Ha sido el fundador en 1980 (y coordinador hasta 2005) del Área de Psicomotricidad en el Servicio de Psicopatología Infanto Juvenil del Hospital Escuela General San Martín. Ha dictado cursos y seminarios en numerosas instituciones de su país y del extranjero. En el género ensayo publicó a partir de 1996 los volúmenes “El cristo rojo. Cuerpo y escritura en la obra de Jacobo Fijman” (Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores), “Espacio habitado. En la vida cotidiana y la práctica psicomotriz”, “Cuerpo y saber”, “El cuerpo en la escritura”, “El libro de los pies. Memoriales de un cuerpo fragmentado I” (Primer Premio Fondo Nacional de las Artes año 2000), “El cuerpo cuenta. La presencia del cuerpo en las versificaciones, narrativas y lecturas de crianza”, “Del sostén a la transgresión”, “La discapacidad del héroe”, “Fugas, el fin del cuerpo en los comienzos del milenio”, etc. Participó en doce libros colectivos de ensayo. Colaboró con frecuencia en las revistas “Cuadernos del Camino” (como Daniel Duguet), “Generación Abierta”, “Barataria”, “Abecedario”, “Topía”, e integrando el consejo de redacción, en “Suburbio”. En la actualidad lo hace en las revistas “Cuerpo” y “El Psicoanalítico”. Un volumen reúne su narrativa breve: “La almohada de los sueños” (Buenos Aires, 2007); y en 2011, en Madrid, aparece otro, conformado por el cuento que da título a la colección, en versión infantil, con ilustraciones de Claudia Degliuomini. Poemarios editados: “Quipus” (1981, en co-autoría con Patricio Sabsay y Héctor J. Freire), “Desnudos” (1984, en co-autoría con Héctor J. Freire), “Lo que tanto ha muerto sin dolor” (1991; Faja de Honor Leopoldo Marechal, en 1992), “El cuerpo y los sueños” (1995), “Estrellamar” (1999, prosa poética; Primer Premio Rodolfo Walsh – Derechos Humanos, otorgado por la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Secretaría de Derechos Humanos, en 1996). En 2005 la Editorial Colihue da a conocer su antología poética personal “Marea en las manos”. Inéditos permanecen más de diez libros de ensayo de su campo profesional, además de “El derecho de crear”, ensayo sobre literatura, y el poemario “Amaramara”.
Veintisiete años tenías cuando te recibiste de Profesor Nacional de Educación Física, tras cursar en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. ¿Cómo fuiste encauzándote en dirección a ese profesorado? Y algo insistió, prosiguió: en los ochenta te formás en psicomotricidad y te recibís de psicólogo social.
Cursé en la Facultad de Humanidades desde 1972 hasta 1977, me inscribí a un mismo tiempo en Educación Física y Ciencias de la Educación, pues tenían materias correlativas y mis intereses, que no estaban tan claros, se orientaban hacia alguna tarea que implicara a la infancia, el juego, la creatividad y el cuerpo. No tenía un vínculo con el deporte competitivo, sí con la docencia; esta posición me permitía una búsqueda de una Educación Física que promoviera el trabajo en grupo y el “juego motor”, que hoy denomino “juego corporal” (sabiendo que lo motor no juega). En el profesorado escuché por primera vez una frase que me inquietó, una idea acuñada por el profesor Alejandro Amavet: “Soy el cuerpo que pretendo mío”. Fue mi primer acercamiento conceptual a la noción de cuerpo; un segundo impacto fue leer “El ser y la nada” de Jean Paul Sartre, a Gastón Bachelard en su “Poética del espacio”, cuando estaba garabateando mi libro “Espacio habitado” y también y de forma destacada (pues con ella puedo cartearme), a Sara Paín con sus escritos sobre las diferencias entre cuerpo y organismo.
