El terror es uno de los géneros al que he dedicado, desde distintos ángulos y con diversas tramas, buena parte de mis esfuerzos. Entre sus márgenes han transitado grandes escritores de todos los tiempos, personas inteligentes que comprendieron cómo el terror refleja especialmente bien la naturaleza humana. El terror se revela un género democratizador: el miedo es un sentimiento innato al que nadie puede sustraerse. Puede ser más o menos refinado, más o menos racional o instintivo según los casos —cada tiempo tiene su terror y cada terror tiene su tiempo—, pero ahí está, para recordarnos que nadie es inmune, que todos somos frágiles. Y en esta antología los hay de todo tipo: terrores existenciales, miedos atávicos a los monstruos proverbiales, al Más Allá y sus habitantes, al paso del tiempo, a la muerte, al otro sexo, a nuestra propia identidad, a la identidad de los otros, a la sociedad que habitamos, a no estar a la altura… Seguramente el lector se reconocerá un poco en cada uno de ellos.
Espido Freire, “Inventora de muertes”: Aunque empieza recordando los Crímenes ejemplares de Max Aub, con una oficinista de Correos atrapada en su vida previsible y tediosa que fantasea con las muertes de quienes la incordian con su mera presencia, enseguida comprendemos que el relato pertenece en realidad al género de metaficción. La protagonista encarna al escritor, que da vida a sus personajes mientras los imagina, haciéndose así responsable de su sino, desgraciado o no: escribir es una gran responsabilidad que a menudo quita el sueño. Formalmente, por lo que respecta a su estructura, nos encontramos ante una cebolla o una matrioska: una mujer que para olvidar su desgracia imagina ser otra mujer que para, a su vez, soportar su tedio, imagina ser una mujer distinta que habita en París. Y así se podría seguir hasta el infinito en un juego de espejos que algo tiene de borgeano. Porque siempre habrá alguien que esté peor que tú. Y mal de muchos, consuelo de... Aunque el relato se convierte quizá, más bien, en una espiral que nos absorbe como un desagüe, un embudo que nos conduce, con horror, con creciente sordidez, hasta el punto alrededor del que todo gira: la realidad insoportable de la protagonista, sometida a su peor terror, al encierro, que justifica toda esa invención, la única forma de escapar. La frustración —y los remordimientos por la única muerte real del pasado— genera monstruos. Como también los engendra la violencia —machista— a la que ha sido sometida. Porque percibimos, además, en el texto, en la selección de las victimas según el sexo del asesino que fantasea, una aproximación de género.
Francisco Bescós, “Ellos, los monstruos”: Captura el relato, con negro sentido del humor, un breve momento de cotidianidad callejera, poniendo de manifiesto la nula cohesión social de la que disfrutamos. En resumen, ni siquiera los parias, los excluidos por uno u otro motivo de la sociedad por no respetar sus cánones o sus normas arbitrariamente establecidas, son capaces de unirse y mostrar solidaridad; por el contrario, se acaban matando entre ellos. Porque, mezquinos —palabra que proviene del mushkenum acadio, por cierto— y cobardes como somos, preferimos, en lugar de rebelarnos ante el sistema, reproducir sus injusticias e hincar el diente sobre la presa más débil, la más fácil. La necesidad de sentirnos superiores a nuestros semejantes pasa por el rechazo de lo diverso. Así desfilan ante nosotros estereotipos muy familiares, ansiosos, aunque lo nieguen, por sentirse adecuados y aceptados: gordos hartos de falsa condescendencia y compasión, viejos empeñados en demostrar que aún son útiles e inseguros y frustrados, tipos mediocres que harían cualquier cosa —incluso fingirse cirujanos siendo representantes de material de imprenta, ocasionando con ello muertes gratuitas— por conseguir la aprobación y la admiración, la envidia del grupo —aquellos que han comprado la falsa imagen de felicidad y éxito de esta macro Operación Triunfo en la que se ha convertido la sociedad, es decir casi todos—. Y también un poco por vengarse, porque los espíritus mezquinos convierten su propia frustración en rencor que vierten sobre los demás. Se ha instaurado la intolerancia hacia las debilidades ajenas o los errores, hacia la imperfección: la vejez, la gordura y la enfermedad, el fracaso laboral que representa cada uno de los personajes. Por lo que parece, como ya denunciase Plauto, aunque la frase fuese popularizada por Thomas Hobbes, en efecto, “el hombre es un lobo para el hombre”. Porque la sociedad nos castra, nos moldea inseguros e insatisfechos.
