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Camilo José Cela
Camilo José Cela (Foto: Cortesía de la Fundación Camilo José Cela)

Tiempo y memoria

domingo 23 de enero de 2022, 19:55h

Como ya sabrán, la semana pasada se cumplieron veinte años de la muerte de Camilo José Cela. Y no quería sustraerme a la ocasión para recordarlo, pues le debo una máxima que siempre me ha regido: el novelista solo precisa de tiempo y memoria; el resto es accesorio, aunque haya que saber procurárselo. De otro modo —es decir, entre escaseces y estropicios— arduamente se puede transitar —y menos, contar renglón a renglón— las peripecias de un semejante, con sus insospechados apuros y logros. Porque una novela, a fin de cuentas, no es más que eso y no debe de tener mayor aspiración que el lector —como su escritor antes— compadezca en la alegría o en la desdicha al protagonista. A veces, si se acierta, puede hasta dar qué pensar, pero esa pretensión —o al menos en mi caso— no debe guiar el relato, porque persiguiendo tal empeño se puede perder por el camino lo netamente humano, verdadera cualidad que palpita en toda buena novela desde el Satiricón (s. I d. C.) hasta hoy, y ya ha llovido.

Descubrí a Cela —quiero decir, al escritor, en absoluto al personaje, puesto que durante mi infancia y adolescencia su presencia era abrumadora, propagada sin cesar por un anecdotario tan chocante como a menudo dudoso— durante el trance de escribir mi primera novela, Las calicatas por la Santa Librada (1996-98; editada en 2018). Supongo que para entonces ya había leído La familia de Pascual Duarte (1942) y hasta La colmena (1951), incluso Gavilla de fábulas sin amor (1962), ese manojo de cuentos que se acompañaron con dibujos de Pablo Picasso. Pero lo había leído bajo esa premura voraz y airada de la juventud, cuando si algún autor debo considerar decisivo de aquellos años, es sin duda William Faulkner y su Absalón, Absalón (1936). Y descubrí —o mejor, me zambullí— en la prosa de Cela, como en la de Azorín y como recorrí de la cruz a la fecha incesantemente el Quijote (1605 y 1615) durante aquellos dos años que me demoré en relatar la pesquisa por la Santa Librada, con el único y obcecado afán de encontrar un castellano que asentase sobre la página con la querencia y el ritmo que le eran propios; contra otros muchos textos que entonces ojeaba por aquí y por allá y que me sonaban, en el mejor de los casos y por concebidos que fueran en español, a traducidos de cualquier otra lengua y, en el peor, a prosa administrativa y un punto dengue. Después, me engolfé con su prosodia y con un afán vicioso acabé por leer sino toda, casi toda su obra —creo que solo me falta un par de títulos—. Y conforme fui haciendo la gozosa digestión de cada uno de sus tomos, se me fue alumbrando su inmenso drama de escritor; incluso antes de escuchárselo en la entrevista de A fondo (1975), disimuladamente, claro. Porque Camilo José Cela no era hombre de ir aireando sus quiebras, ni, la verdad, tampoco considero que eso sea distingo de caballeros, aunque ahora se estile mucho lo contrario.

Pues verán: Cela quedó atrapado sin remedio en el apunte carpetovetónico —ya saben: no es un cuento pero tampoco un artículo, y sin embargo, es ambas cosas en su condición de herido e hiriente aguafuerte ibérico—; esta fue su condena por la concepción de ese eficacísimo artefacto literario. Mientras, era muy consciente de que el oficio de novelista exige de la innovación en la fórmula; es más, la maestría y hasta el embriagador sentido del menester solo se muestra trazando nuevas y poliédricas sendas para el relatar, con la única aspiración de que casen como un guante con las desventuras del protagonista. Y con este propósito emprendió Mrs. Caldwell habla con su hijo (1953), o La catira (1955), u Oficio de tinieblas 5 (1973), o la antes mencionada Gavilla de fábulas sin amor, pero nunca llegaron a cuajar como para identificarlo y menos a satisfacer a sus lectores, cuanto lo habían hecho antes tantas otras novelas como Santa Balbina 37, gas en cada piso (1951), o Timoteo el incomprendido (1952), o Café de artistas (1953), o como luego lo harían obras de mayor envergadura como San Camilo 1936 (1969) o la monumental Mazurca para dos muertos (1983), donde Cela se arrellana y el apunte carpetovetónico impone su compás y su trazo sarcástico. A tal punto que me atrevería a considerar a todos estos últimos títulos —e incluso a despiezarlos— como portentosas sumas de apuntes carpetovetónicos, herederos del genuino e inaugural El gallego y su cuadrilla (1949), o de sus continuadores El molino de viento (1955) o Historias de España (1958), a los que siguieron tantos otros títulos hilvanados sobre colecciones de apuntes carpetovetónicos bajo el convencional mote de cuentos o de artículos. Porque sin duda, como Cela reconocía, la aplicación de este artefacto literario le resultaba tan natural que podía dictarlo sin tregua. Evidentemente, había en ello, por mucho aplauso que cosechase, algo de fraude íntimo y algo que le espantaba ante todo: un camilizarse; o dicho de otro modo: un embalsamarse.

Este fue su drama como escritor: quedar preso de su invento, aunque resultase una ingeniosidad tan formidable en su descarnado humorismo como para dejar en los vivos y ridículos cueros a toda la sociedad de una época. De sus otras andanzas extraliterarias, no quiero ni creo que me competa juzgarlas; ya hay demasiados ocupados en ello.

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