Ingreso a la Universidad de La Plata en una etapa de efervescencia de ideas y proyectos, con jóvenes participando de la vida política y del campo expresivo de las artes. Mi entrada a estudiar Educación Física fue una experiencia estimulante no sólo por la organización de la facultad, que reunían en algunas materias alumnos de distintas formaciones, sino porque varios compañeros se vinculaban con el arte; tal es así que uno de ellos, Caro Suñer, me invita en 1973 a la inauguración de la galería de arte “Biguá” (Vicente Forte, Leopoldo Presas, Bruno Venier) en la ciudad de San Pedro, provincia de Buenos Aires, dirigida por su padre, el escultor Pedro Suñer, compañero de la poeta Edna Pozzi. En esa ocasión conozco a Lysandro Galtier, quien, al escuchar mi apellido de origen francés, me dice: “Somos parientes”, aludiendo a que “los Calmels y los Galtier viajaron desde Francia en el mismo barco”. Galtier, de la generación joven del Grupo Martin Fierro (junto con J. Fijman, Antonio Vallejo y otros), era ceramista, pintor, poeta, ensayista y traductor. La visita a su hogar-biblioteca cambió el rumbo de mi vida: en un portarretrato un pañuelo de Juana de Ibarbourou firmado y dedicado, en un paragüero el bastón de Rubén Darío, sobre una pared una colorida y original carta natal firmada por Xul Solar, libros y cartas de Oliverio Girondo, Alejandra Pizarnik…
Cumpliendo con su deseo, después de su muerte y a pedido de sus hermanas, llevo a la Sociedad Argentina de Escritores el pañuelo de Juana de Ibarburu, el bastón de Rubén Darío, y la carta natal firmada por Xul Solar, junto con una cerámica (vasija incaica), premiada, realizada por Lysandro Galtier. En el mes de mayo de 2011, con sorpresa e indignación, me entero de que en una subasta del Banco Ciudad se remata la acuarela de Xul Solar (en el folleto que se expuso en “Arteba”, en el que se anunciaba la Subasta Aniversario, se publicitó la efectividad de las ventas tomando como ejemplo, entre otros, la obra de Xul Solar, vendida en ciento sesenta mil pesos).
En 1974 me conecto con la revista “Suburbio”, invitado a participar por su director, el poeta y pintor Antonio González, y publico un primer poema en un medio gráfico. Me inscribo, además, en los talleres de poesía de galería Meridiana (Rodríguez Peña 754, a metros de la avenida Córdoba y a pocas cuadras de bares emblemáticos en el sector “intelectual” de la avenida Corrientes). Cuando fui a anotarme al taller me impactó una exposición de Marta Minujín, colorida muestra con zonas de la intimidad femenina. La poesía y la plástica convivían en el mismo espacio.
En marzo de 1976 nace mi primera hija; el veinticuatro del mismo mes los comunicados del ejército argentino anuncian el comienzo de una tragedia.
Este cruce de relaciones me lleva a ligarme con la Psicomotricidad. Estando en el taller de la galería Meridiana nos reunimos un día en la casa de uno de sus integrantes, Carlos Sere (al cual tuve oportunidad de seguir viendo en los últimos años y participando en la presentación de sus libros). Conversando con su mujer, Clara Srebrow, psicoanalista, pongo en mi boca las palabras de Amavet, quien había afirmado que no debería llamarse Educación Física sino Educación Psicofísica, pues lo físico no se educa; es ante esta idea que Clara me comunica que conoce a una persona que trabaja en una terapia que se llama Psicomotricidad. Disciplina que yo conocía a partir de los libros que leíamos en la carrera: varios psicomotricistas franceses tienen como formación de origen la Educación Física. Clara me facilita el contacto con Velia Botadoro, psicomotricista argentina recibida en Francia, que tenía armado un consultorio de atención de niños en terapia psicomotriz. Estudio con ella en el año ’75. En el ’76, después del golpe, abandona el país y deja a Débora Schojed a cargo de su consultorio, quien me llama para que colabore con ella en la atención de paciente varones. Es así como fui del cuerpo a la literatura y de la literatura al cuerpo.
Tu pregunta se refiere a eso que insiste, que se reitera, y creo que es el cruce de experiencias y saberes, esta ligazón entre el cuerpo y la palabra. En uno de mis libros de ensayo, “El cuerpo en la escritura”, conviven la experiencia de Antonin Artaud y el aprendizaje de la escritura, junto al modelo de la mano como origen de los números y las referencias al orden y la ley que tiene la escritura en el lenguaje cotidiano.
