El arte y su belleza, búsqueda y refugio que en la obra del artista madrileño se expresa mediante la naturaleza del arte a través del poder de la mirada. La naturaleza hiperrealista de sus retratos o autorretratos configuran un universo en el que perderse por el simple hecho de llegar a ese lugar que se nos propone desde el punto de vista que cada uno le conceda a su pintura. Lejos, cerca. Grande, pequeño. Cromático, monocolor. Capas del alma con las que su autor va desarrollando y haciendo crecer a sus cuadros y a ese misterioso devenir que nos proponen sus personajes que, salidos de la realidad, vuelcan todo su espíritu en el lienzo; una superficie en la que no se detienen, pues son capaces de abandonar las dos dimensiones para asentarse en el mundo tridimensional con la ayuda de los espectadores que los buscan y se detienen en sus relieves y en los mensajes claros y contundentes que reciben. La fuerza de sus rostros se alían con la melancolía y la plenitud expresiva de sus miradas. Llave mágica que nos abre el corazón y representa el resultado final de un descubrimiento personal por parte del artista que nos logra trasladar a un conocimiento del ser humano que se materializa en un recién nacido, un anciano, dos mujeres besándose, un adolescente… en los que no prima la necesidad del conjunto completo, sino la parte más ancestral y onírica de cada uno de ellos, tal y como quedó reflejado en su última exposición en la Galería Ansorena de Madrid (16 de noviembre a 17 de diciembre 2021), bajo el título de Obra sobre papel.
En la obra de Eloy Morales la imagen lo es todo, de ahí que su pintura se perciba por sí sola sin necesidad de más ambages que la naturaleza sensible que se desmorona sobre nuestros sentidos. A poco que uno se lo proponga cae en esa red donde el arte se convierte en belleza y misterio. Como decía John Keats: «Algo bello es un goce eterno». Pirámide de todo aquello que hace grande al hombre en su periplo vital exento de la oscuridad de la nada en la que se desarrollan buena parte de sus días. Esa ansiada plenitud, donde la luz es la protagonista de nuestra existencia, resulta más relevante cuando la podemos dar forma, algo que sin duda el artista madrileño consigue con sus composiciones pictóricas, plenas de un halo de realidad y misterio más que notables. De esa dualidad, donde la pintura que recubre sus rostros representa el arte, y el rostro sobre el que se depositan la realidad, nace lo que podríamos denominar como: la realidad, soporte del arte, donde el concepto pictórico del artista y las prodigiosas manos del artesano nos conducen a la esencia de una obra que palpita por sí sola y hace palpitar a quien se detiene en ella.
Hay muchas dimensiones en sus propuestas artísticas, otra de ellas, sin duda, es la evanescencia de sus paisajes, animales míticos que proyectan sus relieves adheridos a esa naturaleza viva que las posee. Sus poderosos tonos verdes oscuros o difuminados, confieren a estos cuadros el poder de la relajación y también del viaje hacia su interior. No resulta difícil perderse entre sus árboles o ramas apenas sugeridos, o sobre el reflejo de un agua que parece sacada de un cuento. Esa letanía de incuestionables sensaciones arremete contra nuestros sentidos desde la elegancia que marca el ritmo de unas instantáneas que, robadas a la realidad, nos obligan a mirar el mundo desde el punto de vista que nos ofrece Eloy Morales. Unas composiciones de las que el propio autor confiesa que hay que ir un poco más allá para extraer de ellas las capas de las que están pensadas, sentidas y ejecutadas, lo que nos habla muy bien de ese significado trascendente que el artista busca a la hora de representar su obra. En este sentido, como decía Keats cuando definió su capacidad negativa: «no es sino la posibilidad de perder la identidad de la realidad para poder convivir con el misterio». Lo que, como apunta el poeta, lo aprendió de Shakespeare.
De ese celo artístico, y de la minuciosidad plástica de su obra, hablan muy bien sus cuadernos de apuntes, que más que meros bocetos son una magnífica representación de esa energía con la que Morales se define amante de Velázquez y su obra, y que él vuelca en sus composiciones mediante un trazo rápido y limpio que deja muestras de una gran calidad. Ese dejarse llevar tan apasionado se verbaliza en conceptos y esbozos que por sí solos ya merecen el mayor de los elogios. Una materia prima exquisita y muy meritoria que no deja de sorprenderte a cada hoja que se pasa, donde sus animales: leones, monos, caballos; o rostros casi acabados o interrumpidos, por el rápido apunte que busca otra escena que representar, se hacen tan únicos como imprescindibles. Cuadernos que, por sí solos, nos hablan de una trayectoria y un camino que van hacia el hallazgo de la realidad como soporte del arte.