidad, olvido. Un vacío apenas disimulado por algunos nombres consagrados”. El objetivo que nos animaba era reconstruir una genealogía, reponerla y atar con nudos fuertes el hilo que se cortaba en lo más delgado, como lo demostraba ese olvido o no reconocimiento. Estos modelos a reponer fueron la base para crear lugares de visibilidad. La tarea fue conjunta, en distintos puntos del planeta muchas escritoras encarábamos esta tarea. La consigna fue “levantar del olvido”. Me dediqué entonces, en ese marco, y entre otras autoras, al estudio y difusión de la poesía de Irma Peirano, aunque nacida circunstancialmente en Chiávari, Italia, en 1917, rosarina por adopción, cuya actividad se dio aproximadamente entre los años 30 y comienzos de los 60 del siglo XX. Cuando escribí mi texto, si bien ella vivía en la memoria de quienes la conocieron o contaban en su biblioteca con alguno de sus libros, se hacía difícil su rastreo, leerla, no estaba al alcance del público en general, y es claro que existir sólo en la memoria de unos pocos no alcanza para que el hilo literario no se resienta. Afortunadamente, en el año 2003, la Editorial Municipal de Rosario rescató su obra en el volumen “Poesía reunida” (con selección y prólogo de Martín Prieto).
¿“…el odio es una enfermedad imparable”, como se responde un personaje de la novela “El hombre que amaba a los perros”, del cubano Leonardo Padura? ¿El odio es indestructible?
MO — Compleja pregunta; lo que afirma el personaje de Padura parece muy cierto si se mira el mapa mundial de las guerras en el mundo, la tragedia de los refugiados, las hambrunas, los atentados, los dramas de toda laya que sembraron el siglo pasado y que florecen en el actual debidos a la corrupción, a la insaciable codicia de unos pocos, a la devaluación de los Derechos Humanos…
El odio es un sentimiento oscuro que yo no experimento por nadie; es decir, lo mío no pasa de la bronca, la ira, la impotencia a veces; decir, por ejemplo, ese cliché que mucho esconde tras la literalidad y que está profundamente inscripto en el lenguaje: “lo/la mataría” … Y las broncas pasan, la ira se atenúa y nunca maté ni mataría a nadie. Pero que las hay, las hay, y no son brujas y sí asesinos, pirómanos que se ejercitan en especial con mujeres, entre muchas otras variedades del horror. El infierno dantesco se recicla diariamente. De manera que sí —teniendo en cuenta y visto el registro del dolor y el sufrimiento que arrasan a la humanidad, aceptando con enorme desazón que el ser humano es el peor predador que existe, y a pesar del denodado trabajo por la paz que muchos/as llevan adelante—, el personaje de “El hombre que amaba a los perros” dice la verdad.
¿Qué le hubieses dicho a Marguerite Yourcenar si la hubieras conocido?... Y a Joseph Brodsky, ¿qué le hubieras preguntado?...
MO — ¡Qué fiesta!! Habría que pensarse como el personaje escritor de Woody Allen en “Medianoche en París” … Esa película nos acercó el modelo, Rolando, imagino que los encontraría compartiendo una mesa de bar de esos que hoy son célebres porque lo frecuentaron escritores, pintores, músicos, con mucho ambiente. No les hubiera preguntada nada, sólo compartir con ellos un café o una copa de vino y dejarlos hablar y aguzar el oído. Tal vez me hubiera animado a decirles que soy fan de los dos y a pedirles una dedicatoria en los libros de ambos que casualmente extraería de mi bolso, así como un mago saca palomas de la galera, y no los interrumpiría.
¿Te ha sucedido que corrijas poemas o textos narrativos después de haberlos leído delante de un público?
MO — Sí, muchas veces, la lectura en voz alta es alcahueta: saltan las cacofonías, las redundancias, las erratas, lo sobrante. De hecho, cuando se lee un poema o texto narrativo en público, se supone que el trabajo alcanzó un estado lo bastante aceptable como para ser expuesto. Pero sucede, y no pocas veces, que una palabra, un giro, el orden del verso o de la frase hace un repentino “ruido” y esa es la luz roja que pide una revisión. Corregir, acto que yo llamaría mejor “re-trabajar”, un texto que pretende ser literario, es el trabajo mismo del escritor. La primera versión es siempre imperfecta; tras ella viene el pulido, el reordenamiento, y ese proceso puede durar horas, días o meses. Coincido con Abelardo Castillo: él ha expuesto una suerte de ética de la forma, la corrección de un texto no como una tarea retórica o estilística, sino como una empresa espiritual de rectificación de uno mismo. Soy obsesiva, mi texto para mí es un ser vivo, algo semejante a la planta de Felisberto Hernández. Crecerá si las condiciones son favorables o se secará si no valía la pena. Cualquier ocasión es buena para perfeccionarlo.
¿En qué poéticas de pintores, escultores, dramaturgos, cineastas… percibís mayor afinidad con tu obra?
MO — Creo que puedo relacionar mi escritura más con la pintura y el cine que con la escultura o la dramaturgia. Traigo a cuento a los pintores impresionistas por el manejo de la luz y del instante, por ejemplo. Esa formulación móvil y cambiante de la realidad en contraposición a lo estático de una fotografía. A Magritte y Dalí, porque naturalizaron en la imagen el mundo surreal, onírico, es decir, mis propios sueños disparatados. Puedo mencionar en la misma línea a Remedios Varo y Leonora Carrington. A Mark Rothko, a Kandinsky, a Miró, porque ilustran mis abstracciones. Creo que el arte pop de Andy Wharhol se ha metido también en los intersticios de mi escritura. Si pienso en la dramaturgia se apelotonan imágenes, Shakespeare y buena parte de autores actuales. Cineastas, ¡muchos! Por afinidad, nombro a Fellini y Almodóvar, Woody Allen, sigo con Visconti (el detalle, la atmósfera), Bergman, Kurosawa y Win Wenders. Menciono al mexicano Alejandro González Iñárritu, su modo de contar me fascina. Y hay más, pero los nombrados son los que primero aparecen.