Salomé Guadalupe Ingelmo, “Denn die Toten segeln schnell”: En “Porque los muertos navegan deprisa” —homenaje al Drácula de Stoker cuyo título parafrasea el verso “Denn Die Toten Reiten Schnell” (“Porque los muertos cabalgan deprisa”), del poema Leonora, de Gottfried August Bürger—, con la excusa del viaje entre 1614 y 1624 de don García de Silva y Figueroa, que partió con 62 años —después de haber servido bajo Felipe II— como embajador de Felipe III ante el sah de Persia, asistimos a una reflexión sobre el arquetipo femenino que muestra a la mujer como depredadora y devoradora de hombres, más próxima a la mantis religiosa que al género humano, lo que origina el estereotipo de la femme fatal, una mujer castradora que puebla las pesadillas del inconsciente masculino al que han dado forma las sociedades patriarcales, sumamente conservadoras, una masculinidad adolescente, incipiente e insegura, para la que una feminidad independiente, madura y sexualmente activa supone una amenaza. No es casualidad el término vamp, acuñado en los EE. UU. en los años veinte para referirse a las mujeres fatales, que nosotros adoptamos bajo la forma “vampiresa”. Encarnación del escorbuto —misteriosa enfermedad mientras se ignoró su origen, que, aun conocida desde la antigüedad, azotó especialmente los barcos en viaje intercontinental entre los siglos XVI y XVIII y se llevó también a Elcano (sobrevivido a su circunnavegación del globo, pero presa del morbo durante otra expedición a las Molucas) y al propio don García— como Drácula, vinculado a ratas y murciélagos —circunstancia en la que se recrea Nosferatu, fantasma de la noche, de Herzog—, fuese encarnación de la peste, siguiendo la tradición de las entidades vampíricas femeninas que ya encontramos en el ámbito de la antigüedad próximo oriental —el relieve Burney, la Lilith hebrea (precursora de la Lamia griega) que tiene su modelo en la lilitu sumeria, la Lamashtu, que amenazaba la seguridad de niños y hombres, a quienes chupaban la sangre...—, la protagonista se revela un monstruo incomprendido: responde simplemente a su naturaleza, no hay crueldad en ella porque, de hecho, la mujer es educada para ser tolerante, condescendiente y compasiva. Así que de forma misericordiosa da la muerte sólo para conservar la propia vida, aunque al tiempo pueda disfrutar con ello. El monstruo ofrece más piedad de la que le reservan los humanos. Naturalmente ese complicado viaje de un anciano —en el que fallecería durante su regreso a la patria— se convierte también en una metáfora sobre la cercanía de la muerte, que siempre nos deja sin tiempo para culminar nuestras empresas y, por otro lado, en una denuncia contra la sobreexplotación del individuo por parte del sistema y las instituciones, que enviando un sexagenario a una misión así exprimen al súbdito hasta las últimas consecuencias. ¿Quién es entonces el verdadero monstruo, el parásito? Porque la vampira reprocha además la voracidad de los imperios extranjeros, los occidentales que, vestidos con la armadura de su soberbio etnocentrismo, con su mentalidad expansionista y colonialista, llegan siempre con segundas intenciones, las de comerciar o expoliar. Finalmente, como el Drácula victoriano, la protagonista decidirá ampliar sus fronteras y emigrar a una sociedad más moderna y paritaria, donde el ajetreo y la indiferencia facilite su labor sin levantar sospechas. Concesión al humor negro, la eterna chupasangre acabará trabajando, ya en nuestros días, para un banco de Madrid. Se recrea el relato, en definitiva, en el rostro más humano del monstruo, aunque el monstruo más humano de todos los tiempos haya sido, sin duda, siempre en busca de la aceptación y la pertenencia a la sociedad, el Frankenstein de Mary Shelley, no el Drácula de Stoker, cruel bestia de hielo.