Las temáticas que implican al cuerpo resultó con el tiempo un eje de mi obra, principalmente en el ensayo, pero también en la poesía. El cuerpo al cual me refiero es aquel que no nos es dado al nacer; no se trata de un descubrimiento por parte del niño de algo que ya está dado, sino de una construcción sobre la vida orgánica, de diversas manifestaciones corporales, como son la mirada, la escucha, el contacto, la gestualidad expresiva, el rostro y sus semblantes, la voz, las praxias, la actitud postural, los sabores, la conciencia de dolor y de placer, etc. De esta manera “el cuerpo es en sus manifestaciones”. En cambio, la vida orgánica está ahí para ser vista en sus funciones, aparato por aparato, sistema por sistema. El médico “revisa” el normal ciclo de maduración esperado para cada edad. Pero he aquí que, si no se construye un cuerpo de la relación, si el ojo que ve no se habilita para mirar, decae la capacidad visual hasta límites insospechados, lindantes con la ceguera. No es que el ojo mira porque ve; el ojo ve porque mira, y para mirar es imprescindible la presencia de otro dispuesto a ser mirado y a mirar. La mirada se encuentra entre la visión y la ceguera. Tiene una carga de subjetividad y una función subjetivante. Desde esta perspectiva no se trata de pensar la actitud postural como una consecuencia de la postura; el proceso es inverso, la actitud formatea la postura. Mirar el cuerpo tonificado en su alegría, empecinado en estar presente; contemplar el cuerpo transformado en procura de un empeño, de un esfuerzo pasional; mirar el cuerpo erotizado, dándose a ver en la actitud que promete las caricias más excelsas; ellas y muchas más, infinitas “posiciones” que el cuerpo asume, nos dan muestras suficientes para comprender que el destino biológico encuentra en el proyecto interactivo de los cuerpos un sentido y una finalidad. Me refiero y estudio entonces el cuerpo que se construye en el vínculo con otro cuerpo, cuerpo que escapa de la medicina y la psicología, que se liga con aspectos antropológicos, sociológicos, históricos. Cuerpo que se constituye en una insignia de nuestra identidad. Se hace cuerpo a partir del vínculo con un adulto significativo que dispone su cuerpo en relación y cumple con una función corporizante.
Comencé a escribir poesía a los once años, no por el estímulo de la escuela, sino por el respeto y admiración que se tenía en mi casa por el arte en general, principalmente por la literatura, la música y la plástica. Mi abuelo, inmigrante español, socialista activo, delegado fabril, tocaba la mandolina y el violín y cantaba en el coro del Centro Gallego de Avellaneda, y se quejaba con insistencia cuando Pepa, mi abuela, leía la “Radiolandia”, argumentando que era un pasquín. Después de su muerte, mi abuela, sacó una foto guardada entre los manteles y la puso sobre un marco; cuando pregunté quién era, respondió: “Evita”.
Mi padre tenía la colección completa de la revista “Leoplán” (más de seiscientos números, de 1934 a 1965). Cada una, principalmente en los primeros años, contenían una novela o libro de cuentos, o sea, un “plan de lectura”. Con notas periodísticas colaboraban Enrique González Tuñón y Miguel Brascó. En 1953 comenzó a sumarse Rodolfo Walsh. También se recibían la revista “Life” en español y la típica “Selecciones” (del Reader's Digest), baluartes informativos de la clase media. Además, guardaba los suplementos a color del diario “La Prensa” y los literarios de “La Nación”, ilustrados, entre otros, por Juan Carlos Benítez.
Mi tío, Cecilio Ortiz, tenía su taller de esculturas en yeso. De visita en su casa me fascinaba con los moldes y las formas que se desprendían de ellos, de las cajas con espacios repartidos donde guardaba los ojos de vidrio y la acumulación de santos y cristos que colgaban de las paredes de su taller. Era bastante mágico para la mirada de un niño ver a su tío con el cigarrillo en la boca, amasando la pasta de yeso en el hueco del hemisferio abierto de una pelota de goma, atento a la colilla que se extendía frágil hacia el vacío.
Mi padre se carteaba con el pintor Oscar Capristo, a quien me lo encontré referido, muchos años después, leyendo un texto de Enrique Pichón Rivière, mientras cursaba mis estudios en Psicología Social. Logré conocer a Capristo en sus últimos años de vida; tuve la suerte de que concurriera en 2005 a la presentación, en la Feria del Libro, de “Marea en las manos”. Concurrió a cumplir con el hijo de un amigo, con ochenta y cinco años, uno antes de su muerte.