¿Has ido perfeccionando (o alterando) el ordenamiento de tu biblioteca a través de las épocas? ¿Por géneros? ¿Por autores argentinos o extranjeros? ¿Por orden alfabético? ¿Tenés libros que has leído una sola vez, medio a disgusto, sólo por “disciplina lectora”? ¿Tenés algunos que no has logrado leerlos por completo y sin embargo no te has deshecho de ellos, obsequiándolos, donándolos a bibliotecas, canjeándolos, vendiéndolos?
MO — Eso es lo que me pregunto, ¿cómo se ordena una biblioteca? Lejos de perfeccionarlo, el orden que alguna vez me propuse se fue alterando y a la larga perdiendo. Hay un intento de reunir por géneros, o por nacionalidad, grandes grupos donde siempre están los rebeldes que se resisten a la mutua compañía. Propósitos vanos que se quiebran violentados por intromisiones azarosas. Definitivamente, esa clase de método que refieren tus preguntas no me pertenece, no es parte de mi naturaleza.
Entiendo por biblioteca un pequeño cosmos: la totalidad de los libros que entraron y entrarán en mi vida, esa masa que tratamos de hacer visible, en mi caso, en cuatro espacios destinados a libros. De lo expuesto se deduce que mi biblioteca es caótica, como la de Babel, al mejor estilo borgeano. Soñaba con otorgarle cierto orden, pero los años me demostraron que es un esfuerzo inútil, haría falta un bibliotecario, clasificaciones, todo eso que no está a mi alcance temporal. Algunos ejemplares aparecen enseguida porque existe una suerte de mapa mental que me ayuda a ubicarlos. En otros casos puedo pasar semanas buscándolos y a veces creer que lo presté y al cabo de un tiempo constato que están allí, emitiendo guiños desde el estante donde alguna vez los ubiqué; todo un misterio. Hay libros que leí una sola vez por disciplina lectora, otros que empecé y no terminé porque son insufribles, libros que aún no leí y que esperan su turno en diversas pilas, y libros que sé que nunca leeré y en algunos casos esto representa un alivio y en otros una cierta angustia porque sé que una vida no alcanzará para absorber ni siquiera aquello muy elegido, las gemas que deseamos leer, los tiempos de lectura siempre son los mismos y la oferta es inabarcable. No regalaría un libro que no me gusta.
Ernesto Sábato adujo una vez que a él “el instinto” lo movía a elegir un tema. Stevenson admitió que concebía los temas en sueños. El alemán Ernst Jünger también, respecto de sus cuentos. Evelyn Waugh y Lawrence Durrel, categóricamente desestimaban las imágenes: concebían a partir de palabras. ¿Cómo suele ser en tu caso?
MO — Más que “elegir” un tema, intuyo que un tema nos elige. No desestimo nada, ni la imagen, ni los sueños. Pero, más que por las vías que mencionaste, yo entraría por otra puerta, Brodsky, de quien citaría de su “Marca de agua”: Uno nunca sabe qué engendra qué: una experiencia un lenguaje, o un lenguaje una experiencia”. Y esa es para mí la doble cara que marca el inicio del acto de creación.
Lo que Sábato llama instinto yo lo llamo necesidad profunda. Me pasa esto: la resonancia o el simple sonido de una palabra, una imagen, una historia contada, una música, un sueño, una visión fugaz, una tragedia, una catástrofe, un chispazo cualquiera enciende la necesidad de moldear eso que advierto como a una forma nueva, y, sobre todo, necesaria, cuando se transforma en obsesión. Si no la canalizo, es decir, si no la convierto en lenguaje, algo de mí queda sin desarrollar, como mochado o mutilado. Entonces procedo: busco la página: papel o pantalla, y empiezo a dejar que las palabras se organicen y caigan allí dibujando sus grafías, combinándose como ellas, en realidad, quieren, porque, aunque responden a mi deseo, acaban diciendo a su antojo. Es una sociedad, a veces bastante pareja y otras, asimétrica: algo de mí y mucho de ellas. Por eso comparto la duda que expresa Brodsky, difícil saber qué engendra qué, si el lenguaje una experiencia o al revés. Ambas posibilidades coexisten, para mí la escritura es una vía de conocimiento, se me aclara lo que quise decir en la medida que puedo darle forma. Y —lo sabemos—, no es camino sencillo, las palabras nos preexisten y son indómitas, hay que doblegarlas, sacarlas del mutismo que implica el idioma o pozo de silencio donde se revuelve un caos que es un cosmos. Siguiendo este hilito de pensamiento, una cosa es lo que se quiere decir y otra lo que podemos decir: hay un abismo entre ambas instancias, y aquí cabe una cita de Virginia Woolf —anillo al dedo porque es muy gráfica—; escribe en una carta a su amiga, la organista Ethel Smith en el libro “Cartas a mujeres”, recopiladas por Nora Catelli: “…las frases que una escribe son sólo una aproximación, una red que se arroja sobre una perla marina que puede desaparecer; y si una logra capturarla, no se parecerá en nada a lo que vio bajo el mar.”

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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Rosario y Buenos Aires, distantes entre sí unos 300 kilómetros, Marta Ortiz y Rolando Revagliatti.

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