Y al contárselo siento un pellizco de bochorno y amargura, porque aquí, cualquier celebración histórica, siempre es motivo de discordia. En cuanto se anuncia el festejo por una gran gesta de la nación, surge, de no se sabe dónde, un grupo de agraviados que, con la amenaza de aguar el agasajo, solo pretenden un inmerecido y pomposo protagonismo y, sobre todo, una tajada de lo que se reparta. Por supuesto, es el ineludible tributo a la picaresca nacional, pero resulta, sobre vergonzoso, muy incómodo que la planificación de cualquier homenaje a una proeza patria, primeramente, haya de considerar con toda meticulosidad quiénes y bajo qué argumento planean una estridente protesta, para tratar de incluirlos en el comité organizador y, desde luego, cumplidamente remunerados. No obstante, ignoro si habrá jolgorio y cuál será su magnitud, y de ser así, quienes serán los agraciados vituperadores de la magnífica ocasión que nos traerá este seis de septiembre, cuando acontecerá el quinto centenario de la arribada de Juan Sebastián Elcano, a bordo de la Victoria, a Sanlúcar de Barrameda, tras tres años y casi un mes de navegación. Legendario derrotero que no solo consiguió su objetivo de hallar el ensoñado paso por poniente hacia las Molucas o islas de las especias, sino un hecho que, aun siendo admitido por los científicos de entonces, resultó capital para la Humanidad: que el orbe se podía circunnavegar y, lo más sustancial, que se acababa de constatar su esfericidad.
En efecto, la redondez de la Tierra era común entre los griegos desde Pitágoras (s. VI a. C.), según Diógenes Laercio, y no cabe dudarlo porque algunos de sus seguidores como Platón así lo sostienen, aunque fuera Aristóteles (s. V a. C.) quien enunciase algunas pruebas perceptibles. Sin embargo, correspondió a los cálculos de Aristarco de Samos (s. III a. C.) y a los de Eratóstenes (s. II. a. C.) elevarla a hipótesis indudable y que, por siglos que trascurrieron, se mantuvo —incluso con sus menguas sobre el diámetro real del planeta— como soporte científico de la otra gran gesta náutica española: el Descubrimiento de América, en 1492.
Pues una cosa es exponer que el mundo es redondo y presenta unos límites mensurables, como elucidaron aquellos sabios helenos sobre un papiro, y otra muy peligrosa y sufrida es demostrarlo con el propio pellejo, como le cupo a Elcano y a los diecisiete hombres que todavía le acompañaban, en aquel barco que hubo de remolcarse hasta Sevilla, dado que sus cuadernas hacían aguas y el resto del aparejo era ya una auténtica calamidad cuando avistaron la costa gaditana. Y esta heroicidad merece celebrarse a lo grande por toda la nación, aunque si entre los lutos de la epidemia y las cominerías políticas que nos envuelven no hubiese tal, cuentan para su homenaje particular con varias ediciones de la crónica de uno de sus supervivientes: la Relación del primer viaje alrededor del mundo, del vicentino Antonio Pigafetta; impresa por primera vez en su integridad en Venecia, en 1536.
Ya se la recomendé aquí cuando escribí otro par de páginas sobre los libros de viajes; no obstante, les advierto: a pesar de que Pigafetta se enroló de partida en la Trinidad —nao capitana de la escuadra— al mando de Magallanes, como sobresaliente —meritorio embarcado por gracia del armador—, y a pesar de resultar herido en Mactán, allá por las Filipinas, escaramuza donde murió el gran navegante portugués, no menciona ni antes, ni entonces, ni aun después a Elcano; ocultación tan flagrante como indicativa de la naturaleza de las relaciones entre ambos durante toda la travesía de retorno por el Índico. Bien es cierto que los pocos datos biográficos que conservamos de Antonio Pigafetta, nos demuestran un despego de la corona española casi inmediato, pues no bien entregó su relación a Carlos I, acudió con estos entonces preciosos secretos de Estado ante su cuñado, Juan III. Y como se conoce que tampoco obtuvo del rey portugués cuánto pretendía, Pigafetta se acercó a París para entrevistarse con la regente Luisa de Saboya. Esta visita le resultó más provechosa porque no solo la reina le procuró una edición resumida de esta crónica en 1525, sino que el gran maestre de Malta le concedió el título de caballero de Rodas. Aunque para entonces, Maximiliano Transilvano había publicado en Colonia, tras su encuesta a varios tripulantes de la expedición, su carta-relación Sobre las islas Molucas (1523), que rápidamente se propagó por toda Europa.
En fin, que si a Francia se le presenta un año con muy distinguidas conmemoraciones, ninguna tan imponente y decisiva como la de la Victoria. Asunto más resbaladizo es si nosotros sabremos corresponderla.
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