Comencé a estudiar Psicología Social en 1981, aún bajo la dictadura. La escuela Pichón Rivière era un ámbito de reunión y resistencia, así como también la Asociación Argentina de Psicomotricidad, que contaba con un posgrado en el que cursé mi segunda formación en Psicomotricidad.
¿Cómo te fuiste impregnando de las sucesivas temáticas y ensamblando inquietudes y desarrollándolas como docente y ensayista?
Cuando comencé a trabajar en Psicomotricidad precisé escribir sobre las observaciones y las preguntas que me suscitaba la práctica, no como especulación teórica sino como necesidad de entender, trabajo de escritura que me ayudaba a pensar el cuerpo y la niñez más allá de la disciplina en particular. Los conceptos en los cuales se basaba la práctica psicomotriz me resultaban escasos o no generaban preguntas o respuestas a lo que ocurría en mi tarea con los niños. Tanto la neurofisiología, el psicoanálisis y la psicología genética, eran contribuciones indispensables, pero habían sido concebidas para otras prácticas y básicamente respondían a otros interrogantes. Por ejemplo, el concepto de “cuerpo”, presente en muchas disciplinas, no tiene el mismo contenido, ni ocupa el mismo lugar que en la práctica psicomotriz. Algunas disciplinas para su eficacia, necesitan que el cuerpo se atenúe, que se reduzca en el campo de sus manifestaciones (mirada, gestualidad expresiva, praxias, actitud postural, contacto, acciones, etc.). En cambio, en la práctica psicomotriz el objetivo es poner a trabajar el cuerpo en sus manifestaciones, o en algunos casos los esbozos de corporeidad que se están construyendo. Asimismo, el “juego corporal” es una tarea convocante que se constituye en una técnica privilegiada, pues al jugar se despliega un “relato de representación ficcional”.
El trabajo con niños es movilizante, nos retrotrae a lenguajes y acciones de épocas tempranas, nos conecta con imágenes que sólo pueden ser leídas con otra imagen. En este caso escribir, pensar escribiendo, es una labor que enriquece la práctica. Los primeros escritos con formato de libro tuvieron una buena repercusión, no sólo en el ámbito de la salud mental con niños, sino principalmente en el ámbito de la educación (jardines maternales, nivel inicial, etc.). En la actualidad, diversas formaciones profesionales integraron varios de mis libros como lectura obligatoria. También debo señalar que los libros fueron y son acompañados, “presentados”, en toda conferencia y curso que dicto; ese poner el cuerpo ha beneficiado la difusión. Si bien mis primeros escritos ensayísticos contemplaban el contexto social y los cambios acaecidos, en mi último libro, “Fugas”, que comencé hace diecisiete años, preocupado por la injerencia de la tecnología sobre los cuerpos, la preocupación por los cambios sociales que afectan a los niños es el eje. En “Fugas” establezco un recorrido crítico por los cambios en el jugar, la alimentación, las cirugías de rostro, el aceleramiento que produce el pasaje de la discontinuidad a la continuidad, el predominio de la lógica de la eficiencia por sobre la eficacia y los objetos de juego que se le ofrecen a los niños, etc.
Nueve años se suceden entre la edición de tu libro sobre Jacobo Fijman, el notable poeta nacido en la actual Rumania y radicado en nuestro país desde la niñez, y tu prólogo y estudio crítico para enmarcar la aparición de su “Poesía completa” en 2005, a través de Ediciones del Dock. ¿Cómo te posicionaste en cada caso?
Esta pregunta me retrotrae a mi primera relación con la obra de Fijman, a los encuentros con Galtier. En una ocasión, sabiendo de su conocimiento sobre la literatura francesa, lo consulté por la obra de Antonin Artaud. Después de una atrapante “disertación” y de sacar de su biblioteca una primera edición de Artaud, me pregunta si había leído a Fijman, aludiendo a los puntos en común que tenían, principalmente sus pasajes o estancias por los neuropsiquiátricos (en el caso de Fijman, cuarenta y dos años internado en el Hospicio de las Mercedes, hoy Neuropsiquiátrico Borda). Él me lo presentaba como poeta y pintor. Un año después, me trasmite que encontró un paquete con dibujos de Fijman, quien se los dejaba cuando todos los meses viajaba a la SADE a retirar el dinero de una pensión (que Galtier le había gestionado). Junto con el dinero, Galtier le obsequiaba papeles, tintas, pasteles y lápices, a cambio de que en el mes siguiente le trajera algún dibujo. Saca de un cajón, entonces, un paquete envuelto en papel madera atado con hilo, me lo da y me dice que lo mire en mi casa. En mi viaje en colectivo de barrio Norte a Sarandí, me tenté y abrí el paquete. En él un conjunto de tintas, pasteles, lápices y alguna monocopia, todos ellos, en ese primer contacto, no eran más que papeles confundidos por el peso de los años, muchos sin posibilidad de recuperar, sobre todo los pasteles que no habían sido fijados.
