Los poetas y libros más interesantes, por su rigor y hondura, pasan desapercibidos en la mayoría de los casos, y sucede porque las editoriales son pequeñas e independientes y no pueden promocionar sus publicaciones o el poeta vive alejado de los círculos del poder mediático de quienes lo ostentan. Esta es una situación que se viene dando no de ahora sino desde hace muchos años. Sin embargo, ocurre que cuando llega a tus manos un libro de poesía como El lugar de los dignos, de Mario Lourtau, avalado, además, con el XVIII Premio de Poesía José de Espronceda, Ciudad de Almendralejo, uno se siente reconfortado y agradecido por su envío, como es el caso. No es la primera vez que la poesía de Mario Lourtau (Torrejoncillo, Cáceres, 1976) es reconocida, y premiada.
Con anterioridad al libro objeto de este comentario, el poemario Donde gravita el hombre quedó finalista del XXII premio Gerardo Diego y Quince días de fuego obtuvo el accésit del premio Adonais 2009, pero además acompañan a estos premios otros dos libros publicados: Catálogo de deudores y La mirada del cóndor. Ya desde el poema que abre El lugar de los dignos hallamos una voz contenida y madura, en un homenaje al lenguaje, a las palabras como esencia de la expresión poética, y en ellas se abisma, y en ellas el fuego irresistible de la luz y sus silencios, amparados por el devenir de la experiencia vital, de la profunda reflexión donde todo muta y vive: “Por eso están ahí —desnudas, generosas—, / sobre un arca de espuma que recoge / las sílabas del tiempo, sus grietas, sus enigmas, / ese lenguaje anfibio donde reptan / las líneas de la vida con su elixir de asombros, / esa voz que redime y nos consuela, / esa azul celebración de lo nombrado”. Cuatro son las partes en las que divide Lourtau este poemario: Raíz de la memoria, donde pasado y paisaje se mezclan y complementan como elementos destacables; El reino escrito (Dimensión de la palabra), que ya anuncia el expreso pronunciamiento sobre la metapoesía; La estatura de un hombre, en la cual el imaginario del poeta se ensancha y amplifica de acuerdo con lo vivido y experimentado —clarividencia de recuerdos y vivencias— y El lugar de los dignos, que da título al libro y cierra de manera magistral este poemario de Mario Lourtau. Comienza el poeta con recuerdos de la infancia, ese paraíso machadiano al que siempre parecen regresar los poetas, y lo hace hacia la mar y de la mano del padre: “Me llevas de la mano a ver el mar, padre, / cuando aún siquiera he alcanzado / la edad de ser un niño…”; allí recibirá las palabras del padre como savia de vida y quedarán para siempre en la memoria: “Nunca olvides, hijo, / —aunque ahora no me entiendas— / que el dolor es otra forma de amar / lo que apreciamos. // Nunca olvides, hijo —al cabo de los días—, / quién te trajo a ver el mar / por vez primera”.
El mar Mediterráneo, Marrakech, Zagora, Toubkal, Essaouira serán lugares, raíz de la memoria donde regresará una y otra vez, y en la contemplación vivirá plenamente los dones de la tierra, los dones del hombre y sus sueños: “Yo sé qué recoge mi mirada / después de tanto asombro, / después de acariciar, sin yo tocarlo, / el gesto de la vida, su regazo. / Tal vez aquí, en lo intangible, / resida la grandeza de las cosas. / Tal vez de aquí, de los sencillos dones, / derive lo sublime”. Mario Lourtau es un poeta que interioriza cuanto a sus ojos aparece, que bucea y ahonda en los significados, en la raíz misma de las palabras, que son luz de vida: “Residir en la luz, ser luz, beber su esencia, / fundar con las palabras / las estancias secretas de un idioma, / viajar todos los mapas, servir en otros cuerpos, / no ser miedo; / hacer que entre las páginas de un libro / la soledad no exista”. Las palabras son moradas del poeta, en ellas se adentra como si fuera un bosque sagrado, y con ellas se reencuentra en el dolor por la muerte del amigo poeta Miguel Ángel Velasco, que con tono elegíaco lo recuerda: “Tan puro y mineral yaces ahora, / tan hueco y tan distante de labios y licores, / del polvo de la vida y sus cortejos / que apenas veo horizonte si recuerdo / lo tanto que sufriste y lo temprana / que levantó en tu ser la muerte el vuelo”; y en ellas, las palabras, el verso vivo del poeta de Orihuela, Miguel Hernández. También otros poetas serán objeto de homenaje en este “Reino de lo escrito”: Claudio Rodríguez (“Pero tú, orfebre infatigable, / ensamblas los vocablos como quien canta el mundo, / aclaras los paisajes y moldeas con palabras / el eco donde habitan los silencios”), Leopoldo María Panero (“Nunca más la demencia, ni la nieve, ni el féretro / sellado del olvido”) o José Hierro (“Aquella misma noche las noticias / hablaron de humildad, de sencillez, / de un hombre digno, / de aquel que supo por el dolor que el alma existe”).
Pero si tuviéramos que resumir este libro pleno de luz y madurez, donde la palabra vuela hasta los orígenes de los asombros y el silencio, de la vida en suma, el poema que da título al libro, El lugar de los dignos, sería el más certero y adecuado. En él Lourtau nos descubre con detalle el acontecer de los días, la vida que se proclama única heredera en la palabra: “Si supiste interpretar en las palabras / el signo que nos nombra erróneos e imperfectos / y llegaste a descifrar que en el enigma late / la dimensión exacta de la vida, / su azul celebración, su esencia pura, / entonces, de algún modo, / tendrás la sensación de haber logrado algo, / de ser alguien, / de alcanzar en la mesura de tus actos / el lugar de los dignos”.
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