Rebeca Tabales, “Azufre”: Dos ideas extraigo yo de la obra: que incluso entre los monstruos existen códigos que se deben cumplir y que uno no es monstruo por vocación o devoción, sino por obligación —de hecho, la crueldad o la violencia se convierten a veces en cuestión de honor y responsabilidad: alguien ha de ejecutar como se debe el trabajo más ingrato, porque quitar una vida, cualquier vida, siempre tiene un precio—. Y es que también existe una parte de denuncia social en el relato: quizá la monstruosidad esté reservada a algunas clases, seguramente no las más privilegiadas. Además, la forma en la que se manifiesta, durante la adolescencia, se podría comparar con un rito de paso a la edad adulta. Por otro lado, la monstruosidad se vive como un estigma, se mantiene oculta. Nadie sabe lo que cada uno de nosotros esconde, como diría James Ellroy, en sus lugares oscuros.
Javier Gutiérrez, “Puertas”: Sostiene el autor que el individuo contemporáneo, si no quiere hundirse irremediablemente, ha de blindarse, ha de ser como un búnker inexpugnable: paradójicamente, como un submarino completamente estanco. Así, las puertas constituyen un peligro evidente, una brecha que jamás debe ser abierta. Porque, entonces, toda esa falsa serenidad y equilibrio de los que nos revestimos diariamente —en un mundo donde la presión laboral no deja espacio al cuidado integral del individuo— puede venirse abajo. Una educación represiva, dogmática y castradora —cuyos abusos y castigos físicos por momentos traen a nuestra memoria Pink Floyd - The wall, de Alan Parker—, que homologa y aturde, creando meros súbditos sin espíritu crítico, nos prepara para esconder problemas, traumas e insatisfacciones en los cajones y no pensar, justo lo que el sistema espera de un ciudadano ejemplar.
Félix J. Palma, “Venido del infierno”: La narración, que inspira la portada del libro —y cuyo desenlace recuerda vagamente la leyenda sobre el unicornio, dispuesto a sucumbir sólo ante los encantos de una doncella—, bebe de las fuentes decimonónicas para las cuales España —entre dos mundos geográficos, pero también, a juzgar por el relato del autor, en la frontera entre vivos y muertos— formaba parte del pintoresquismo exótico, preludio —en recuerdo al perdido al-Andalus— del embrujo oriental, antesala de África y el Oriente Próximo en virtud de nuestras raíces árabes, lo que nos convertía en ambicionado destino para el turismo de élites, que aquí podía experimentar el escalofrío de lo extranjero disfrutando, al tiempo, de la seguridad que proporcionaba occidente. Su protagonista, un fotógrafo escéptico en una España aún bastante atrasada y supersticiosa, se diría heredero del espíritu que animó a los detectives e investigadores de lo paranormal en muchos relatos racionalistas victorianos; aunque aquí, finalmente, el incrédulo habrá de admitir que existe el Más Allá y que a veces este se encuentra tan cerca del mundo de los vivos que incluso los más lógicos comprenden que nos acecha el misterio.
Rafael Mateos Cela, “El salón de los espejos”: Una reflexión del autor destacaría: “Escribir es leer. Hablar es escuchar”. El relato pone su foco sobre esa gente que pasa por la vida sin revelarse realmente, puro disimulo y fachada. Lo que el autor nos narra recuerda sospechosamente, creo, al proceso de ¿“depuración”? y desmembramiento que pareció sufrir un joven y bien conocido partido político en cuanto se decantó por el liderazgo centralizado en una figura construida ad hoc —bastante histriónica— y, entonces, se fueron diluyendo los ideales primigenios en favor del pragmatismo, el posibilismo y, sobre todo, la purga de cualquier posible disidencia. El objetivo: sentar el trasero donde otro trasero que antes censurábamos estuvo. El tipo de “revolución” sobre la que ya en su día advertía Pasolini, tan crítico con los jóvenes de clase media que sencillamente aspiraban a derrocar a las élites para ocupar su lugar y perpetuar el sistema hasta el infinito. Como tan perspicazmente revelaba Lampedusa en El gatopardo: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".