Mi primera mirada de Fijman estaba signada (e indignada) por su vida de tanto tormento.
Fue preso de un triple destino de exclusión: pobreza, reclusión y olvido. Escribí en “El Cristo Rojo”: “Jacobo Fijman dibujaba y pintaba en el loquero, es decir, intentaba saciarse de la sed en pleno desierto. Amaba el color blanco y vestía uniforme gris. ¿Fue llevado a curarse de la tristeza a la casa de la melancolía?” Es por eso que su poema “El canto del cisne”, el que leía reiteradamente, es el símbolo de su desgarro: “¿A quién llamar desde el camino / tan alto y tan desierto?”. Mi mirada estaba más puesta en su pesar que en el valor estético de su obra.
Cuando escribo el estudio que prologa “Poesía completa”, realizo con el editor, Carlos Pereiro, una lectura detallada de cada uno de los poemas. Guillermo Cuneo, coleccionista, nos facilitó las tres ediciones originales y algunos poemas publicados en revistas. En esa ocasión logré abocarme a su obra literaria y pictórica. Te cuento que estoy en tratativas con una editorial en España para editar un volumen con veinte obras de Fijman en color, con una introducción sobre su obra: sería la primera vez que la obra plástica de Fijman se va a conocer a color en un libro.
Organizaste en un lapso de ocho años, participando en la curaduría, tres muestras de las obras plásticas de Fijman. ¿Cómo recordás cada una de esas experiencias?
La primera muestra que realicé, con el nombre de “Jacobo Fijman, dibujos y poemas, obras inéditas”, fue en el Centro Cultural Recoleta (Buenos Aires, julio de 1995). Tuve el apoyo de la revista “Topía”, con la que estaba en las postrimerías de publicar “El cristo rojo”, inaugurando la editorial de la revista. Esa muestra estuvo cruzada por una serie de inconvenientes que acompañaban, casi sistemáticamente, las actividades que se realizaban en homenajes a Fijman. En este caso, por un error, la muestra no fue incluida en los catálogos del Centro ni en la difusión; tampoco se pudo exponer su obra original, porque no contaban con seguro, sino que se tuvo que hacer fotocopia color… El único medio de prensa que cubrió la muestra fue Crónica TV.
La segunda fue en Centro Médico de Mar del Plata, en 1998, con la presencia de los escritores Juan-Jacobo Bajarlía y Osvaldo Picardo (quien dirigía el área cultural de la asociación). Fue una iniciativa muy bien recibida por la comunidad, tuve oportunidad de compartir esos días con Bajarlía, quien me había prologado “El cristo rojo” y había conocido a Fijman.
La tercera muestra fue diferente: en Galería Rubbers (ciudad de Buenos Aires), abril de 2003, y con algunas obras a la venta. Fue la que tuvo más difusión y concurrencia. Se mantuvo casi un mes. Concurrieron pintores, galeristas, escritores y también una sobrina de Fijman, lo cual fue una sorpresa porque se estimaba que no tenía parientes. Tuvo un carácter de homenaje: en esa galería, en 1969 se había realizado la última actividad en la que participó Fijman: había sido un recital que organizó Vicente Zito Lema presentando la revista “Talismán”, número dedicado al poeta, quien al año siguiente falleció.
También en el ‘96, con motivo de la presentación de “El cristo rojo”, en la Escuela de Pichón Rivière, organicé una muestra de treinta obras de Fijman. Acompañaron a “mirar” la muestra, el pintor Blas Castagna y el escultor Martín Blaszko. Leyeron poemas de Fijman: Héctor Freire, Edgardo Gili, Julio César Salgado y Mónica Sifrim. Presentaron el libro: Juan-Jacobo Bajarlía y Roberto Ferro.
