Cuando el 28 de enero de 1928 llegó desde Menton a España la noticia de que Vicente Blasco Ibáñez —Don Vicente— había pasado a “mejor vida” ( permítame la ironía), Valle Inclán declaró a la prensa con venenoso desatino: no he leído nunca a Blasco. Es más, yo diría que no ha muerto, que es un reclamo para vender más libros.
Si había algo que Blasco Ibáñez (Valencia, 29 de enero de 1867) no necesitaba eran reclamos publicitarios. Verá: su novela “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” (12 millones de ejemplares vendidos) se había convertido en un símbolo de paz, y en 1921, en un éxito de pantalla, la sexta película muda más taquillera de la historia. Gracias a ella, Rodolfo Valentino pudo consagrarse como actor guaperas y Blasco Ibáñez vender a paletadas frenéticas el resto de sus obras en el vasto mercado estadounidense. Una cadena de prensa le ofreció hasta 1000 dólares por cada artículo periodístico (colaboraba con más de 100); recorrió las Américas dictando conferencias a un público fervoroso que abarrotaba teatros, y varias universidades le nombraron doctor honoris causa. Por si fuera poco, la neoyorquina International Book Review, de 2 millones de suscriptores, organizó en 1924 un concurso para conocer quiénes eran, según el público, los 10 escritores más famosos del mundo. El escrutinio reveló que don Vicente era el segundo autor más popular ( H. G. Wells le superó en 90 votos).
Naturalmente, en España, conforme a nuestro bilioso pecado capital, todo eso tenía desde hacía tiempo una explicación para nuestros pesimistas y austeros escritores del 98: Blasco Ibáñez es un mal escritor y por eso vende tanto. Pío Baroja, que apenas le trató, sentía hacia él notorio desafecto: “sabe componer, escribe claro; pero, para mí, es aburrido, es un conjunto de perfecciones vulgares y mostrencas, que a mí me ahoga. Tiene las opiniones de todo el mundo, los gustos de todo el mundo. Yo, a la larga, no le puedo soportar”. Y Azorín tampoco se cortó a la hora despreciarle. En sus célebres artículos en ABC sobre qué autores estaban llamados a integrar la generación de plata de la literatura española, le excluyó deliberadamente, no sin antes denigrarle en una novela usando un pasaje de Entre Naranjos para explicar al lector cómo no había que escribir… Claro, que a Azorín las obras de Concha Espina, contemporánea y varias veces candidata al nobel de literatura, le parecían una birria, y tampoco la incluyó.
La realidad era que la carrera literaria (y política) de Blasco Ibáñez era, desde sus inicios de una efervescencia formidable, igual que su imaginación (la galdosiana Almudena Grandes opinaba que era un narrador poderoso). Antes de triunfar en Norteamérica, ya había triunfado en Francia y en Italia. Y antes —y mire que eso era difícil— en España con sus novelas valencianas (naturalistas, unas y sociales, otras): Arroz y tartana”, “Flor de Mayo”, “La barraca”, “Entre naranjos”, “Cañas y barro”, “La catedral”, “El intruso”, ”La bodega”, “La horda”…
Además de la fama y los dineros, de don Vicente molestaba que más allá de escribidor, fuese, en el sentido favorable del término, vividor, y que su vida se pareciera demasiado a una novela de aventuras: periodista y empresario prematuro (a los 16 años ya dirigía su primer periódico), agitador social, revolucionario, líder del movimiento blasquista, (populista, republicano y anticlerical), mitinero, diputado durante siete legislaturas, superviviente de un atentado político y de tres duelos, presidiario, exiliado, corresponsal de guerra, viajero, colonizador (fundó varias colonias en Argentina, a pesar de apoyar la independencia de Cuba), conferencista, guionista, productor, director de cine y nuevo rico. Súmele al currículum que para los cánones de la época era un hombre muy atractivo ( aunque a Pío Baroja le pareciera “adiposo”. Sí, también criticó su físico) y que las mujeres se le enamoraban de inmediato. Se casó dos veces (la segunda vez con su amante). Dio la vuelta al mundo y cobró un pastizal por contarlo. Adquirió, con el sudor de su pluma, un Rolls-Royce y una mansión lujosísima en la Costa Azul. Fue un hombre de triunfo, no cabe duda, pero también un trabajador hiperactivo que todo cuanto poseyó lo obtuvo de su esfuerzo.
De su esfuerzo y de su visón panorámica…mientras a otros escritores la estrechez de miras les hacía considerar al cine un espectáculo vulgar, él comprendió enseguida que se trataba de un arte nuevo, pujante, lleno de posibilidades expresivas y pecuniarias, y se alió con el cinematógrafo, ese invento del demonio, en palabras de Machado. Antes de que Rex Ingram llevase al celuloide “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”, él ya había fundado en 1916 su propia productora —Prometeus films— y codirigido “Sangre y Arena”.
El cine es uno los medios más formidables de cultura que existen (…) dentro de un siglo se asombraran tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola (…) yo creo próximo el nacimiento de muchas novelas cinematográficas que serán al mismo tiempo grandes obras literarias, declaró en 1920.
El cine fue su última aventura empresarial, y le fue razonablemente bien en ella, aunque se dejara sin rodar “Don Quijote” en una producción a lo grande con miles de extras. Fue de los escasos sueños que se les escapó, pero solo porque ese sueño eterno que es la muerte vino a buscarle.
Bastantes de los que —de derecha a izquierda—le reprocharon su apetito de dinero, nunca hicieron, sin embargo, nada práctico por el bienestar del prójimo. Blasco Ibáñez, en cambio, que perteneció a ese iluminismo republicano para el que los males de España se debían a la falta de instrucción del pueblo, denunció desde sus novelas y desde su posición de diputado (de la que se cansó y a la que un buen día dio carpetazo), el analfabetismo, el oscurantismo y las condiciones de vida precarias de la población, y jugándose el bolsillo, acercó la cultura a la gente más humilde. En 1898 creó en Valencia una escuela nocturna para adultos que llamó universidad popular, una biblioteca que prestaba anualmente miles de libros y una editorial que publicaba por entregas “en condiciones de baratura extraordinaria” la obra de autores como Dickens, Tolstoi, Dostoyevski, Dumas, Balzac y sus admirados Zola y Victor Hugo, que tanta influencia tuvieron sobre él.
Si repasa el “currículum” de Blasco Ibáñez que esbocé más arriba en pocas líneas, y luego lee cualquiera de sus novelas (no le digo ya “La araña negra”), entenderá que a la dictadura de Franco, Don Vicente le hiciese poquísima gracia. Para colmo, perteneció a la masonería (los envidiosos dicen que eso explica su éxito en Estados Unidos) y en sus últimos años se dedicó a combatir la dictadura de Primo de Rivera y a procurar la caída de Alfonso XIII. El nacionalcatolicismo prohibió su lectura, a pesar de que era nuestro autor más internacional y un españolista de pro. Será, por esto último, quién sabe, que a cierta parte de la izquierda española, que no conoce sus novelas ni su labor como propagador de la cultura, Blasco Ibáñez le parece poco más que un burgués desagradablemente centralista y con la fea costumbre de escribir en castellano. Concluyo con dos versos del envidiado Lope de Vega en “La Arcadia”:
Ay, dulce y cara España,
madrastra de tus hijos verdaderos.
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