La editorial madrileña, que tanto hizo y hace por la cultura en las Españas, nos presenta una obra de referencia con respecto a esas personas, que en la Roma de la Edad Antigua se dedicaban a divertir, con el precio de su propia vida, a aquella plebe romana tan carente, en muchas ocasiones, de la más mínima ética o dignidad. Los gladiadores formaron parte, en su origen, de los ritos funerarios de los etruscos. Los romanos recibieron esta herencia y la aceptaron de forma entusiasta, incrementándola hasta límites insospechados. El libro es de un rigor fuera de toda duda; y está dividido en tres apartados: los gladiadores sensu stricto, los espectáculos circenses, y la relación de todos aquellos seres humanos con el entorno en el que se movían. “Los hombres que decidían dedicarse al oficio de la lucha, por diferentes motivos, pasaban a formar parte de un nuevo mundo en el que los valores y las directrices que regían su vida hasta ese momento cambiaban por completo. Una nueva situación, trabajo, entorno, objetivo…; desde su alistamiento hasta la aparición en el anfiteatro había todo un proceso de aprendizaje y adaptación que no todos podían soportar. De hecho, lo que hacía que uno fuera un buen gladiador eran las cualidades físicas y el entrenamiento, pero sobre todo la voluntad de sobrevivir”. Su procedencia sigue siendo objeto de diatriba, ya que se estima que 2/3 de los luchadores del circo eran esclavos, prisioneros de guerra y condenados por delitos, y 1/3 eran hombres libres. En este último caso eran varones jóvenes, que se encontraban en situaciones personales muy desesperadas, inclusive de estirpe psicológica, ya que podían estar en niveles sociales muy bajos, plebeyos de la más paupérrima especie y clase, y que en muchas ocasiones carecían de los recursos económicos más primarios. “Prefiriendo verse sometidos a las vejaciones que pudiera acarrear una decisión como ésta a continuar en una existencia de miseria y penurias, o bien podían terminar de esta manera por intereses positivos, o sea, por gusto hacia el riesgo extremo o por la ambición de obtener dinero y gloria”. Sea como sea, al proceder de los estratos más humildes de la sociedad, no tenían más remedio que vender su persona a un lanista; así les era posible sobrevivir mientras mantuvieran su vida en este mundo, y les era posible abonar sus deudas con el dinero, muchas veces cuantioso, que percibían en cada combate. No obstante existía una minoría de estos gladiadores libres que peleaban por obtener fama, e inclusive por alcanzar una muerte noble y digna, luchando en la arena del circo. Para estos últimos, el ser gladiadores suponía ejercer una carrera profesional, de igual categoría que en la milicia legionaria, muy peligrosa, pero obteniendo una importante cantidad económica y de gloria y blasón superiores a las de los legionarios. En este caso se produjeron muchas llegadas a la gladiatura, en la crisis del final de la República y albores del Imperio, ya que entonces muchos varones libres, inclusive de familias patricias conspicuas, se encuadraron en las escuelas de gladiadores y lucharon en la arena. “Hablamos incluso de ciudadanos del orden ecuestre y senatorial, que llegaban a renunciar a su rango para combatir”. El hecho tuvo una tal dimensión, que los emperadores emitieron diversas leyes y normativas, para prohibir taxativamente lo que consideraban una degradación social de los aristócratas de Roma. No obstante, existen excepciones en el caso de algunos emperadores que no se opusieron, o inclusive, lo favorecieron, léase Nerón, Calígula, Cómodo, Domiciano, etc., ya que no solo se dedicaban a la lucha en el anfiteatro, sino que se acercaban al teatro, al circo, etc. Si el emperador, verbigracia Calígula o Claudio, deseaban la participación de sus optimates en todo este tipo de espectáculos, solo tenían que insinuarlo o desearlo. Quizás todo ello se puede hallar en las excentricidades habituales de algunos de los autócratas de Roma. Estos varones libres debían realizar un juramento riguroso ante los tribunos de la plebe, o el procónsul provincial correspondiente; el dinero mínima por el que se contrataban era de unos 2.000 sextercios por combate, aunque el segundo contrato ya incrementaba su sueldo a 12.000 sextercios por espectáculo; a continuación eran adiestrados por el lanista de turno, es decir el propietario de la escuela de entrenamiento, o el editor-organizador del espectáculo de que se tratase. “Ahora bien, el tribuno tenía la capacidad para decidir si se podía aceptar al voluntario o si, por el contrario, lo rechazaba bajo pretexto de su edad o de su constitución física, puesto que para inscribirse era necesario tener al menos dieciséis años y contar con cierta fuerza corporal para soportar condiciones tan duras como las que les esperaban”. El compromiso con el lanista consistía en la firma de un contrato, que podía incluso circunscribirse a un solo combate. El contrato se denominaba auctoratio; el notario-tribuno de la plebe daba fe para evitar el fraude o el engaño. Todo estaba claro y prístino, ya que se trataba de evitar, sensu stricto, la mayor desgracia existente para un ciudadano romano, que era, sin ambages, convertirse motu proprio de libre en esclavo, por no tener la adecuada certidumbre de lo que llevaba aparejado ese contrato de alquiler. El lanista se constituía, durante el tiempo de la duración del contrato, en el dueño o poseedor absoluto de ese contratado. Será Petronio, en su obra Satiricon, quien nos transmite hasta que punto perdía su identidad el gladiador, es decir podía ser quemado, amarrado, azotado y muerto por el hierro. El resto está contenido, con toda nitidez y con todo rigor en esta fenomenal obra de recomendación plena. “Honorum populi finis est consulates. ET. Panem et circenses”. Puedes comprar el libro en:
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