Conceptualizaste sobre la “diferencia y discapacidad en los relatos destinados a la infancia” en “La discapacidad del héroe”.
En ese ensayo me concentro en los textos destinados a la infancia que introducen a través de sus personajes la temática de la diferencia y/o la discapacidad, procedimiento que va desde un tratamiento “naturalizado” a una inserción “moralizante”. Muchos de los libros que analizo son los que usé en mi niñez. Utilizo dos términos: diferencia y discapacidad, sabiendo de sus limitaciones, pero con la idea de cubrir diversos fenómenos. Uno de ellos, la discapacidad, más ligado a la terminología oficialmente aceptada. El otro término, diferencia, más general y menos clínico, que permite abarcar un sinnúmero de registros donde prima un exceso de singularidad. Los textos escolares, fábulas, relatos infantiles, series de televisión, cuentan con la presencia de personas con diferencias y discapacidades diversas que acompañan al personaje central de la trama, o, contrariamente a lo esperado en la vida real, es la persona con discapacidad quien encarna el personaje principal. La hipótesis de trabajo es que, en el espacio textual de la fantasía, a los personajes con discapacidad se les restituye el lugar de personas que la discapacidad les roba en la vida real. El encuentro del Soldadito de Plomo (al cual le falta una pierna) con la Bailarina (también parada en un pie), le hace decir al héroe: “sin duda a la pobre le falta un pie como a mí”; esta visión fallida recupera una mirada que profundiza las semejanzas. También se hace referencia a los personajes de Pulgarcito/a (sietemesino), Sancho Panza, los Siete Enanitos (uno de ellos no hablaba), “El patito feo”, el Pato Donald, “El flautista de Hamelin” (un niño cojo encuentra la flauta), “Pinocho”, “Heidi” (su amiga Clara en sillas de rueda), “Miguel el tonto”, “Riquete el del copete”, “Peter Pan” (siempre niño), etc., y por supuesto los partener, que siempre tienen una falta. Lo que hace posible la aceptación de un personaje en el discurso narrativo no son las características del personaje en forma aislada, sino su inclusión y caracterización en un programa narrativo, dentro del cual el personaje diferente está habilitado específicamente por sus funciones (a pesar de su inhabilidad). Modelo éste opuesto al que se toma en la vida social. Adoptando metafóricamente el modelo de la narrativa, los grupos e instituciones podrían estructurar sus programas de funcionamiento y la caracterización de sus integrantes para que en el entramado de sus funciones el diferente pueda adquirir un rol digno en el devenir de la tarea. Gran parte de mi obra se ocupa de los sucesos cotidianos, familiares, repetidos, campo de acciones que se transparentan, sin conciencia. Tal es la fuerza de la familiaridad (hermana de lo obvio), que, para el lector común, los discapacitados en los cuentos infantiles, al ser integrados en un programa narrativo pasan desapercibidos, se naturalizan al punto de no ser reconocidos como discapacitados. La lectura de este libro los sitúa en descubierto, los da a ver, y los estudia como hallazgos ocultos por su visibilidad.
Opto por destacar dos obras tuyas: “El libro de los pies” —que he leído oportunamente— y la versión para niños de tu cuento “La almohada de los sueños”.
“El libro de los pies” forma parte de un proyecto extenso, de hace más de dos décadas. La idea era escribir un ensayo cuya temática estuviera centrada en una parte del cuerpo, memoriales del cuerpo fragmentado, como lo llamé en su momento, de tal modo que el cuerpo humano estuviera presente en el libro de los ojos, de las manos, del corazón, etc. Reuní y reúno material sobre el cuerpo, dispongo de varios archivos. Comencé con “El libro de los pies”, estimando que era el más amable en cuanto a la complejidad, pues se trataba de ahondar en la filosofía, el esoterismo, la etimología, la publicidad, el erotismo, la anatomía, los dichos populares, la poesía, la pintura...
Con mi primera obra terminada recorrí editoriales escuchando las múltiples explicaciones de por qué no se podía publicar: “no entraba en las colecciones tradicionales”, “era un libro para Europa”, “está fuera de las demandas de los lectores”. Hasta que enterado de los concursos del Fondo Nacional de las Artes para libro inédito de ensayo, me presenté y recibí el primer premio. Con el premio fui a una editorial que no había consultado, Biblos, y me abrieron las puertas.
