“¡Que viene el cuco!”, y al cerrar los ojos para dormir veía venir al cuco. Noches de terror creadas por monstruos fantasmas, una cortina moviéndose, y era “el cuco”, el rechinar de un piso de madera, y yo subía las sábanas para protegerme del cuco.
Años más tarde me topé con el cuco, cada persona tiene su cuco, así como cada cuco tiene quien le dé vida, quien lo alimente, quien le permita penetrar en la mente y hacer temblar al niño, al adulto, a la sociedad.
¡Que viene el cuco!, se escucha hoy en las calles de Lima, ¡que viene el cuco!, se escucha en Miraflores, ¡que viene el cuco!, temen los que votaron por un cambio en la sociedad.
¡Que viene el cuco!, se escucha en Jerusalén, en Chile, en Colombia. ¡Que viene el cuco!, amenazan los autócratas en Nicaragua, en Venezuela, en El Salvador, en Brasil.
Perú está jugando con fuego, y el cuco del comunismo se pasea por el campo de Marte, por las páginas de los diarios, por las declaraciones de los detentores del poder y la fortuna, en las declaraciones de individuos inmediatistas que al negar el presente asesinan el futuro.
El cuco del comunismo, aquél que pensaba había quedado atrás en la infancia de nuestra era, aquél que había sido sepultado tras la caída del muro, tras develar los errores de un sistema, la similitud de un sistema con el opuesto, donde en ambos la desigualdad reinaba, los privilegios mandaban, donde las elites cambiaban de nombre, donde la explotación, la injusticia era la misma.
El cuco es rojo, el cuco es pardo.
En Perú el cuco regresó en las manos de quienes quieren seguir viviendo en el pasado, y el cuco, chispa del incendio que puede arrasar con las esperanzas, puede llegar a los cuarteles, como antes, como en una época que pensábamos había quedado atrás, y regresar a la época de las dictaduras.
Estamos frente a lo desconocido. Para unos, el cuco es el populismo, ese cuco que conlleva el peligro de transformarse en dictadura. Para otros el cuco es el progresismo, un cuco que promete poner fin a la injusticia, que busca cambiar partidos e instituciones, un cuco que se mantiene dentro de las reglas del juego pero que podría derivar a populismo.
¿Qué hicimos para llegar, como en los miedos de nuestra infancia, a enfrentarnos con el cuco? ¿En qué momento preferimos taparnos la cabeza y ocultar la realidad? ¿En qué momento preferimos jugar con fuego a prender la luz y espantar los fantasmas?
La democracia tiene su cuco, y ese cuco es el mal perdedor, aquél que no quiere perder sus privilegios aquél para el cual, el voto es válido solamente si lo favorece, aquél que juega a cambiar la suma de voluntades por la resta, aquél que piensa que el voto no tiene el mismo valor, que no vale lo mismo el de la elite de guante blanco que el del pueblo de mano sucia, el de alta alcurnia que el de la plebe.
El cuco puede comenzar, cual chispa en los secos pastizales, a pasear por las calles. A su paso, incendio incontenible, puede asaltar las instituciones del Estado, un Capitolio, en espera del cuco mayor, aquél que depositará en sus manos el poder: una dictadura. Y sea del color que sea, una dictadura es una dictadura.
La democracia tiene su cuco, el temor al cambio, y ese temor arroja los sueños de democracia en los brazos del populismo.
La democracia tiene su cuco, el creerse superior y no ver que ello alimenta al cuco.
La democracia tiene su cuco, el predicar moderación para no cambiar y conservar los privilegios y hundir la daga aún más en las espaldas de los desfavorecidos, los explotados, los despreciados, los mirados en menos.
La democracia tiene su cuco, y es la política de la calle sin que tenga una estructura clara, una propuesta clara, o al menos la base de una propuesta. La inmunidad de rebaño frente a la razón.
La democracia tiene su cuco, y son los miedos de cada uno, el mirarse al espejo y no tras el espejo, el ocultar el pasado, la realidad presente, y temblar temiendo perder sus privilegios.
La democracia tiene su cuco, el lenguaje anacrónico, aquél que se alimenta de los miedos, o de las esperanzas del pasado, aquél que repite trasnochadas consignas y no se aventura a cambiar pues teme que el cambio lo destruya, aquél que adormece el pensamiento y oprime.
La democracia tiene su cuco, la política del avestruz, el esconder la cabeza para no ver los peligros que la asechan lo que la hace presa fácil de sus enemigos.
La democracia tiene su cuco, y es aquél que se cree poseedor de la verdad, cruzado de la democracia, destructor de infieles y juega con fuego, aquél que defiende su clase sin importarle el destino de su pueblo.
La democracia es como una niña aprendiendo sus primeras letras y cuán irresponsable puede ser el maestro al manipular la palabra y enseñar a repetir y no a entender, a enseñar el miedo y transmitir el miedo al cuco, su cuco.
La democracia es como un niño, una niña que no se atreve a dar el primer paso, que vacila, que teme caerse, que no se siente segura, y la experiencia muestra lo difícil que es dar ese primer paso. Sin embargo, tras cada caída trabajosamente se levanta y un día la veremos caminando nuevamente, construyendo su propio camino, a menos que, a menos que nos sentemos a esperar que otros sean el motor del cambio, que otros decidan por nosotros, que seamos espectadores y no actores de nuestro futuro.
¡Cuidado, que el cuco anda paseando en nuestras mentes y por las calles de Latinoamérica y el mundo!
* Escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Reside en los EE UU.
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