Cuando el interior del texto encierra una comunicación más personal (decididamente personal), un mensaje, éste, el texto, se hace más exigente para favorecer la lectura demorada, para solicitar del lector una compañía explícita; para acordar que entre ambos, lector y autor, han de coordinar su sensibilidad a fin de que lo que pretende decirse, exponerse, contiene un interés ontológico y sería oportuno acomodar los ritmos ‘sentientes’ de los dos protagonistas, lector y autor, a fin de que ni una parte pequeña se quede en el aire sin significación; a fin de que el uno repare en el discurso interiorizante del otro. Este largo proemio, es curioso, creo que sería aplicable a muchas de las mejores novelas (tal vez especialmente editadas en el siglo XX, por razón de haber sido un siglo tan trágicamente fragmentado por una guerra tan absurda como innecesaria) pero, más aún, cuando el protagonismo le viene dado por el reparar, el tratar el ser interior de una cultura: la cultura judía. Roth, uno de los escritores más exquisitos en ritmo y significación, él mismo judío, no derivó, creo, deliberadamente en sus novelas por el lado de esta reflexión y la solicitud de comprensión (su obra constituye, más bien, un ejemplo de discurso acerca del amor y como referencia social; un discurso, siempre, de una exquisita sutileza literaria) pero aquí sí lo hace de una manera intencionada y entrañable a la vez (Confío que no sea necesario el recordar el errante y doloroso destino de esta raza, de esta cultura que tanto, en tan distintos campos, ha aportado a la inteligencia de la cultura de Occidente). Un texto de estas características puede leerse, entiendo, entonces, sin una dirección única; esto es, cualquier fragmento, cualquier anécdota o historia tiene o encierra tanto valor por sí mismo que la lectura se convierte en un ir y venir por un mismo paisaje (variado dentro de sí), en un caminar mirando a un lado u otro y cada una de las miradas resulta delatora, expresiva, con entidad. Leamos: “El judío oriental humilde siente un miedo exagerado ante un idioma totalmente distinto. El alemán es casi su lengua materna. Le gusta mucho más emigrar a Alemania que a Francia. El judío oriental aprende fácilmente a entender las lenguas extranjeras, pero nunca llega a hacerse con una pureza de pronunciación. Siempre es reconocido. Es un sano instinto el que lo previene contra los países románicos”. El contexto considero que se debe entender bajo la voluntad de comprensión (el autor mismo, ya queda dicho, en su condición de judío) como exposición del dramático viaje, casi a ninguna parte, que este pueblo hubo de recorrer atravesando fronteras y, en ello, tanta violencia e incomprensión. Por extensión, así, este libro es también un tratado acerca de la soledad del hombre lejos de su paisaje propio, aquello que tan bellamente invocaría más tarde Claudio Magris en su afortunada expresión: ‘se es de un paisaje’. Roth expone muy bien su argumentario; sus palabras tienen la ubicación temporal de en torno a 1937: “Los judíos no podrán alcanzar la plena igualdad de derechos y la dignidad externa que confiere la libertad exterior, hasta que sus ‘pueblos anfitriones’ hayan alcanzado la libertad interior y la dignidad que proporciona la comprensión hacia el sufrimiento”. Al fin, sea, siempre la reflexión respecto del destino de un pueblo, el judío, incomprendido, humillado, que había de ser tan trágicamente protagonista en esa aciaga ‘empresa’ que se llamó la II guerra mundial. El autor, al fin, termina por concluir en su discurso: “A los judíos creyentes les queda el consuelo celestial. A los demás, el “vae victis”. Sí, “Ay del vencido” fórmula anterior incluso al desesperado camino que hubo de recorrer este pueblo. Por cierto, camino tan distinto al elegido hoy por este mismo pueblo que, en ocasiones, parece estarse tomando venganza él mismo en otros pueblos, sus vecinos: “Homo homini lupus”. Puedes comprar el libro en:
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