“La almohada de los sueños”, versión infantil, en cambio, nace a partir del interés de una artista plástica e ilustradora que es Claudia Degliuomini. Ella lee el cuento en su versión original y generosamente me propone ilustrarlo. Además de haber sido editado por Editorial Pearson, en Madrid, fue traducido a dos idiomas (inglés y francés). Siendo yo terapeuta de niños, no había fantaseado con escribir literatura infantil. Te adelanto que aparecerá otro, esta vez en nuestro país, a través del sello Homo Sapiens.
En un certamen organizado por la revista “Arché”, que dirigía el poeta Pablo Montanaro, en 1992 obtuviste el Primer Premio por tu poema en tres partes titulado “Los artistas velan”. ¿Qué recordás de la elaboración de ese poema?
No fue de una sola sentada: demandó varias etapas. Si bien las tres partes están claramente diferenciadas por los epígrafes, la primera se subdivide en dos: los héroes de la mitología con sus heridas y debilidades (Vulcano, Edipo, Sigfrido, Sansón, Aquiles) y los artistas con sus carencias, faltas (Rimbaud, Cervantes, Borges, Beethoven, Toulouse Lautrec, Vincent Van Gogh, Fijman, Baudelaire, Artaud, Milosz, Gérard de Nerval).
En la segunda parte están los suicidios. Siempre me había sorprendido el ciclo de suicidios que encadenaba a Alfonsina Storni con Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones. Galtier me decía que los zapatos de Alfonsina se encontraron en el muelle, que no entró caminando al mar; yo preferí que empujara el mar con sus pechos heridos. Quiroga creo que apeló a lo que se daba en llamar “suicidio de las sirvientas”, con cianuro, producto que se compraba en las farmacias para ciertas tareas de limpieza hogareña. Lugones, en el recreo “El Tropezón” del Tigre, se suicida llenando un vaso con whisky y veneno para hormigas, atormentado por la imposibilidad de un joven amor. El suicidio de Hemingway, aficionado a la caza, me impactó por su violencia.
El premio organizado por la revista “Arché” consistía en la impresión de un tríptico, cuya tapa ilustraba un collage de Laura Dubrovsky, titulado “Obra en Construcción”, realizado especialmente. Con posterioridad, Laura trabajó plásticamente y diseñó la edición de “Estrellamar”. “Arché” hizo un tiraje considerable, lo que me permitió una profusa difusión. Uno de los llamados telefónicos más significativos que recibí fue el de Olga Orozco, quien por un lado me felicitaba y por otro “me retaba”, diciéndome que uno de los versos de mi poema apelaba a un hecho que no había ocurrido, que era falso, y que no me dejara guiar por las historias que inventaban los estudiantes de Letras. En el verso en cuestión digo refiriéndome a Pizarnik: “apoyando su boca pintada en la de una muñeca sin sonrisa”. La anécdota que circulaba, y que según Orozco era un invento de los estudiantes de Letras, era que en la cama donde se la encontró muerta a Alejandra, había una muñeca degollada y que esa muñeca tenía la boca reiteradamente pintada con lápiz de labios.
Conocí a Olga a través de Galtier; ella afirmaba que él había sido el primer poeta con quien se vinculó cuando vino a residir a la Capital Federal. Años después me llamaría en un momento crucial de mi vida, cuando acontecía un hecho que parecía confirmar la mala suerte que rodeaba diferentes actos que se hacían en homenaje a Fijman. Cuando yo vivía en Sarandí, preparaba todas las noches el bolso que llevaría al día siguiente para trabajar en mi consultorio en la ciudad de Buenos Aires; en ese bolso, entre otras cosas, había puesto seis hojas tamaño oficio con los manuscritos de Jacobo Fijman: poemas creados durante su internación en el Borda. En la mitad de la noche me había despertado a causa de unos ruidos y al salir del dormitorio me esperaban dos personas armadas que desvalijaron la casa; parte de lo robado se lo llevaron en el bolso en cuestión, en cuyo fondo estaba la carpeta con los originales de Fijman, que llevaba para hacer unas fotocopias que me había pedido el escritor y editor Alberto Arias, quien preparaba un libro sobre el poeta. Si bien la preocupación por lo robado me afectaba, mi mayor desconsuelo fue perder esos originales (de los que había una copia), sabiendo que los ladrones los descartarían por no asignarles un valor. En la mañana de ese día recibo otro llamado telefónico de Olga: me contaba que había puesto en una maceta un poema de mi autoría —impreso en un cartoncito— que yo le había mandado. Con cierta inocencia le pregunté si sabía qué me había pasado. Los poemas de Fijman me los había dado Galtier, supuse que ella debería saber, compartía con su amigo los misterios del conocimiento, a pesar de que él ya había muerto. Solo me dijo: “bueno, querido, por algo te estaré llamando”.
