Es central en la trama, por lo tanto, el papel de los maestros y, en concreto, el estilo personal, cercano y socrático (mayéutica) de la educación tradicional. Y en relación con esa importancia, la idea de que si por un lado es necesario que los maestros pidan y gocen de mayor reconocimiento social, no pueden permitir que éste se logre a costa de ver la educación reducida a un lujo para aquellos que puedan pagarla. La educación, la verdadera educación, solo lo será, dice esta novela, si es humana, cercana y para todos.
Sumen a este mensaje, el de que los niños necesitan tanto a los maestros como estos a aquellos. Porque esa vocación de enseñar y de aprender, ese instinto, es la razón principal de ser de esta novela.
En este sentido, la propia experiencia personal de la autora –que dejó una cómoda carrera para volver a ser maestra en un colegio humilde de Madrid− es el cimiento vital sobre el que se levanta una obra que es tanto una defensa de la educación como, desde ese punto de vista biográfico, un llamado a “igualar el pensamiento con la vida”, en expresión de Azorín. Es decir, a actuar de acuerdo con lo que se piensa, sin negociaciones con la propia comodidad.
Formalmente, dos son, a mi entender, las columnas que sujetan esta novela. En primer lugar, su clasicismo, entendiendo por tal dos cosas: su propósito moral y su empleo de los recursos y estructuras de las tragedias griegas para hacer avanzar la trama. Destaca a este respecto el hecho de que en la trama el idioma elegido por la élite mundial para ser educada y para comunicarse entre sí sea el latín. Un hecho que permite a la autora darnos a entender cómo las humanidades van más allá de estudiar latín o de conocer bien las principales obras griegas. De lo que se trata, en cambio, es de celebrar la naturaleza humana, uno de cuyos epicentros es la vida social entre iguales: “entre personas vivo”, uno de los lemas de la novela.
También destaca en el entramado moral de esta obra la idea de que la cultura no es ni alta ni baja, sino que solo es cultura si es accesible para todos, es decir, si es popular. Y que, por lo tanto, no se puede hablar de que una persona es culta solo por saber latín o porque sabe de memoria algunos pasajes de los autores clásicos. La cultura solo es posible entre los otros y para los otros. “La cultura sigue viva porque el ser humano la necesita”, se dice. Más allá de la tecnología y el ocio, pues el arte nos habla de lo que nos hace verdaderamente humanos y enciende la capacidad de pensar por uno mismo y de enfrentarnos al misterio de nuestra propia existencia.
El segundo pilar de la obra y en relación con ese clasicismo, es su idealismo, su renuencia −¿su renuncia?− a avanzar bajo la férula dictatorial de lo veraz. La ventana es una novela simbólica, de pura ficción. Todo sucede en ella ordenado como por una acuciante necesidad. Como en las obras clásicas, el azar no existe en esta novela. Al contrario, todo es destino. Porque lo importante no es la veracidad de lo que se nos cuenta, su verosimilitud, sino el hecho puro, la parábola que nos narra cómo el hombre, una vez más, trató de ir más allá de la naturaleza –esta vez, a través de la destrucción del planeta y de la inteligencia artificial− hasta caer en la hybris y atraer sobre él el castigo divino.
Fruto de ese clasicismo es también el mencionado simbolismo, que encontramos en los nombres de los personajes, en los espacios que ocupan (Mérida y su teatro romano, por ejemplo), en los autores que evocan, en los libros que citan… Así, el otro protagonista de la obra, también de nombre clásico, el joven Alcibíades –guerrero y alumno preferido de Sócrates−, se convierte en el símbolo de la esperanza en un futuro parecido a nuestro presente, donde maestros y alumnos puedan volver a estar reunidos en las aulas, convertidas en un espacio de educación socrática.
Y es que como la propia obra dice (p. 78): “Los seres humanos, además de cosas concretas, necesitan símbolos… y los artistas muestran los símbolos”. Este ha sido el propósito de la obra: ofrecernos símbolos con los que interpretar el mundo que habitamos, la realidad que nos toca crear y que creamos cada día, con nuestra actividad o nuestra pasividad.
La única duda es saber cómo recibirá el lector medio este encadenamiento de símbolos y casualidades, esta obra tan alejada del canon realista-decimonónico; si no le parecerá, acaso, un defecto de realismo lo que es una virtud de clasicismo e idealismo.
La novela es, en todo caso, un apasionado toque de corneta ante el peligro de que se convierta en privativo de unos pocos el que es el pegamento fundamental de las sociedades: la educación. Y también un grito ante el desprestigio, o directamente el abandono, de las humanidades y del caudal clásico de la cultura que en esta obra de Carmen Guaita es defendido tanto en contenido como en forma.
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