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El nuevo y desventurado Lazarillo

lunes 23 de agosto de 2021, 09:00h
Habrán advertido que la imagen más insólita de la muy pasmosa —por veloz, claro— caída de Kabul bajo los talibán, es aquella donde estos se muestran ajenos al gran problema que está quebrantando la economía mundial: la covid-19.

Tanto sermonear a todo quisque con el concepto de pandemia —esa dimensión superior que alcanzan las epidemias cuando amenazan a un continente entero y, como consecuencia, a la Humanidad si no espabila y les pone remedio—, y llegan estos tipos agrestes y desarreglados, sobre unas furgonetas de reparto, con apenas un turbante, una canana y un subfusil desportillado y, para mayor asombro general, sin una sola mascarilla. Y de este desembarazado porte se sitúan delante de las cámaras mesándose las luengas y foscas barbas, no ya como si Alá los hubiese tornado inmunes a la plaga, sino como si hubiese sucedido algo mucho más milagroso: que Fernando Simón hubiera acertado por una vez y la infección, como nos pronosticó en aquella rueda de prensa, no superase a un “catarrito”.

Pero tras mirar varias veces la imagen, acabo intuyendo que ni Simón ni intervención de la Providencia, sino que los talibán viven en otro planeta; es decir, que la Globalización está parcelando la Tierra entre lugares transitables y otros —cada vez más abundantes— vedados, por mortales, para cuantos no nacimos allí. Aunque, la verdad, sus nativos sobreviven porque se han ido ejercitando, año tras año, en sortear diariamente auténticos laberintos de terror. A estos reductos de indignidad, los periodistas y los políticos, cuyo más exitoso cometido en la actualidad consiste en poner nombres nuevos y muy sonoros a viejos problemas como si por el hecho de rebautizarlos se resolviesen solos, los llaman “Estados fallidos”, y el resto, claro, asentimos y entornamos los párpados haciéndonos cargo de la magnitud del estrago; entre tanto, se han ido desbaratando Somalia, el Yemen, el Sudán del sur, Libia y ahora Afganistán, y no sé exactamente en qué proporción Siria e Irak e incluso El Líbano, y según se adivina por las ocurrencias de las lumbreras que los gobiernan, pronto se sumarán a esta siniestra lista varios países de la América hispana y, luego, quien sabe de dónde más.

Y a pesar de su abundancia y de su titulación como repúblicas, ni de lejos se me antojan Estados; en cualquier caso, territorios desterrados por la inercia inexorable de la Globalización —que es y no se olvide una competición tecnológica y mercantil— a un arrabal donde mantienen —si es que logran mantenerlas— unas tortuosas relaciones con el exterior y cuyos habitantes, para meramente sobrevivir, se devoran con los pretextos más miserables y de las maneras más despiadadas. Mientras, cada día sus rentas se degradan y, en consecuencia, se les van apurando las posibilidades de adquirir los rudimentos técnicos indispensables para incorporarse a la Globalización, tanto como sus hábitos se van distanciando poco a poco de los nuestros, hasta que —supongo— llegará el momento cuando su similitud con los territorios salvajes del s. XIX sea tan estrecha que solo puedan penetrar allí los exploradores —es decir, los tratantes en materias primas por cuenta de una multinacional—.

Y no crean que es la alucinación de una sofocante noche de verano, no; me basta con volver a ver las imágenes de los arrogantes talibán abarrotando los despachos gubernativos de Kabul, o los reventados edificios de lo que fue antaño la bulliciosa Alepo, o los montículos de escombros sepultando el soberbio puerto de Beirut, o ese poblachón entorpecido, aquí y allá, por herrumbres socarradas que es ya Mogadiscio, para apreciar que si mi predicción no es una realidad palpable, está a punto de serlo. Y lo más sorprendente es que en absoluto nos alarman ni sus imágenes ni su posterior existencia como territorios sin ley ni porvenir; quizá porque hemos convivido durante décadas con cotos hostiles y tan cerca que nos hemos inmunizado; ¿o acaso no son esas barriadas de las macrourbes, donde gobiernan a su sanguinario antojo una o varias bandas y donde no se puede penetrar sin el amparo de un vecino curtido en las claves de tránsito o escoltado por un contingente policial, unos “Estados fallidos” en miniatura y a la vuelta de la esquina? Como tampoco nos escandaliza saber que solo quienes, guiados por una inquebrantable voluntad y, desde luego, por algún imprevisto golpe de fortuna, consiguen abandonar su viciosa y obcecadora mugre —tanto de un sitio como del otro—, para incorporarse a eso que llamamos una vida digna.

Es más, en este momento cientos de miles de hombres huyen como pueden de esos “Estados fallidos” hacía nuestro mundo —en realidad, hacia esos horrendos suburbios que señalé antes— en busca tan solo de cobijo. Ellos, naturalmente, sueñan con prosperar, pero en el fondo se conformarían con un poco de sosiego. Mientras, nuestros políticos y nuestros periodistas, tan escrupulosos en su humanitaria tarea idiomática, les han retirado la “e” y ahora les llaman solo migrantes, aunque no sepan ni cómo ampararlos ni cómo contenerlos ni tampoco creo que les importe lo más mínimo. En cambio, estoy convencido de que el gran protagonista de la novela de nuestro tiempo será uno de ellos: un nuevo Lazarillo, atemorizado y entelerido, llegado solo Dios sabe de dónde. Claro que se nos presentará despojado de cualquier compasión y, por supuesto, de toda ironía; porque sobrevivir al cúmulo de crueldades que cuesta llegar a pisar nuestras pacíficas calles, suele rasurar estos donaires humanos.

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