Yolanda Arias, “Monocromático”: En contraste con la extremada sensibilidad que se atisba, el relato nos muestra con crudeza cómo la realidad cotidiana, aparentemente inocente, es mucho más sórdida y aterradora que la ficción narrativa. La sensación —dolorosamente familiar para algunos— de estar siempre de paso, desarraigados, desalojados de nuestras propias existencias cada cierto tiempo, resbala melancólica y densa, envolviendo una terrible historia de maltrato, locura y atroz asesinato. Porque el monstruo no nace, sino que se forja a fuerza de desdén y violencia, de ser privado de los colores y verse abocado a una vida de tonalidad impuesta. Y nadie, especialmente en una sociedad habituada a tener dos caras, puede estar seguro de lo que se oculta en el sótano de cada casa. Huyendo del eco del horror, la protagonista —tantas protagonistas—, no afrontará sólo mudanzas físicas, sino un progresivo desgaste emocional —Tanto afecto que invertiste en construir cuando llegaste… Y tanta sensación de vacío quedará cuando te vayas— que al final priva de hogar. En efecto, hay casas en las que la huella del crimen, aun invisible, permanece impresa para siempre.
Martín Parra, “Espasmo”: El lenguaje poético y evocador del relato no nos ahorra la miseria de nuestro tiempo, las inseguridades, fobias y frustraciones del hombre de nuestro tiempo y, por tanto, del escritor de nuestro tiempo. Que sobrevive, en un mundo hostil que nada tiene de humano, como puede, haciendo uso de los paliativos a su alcance, desde ansiolíticos hasta todo tipo de muletas adictivas. Cualquier cosa con tal de encontrar el valor de salir cada día a su propia vida, a su propio escenario, aunque sea con la sensación de haberse colado en fiesta ajena, de ser inadecuado. Un hombre alienado, extraño de sí mismo, de su cuerpo y su mente, con los cuales mantiene conexión ya sólo mediante notas que regurgita: como si hubiese quedado reducido a una suerte de galletita sin suerte china. Y estamos tan desesperados que aceptamos cualquier remedio que el primer estafador nos quiera vender para recuperar el perdido equilibrio, como los participantes en la extraña de sesión de galvanismo que el texto describe. Con la pandemia hemos vuelto a ver cómo en periodos de incertidumbre y terror nos aferramos a lo irracional con extrema facilidad: queremos respuestas encillas a problemas complejos. Somos peones, marionetas en otras manos, unas que nos manejan a prudente distancia sin que ni siquiera nos demos cuenta, que recrean una función en la que no nos sentimos cómodos porque en realidad no es la nuestra. Eso mientras resultemos útiles y no estorbemos, mientras sigamos al rebaño dócilmente. Porque, de lo contrario, nos haremos peligrosos y perfectamente prescindibles.
Además de agradecer a Lorena Carbajo, fundadora y directora de la editorial Bala perdida, su arrojo a la hora de apostar por un género de asentada tradición en otros ámbitos literarios, el mundo anglosajón por ejemplo, pero no tan cultivado aún en el nuestro, se impone el reconocimiento hacia Martín Parra, antólogo y en buena medida padre de la criatura, por su excelente juicio y la delicada forma en la que ha sabido llevar a cabo su labor en esas sombras que nos hermanan. No menos gratitud debo, por la parte que me toca, a Guiomar González, autora de una portada elegante y sobria, una composición que inmediatamente nos evoca La pesadilla de Füssli y en la que advertimos reminiscencias, voluntarias o inconscientes, del arte micénico, de un mundo mediterráneo ancestral en el cual el caballo, compañero inseparable del hombre más allá de los límites de esta vida, convertido en temible psicopompo, nos conduce hasta el mismísimo infierno.
Únicamente puedo desearos que, si después de la advertencia todavía tenéis valor para devorarlo, el libro os proporcione felices pesadillas.
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