En tanto, vivimos en una era donde el alumno se ve sometido a una avalancha de estímulos —inimaginables hace apenas veinte años— que lo alejan incesantemente de los conocimientos sustanciales para saberse y obrar como un hombre; o sea, como heredero de una especie que guarda memoria de sí y de sus prodigios desde hace, al menos, once o doce mil años. Y bastaría para calibrar la complejidad del problema con sopesar que, mientras disponemos de una infraestructura suficiente y de otros medios técnicos para impartir una educación solvente, por contra, la inmensa mayoría de la infancia y de la adolescencia escolarizada adquiere unos conocimientos precarios —si es que adquiere algo— y, para estupor general —aunque lo ocultemos—, va superando los cursos. Y ante esta previsible propagación de la ignorancia, no solo corre peligro el disfrute del arte que tanto perturba a Lucia Ronchetti y a mí, sino también la capacitación de nuestros científicos, en una época donde la supervivencia de cualquier país se basará —si no se basa ya— en su aptitud para competir tecnológicamente.
No hace falta ser ninguna lumbrera para atisbar que este escalofriante desafío supera sobradamente el egoísmo demagógico en el que, adrede o por mera inercia mediática, incurren los partidos políticos, y que requeriría para su ecuánime y eficaz resolución —o, al menos, para su atenuación— de la intervención rectora de los más preclaros talentos de la ciencia y de la pedagogía nacional. Por supuesto, dudo que tal hecho suceda; mientras, los artistas —quienes dieron pie a estas líneas— tratan de adaptar sus creaciones —qué remedio— a las exigencias mercantiles, sin importarles si aspiran al status de “obra de arte” o se quedan en meros productos de consumo. Desde luego, quienes son conscientes, disimulan; otros, obnubilados por la “feria de las vanidades”, hasta pomposamente se consideran creadores.
En tanto, llegó el otoño; la estación machadiana del regreso al colegio y de la dorada melancolía, que me devuelve esos tenues remordimientos y esa apaciguadora humildad tan propia del gran poeta, y también aquellos años cuando iba a una escuela nacional donde aprendí, a base de sudar tinta azul, a resolver unos cuantos problemas matemáticos y los ciento y pico países del mundo; algunos tan minúsculos y remotos que se me extraviaron en cuanto aprobé el examen.