La parte más dolorosa fue la concepción de los versos finales, en los que menciono a escritores asesinados, incluidos en las listas de desaparecidos: Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Miguel Ángel Bustos, Paco Urondo. A Héctor Germán Oesterheld lo sumé a través del “Eternauta”, sopesando que era representativo; además, la pronunciación de su apellido podía dificultar la lectura del verso. Es uno de los poemas más largos que escribí y cuya lectura me sigue emocionando.
Has investigado y producido teóricamente sobre la caligrafía, y también sobre aquello que denominás “arrebato controlado”: la firma (en “El cuerpo en la escritura”). ¿Cuál es tu reconstrucción de la historia de tu letra, y qué has reflexionado sobre los avatares evolutivos de tu firma?
En “Marea en las manos” trabajo poéticamente mis dificultades con la lectura y escritura: “Los dictados eran batallas/ con la cruenta seguridad de haberlas perdido/ antes de pinchar las primeras letras. / Mis hojas alteradas con tinta roja/ que se adhería a mis palabras/ dejándolas heridas de muerte”. Aunque leer me era más difícil que escribir, en la escritura mi dificultad mayor estaba en la ortografía (“recto-camino”). Durante años, ya grande, escribía omitiendo palabras, reemplazaba las que me traían dificultad, nunca ponía “vuelvo pronto”, sino “regreso pronto”, con lo cual evitaba la letra V. Esta experiencia me sirvió para interesarme por el origen de las palabras y construir familias de palabras, por ejemplo, el uso de la H. Agrupaba por pares opuestos, las H del frio y del calor. Del frio: heladera, helado, hielo…; del calor: hogar, hornalla, horno, hoguera… También me defendía argumentando que tanto Cervantes como Roberto Arlt eran disortográficos. Ponía en mi boca lo enunciado por Arlt: “yo no escribo ortografía, escribo ideas”.
Guardo los cuadernos de primer grado, con lo cual puedo ser testigo de mi caligrafía. Pero mi letra siempre estuvo pendiente del instrumento con el cual escribo. Las biromes que “patinan” sobre el papel distorsionan mi letra. Las herramientas que frotan y mantienen un roce con el papel me permiten una letra aceptable.
En cuanto a la firma, de niño me interesaba ver firmar a mi padre, lo hacía con frecuencia en su oficina: cheques, cartas y, por supuesto, los boletines. Era una firma de “arrebato controlado”, movimientos rápidos que dejaban un trazo superpuesto y concentrado. Lo más curioso era que sus firmas eran idénticas, cosa que no ocurría con mis intentos de firmar.
Al finalizar el secundario tenía una firma más o menos afianzada, que no difiere tanto de la actual. De grande me pareció que una persona analfabeta podría firmar, no necesitaba de las letras para lograr una firma, bastaba un gesto estabilizado que dejara una marca original, una imagen gráfica que lo representara.
Artículos, ensayos… ¿cómo los encarás?
Mantengo hace años un método de escritura ensayística. En cuanto ubico una idea alrededor de un texto (que se proyecta como artículo), y veo que puede desarrollarse, pienso un título provisorio que a veces viene acompañando la escritura desde los comienzos. Si la temática me convoca, suelo organizar títulos de capítulos y armo un archivo donde convergen ordenadamente citas sobre el tema y lo que llamo “escritos de emergencia”, ideas escritas en papelitos que luego reescribo. Los capítulos son como cajitas que se acomodan en una caja mayor, el libro.
En el ensayo se pone a trabajar una idea y se adopta una posición frente a un fenómeno. Ese poner a trabajar una idea es a través de la escritura, que escapa a la letra del tratado o la monografía. Hay artículos que tienen una orientación ensayística, en el cual se vislumbra algo diferente, donde se destaca una escritura que se corre de lo correcto.
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Daniel Calmels y Rolando Revagliatti.
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