Se trata de un formidable compositor que desbordando hasta sus más ensoñadas aspiraciones emocionó a media Humanidad e incluso la hizo cimbrear las caderas al ritmo de sus compases, durante aquella atolondrada década conocida bajo el inocentón título de Los locos años veinte. Si bien, sus aciertos melódicos fueron tales que han superado con largueza aquel decenio, y por eso no nos extrañaríamos si cualquier mañana, mientras reparamos un enchufe o hacemos un hueco entre los polvorientos trastos del desván, nos encontrásemos tarareando La violetera (1914) o Valencia (1925), por no mencionar El relicario (1914) o, qué sé yo, Ça c’est Paris (1926), por escoger otra de sus más famosas composiciones; si hasta su Estudiantina portuguesa (1950) sirvió, con Grândola, vila morena (1964) de Jose Afonso, como himno de los capitanes sublevados, aquel memorable 25 de abril, de 1974.
Y es que la obra de José Padilla, como su propia vida, en absoluto se atuvo a España. Hoy nos parecería natural para quien, con solo diecisiete años, debutase en Madrid y, de inmediato, en Barcelona, dirigiendo sus propias zarzuelas —por cierto, la primera, El centurión (1906), con libreto del padre de Miguel Mihura—, pero en aquel recién nacido siglo XX no se me antoja nada fácil. Sin embargo, así fue y, desde 1914, José Padilla frecuentó Buenos Aires bien fuera como director de orquesta o como autor de musicales y hasta como empresario; y en cuanto a su legado: como oído atento al folklore argentino, que inspirará sus milongas y vidalas y sus muy conocidos tangos, como El taita del arrabal (1922). Si bien, su gran oportunidad le llegará a partir de 1918, cuando se convierta en un habitual de París, reclamado por el éxito de El relicario y de La violetera, a la que Maurice Ravel considera una obra maestra que deben estudiar sus alumnos de Armonía y Composición.
Y si El relicario había alcanzado la apabullante cifra de ventas de ciento diez mil discos de pizarra, tras estrenar Mistinguett Valencia, el 11 de noviembre de 1925, en el Moulin Rouge, no se adivinaba ya límite para las composiciones de José Padilla, pues este pasodoble produjo solo en un año veinticinco millones de francos cuando los discos aún eran para aquellos gramófonos con bocina y la radio, un invento traído del futuro. Para entonces, también interpretaba en el Folies Bergere otra de sus composiciones Joséphine Baker y, luego, vendrían Maurice Chevalier, o Tito Schipa, o Concha Piquer, o Montserrat Caballé o, como todavía lo recordamos, en la voz de Sara Montiel o de Barbra Streisand, o de tantos otros que se han sumado a esta deslumbrante nómina que inició, en 1914, Raquel Meller cuando internacionalizó La violetera. Pensemos que el gran venero de sus canciones —musicales, revistas y zarzuelas— reúne unas cuantas decenas de títulos, a los que Broadway no fue ajeno, y que entre bandas sonoras e introducciones diegéticas sus melodías aparecen en más de trescientas películas, en tanto que, con su orquesta, recorrió varias veces cuanto del mundo le fue permitido. Incluso nos legó obras de cámara y aun piezas religiosas, aunque no firmara una solemne sinfonía o alguna rotunda ópera para colofón de esta larga carrera que no concluirá sino las vísperas de 1960, año cuando falleció en su hotelito de Madrid.
Solo me resta por añadir un episodio que, aun siendo anecdótico, demuestra su estatura: le ganó un pleito a Charles Chaplin por utilizar sin su permiso la melodía de La violetera como leitmotiv de la florista ciega, en Luces de la ciudad (1931). Y, al escribir esto, advierto que José Padilla, sin duda, perteneció a esa casta de artistas almerienses que, aun ignorados por la mayoría, cambió nuestra más palpable inmediatez como, por ejemplo, los pintores indalianos —Perceval, Capuleto, Cañadas, Alcaraz, Cantón Checa…—, quienes transformaron la figuración de la Posguerra con una imaginería entre ingenua y sumamente expresiva que dulcificó la calamidad visual del momento; o esa pareja asombrosa de José María Artero y de Carlos Pérez Siquier que modernizaron la fotografía nacional cuando, en 1956, se les ocurrió editar la revista Afal, como órgano de la asociación de fotógrafos de la provincia y, además, como buzón abierto para cualquier fotógrafo disconforme con el pictorialismo reinante. No obstante, si algo me da la verdadera dimensión de lo que supuso —y quizás aún suponga— la música de José Padilla sea contemplar esa secuencia de Ninotchka (1941), donde Greta Garbo tararea livianamente Ça c’est Paris.