Porque, para mí, Federico Fellini es la vida tal como la recuerdo desde aquí, desde la mesa donde les escribo; seguro que hay otras formas de apreciarla pero, qué le voy a hacer, me resultan ajenas. Tanto es así que el año pasado, para compartir su centenario con todos ustedes, les anuncié en el artículo "Fellini o el derroche de humanidad", que en su pueblo, Rímini, se había inaugurado una ruta felliniana, que iba desde la puerta del cine Fulgor, por todo el corso d’Augusto, hasta el castillo de Sismondo, donde se pensaba abrir un museo internacional dedicado a su obra; algo que no presentaba mayor importancia, salvo para quién pensase en viajar a la capital romañola. Mientras y por no perder comba con estos fastos locales y otros más cosmopolitas acontecidos en Cinecittà, se estrenaron dos documentales durante un par de festivales de cine: La verità su “La dolce vita”, de Giuseppe Pedersoli, en la Bienal de Venecia, y este, Fellinopolis, de Silvia Giulietti, en la Fiesta del cine de Roma.
Por supuesto, ninguno de estos reportajes intenta competir con la serie de la RAI en nueve capítulos: Felliniana (2003), de Leopoldo Santovicenzo y Enrico Salvatori; pero, en compensación, nos iluminan aspectos singulares e incluso indagan sobre un inmenso apuro que amenazó el asombroso empeño de Federico Fellini por la abolición del “conflicto” como el elemento clave de la narrativa cinematográfica, y su substitución por el desbordante y pasmoso espectáculo de la vida, pues La verità su “La dolce vita” nos cuenta las angustias de una persona quizá tan clave como Roberto Rossellini o Alberto Lattuada en la carrera de Fellini, por el momento y el reto soportados: ni más ni menos que el productor de La dolce vita (1960), Peppino Amato; por cierto, tío del director de este documental con episodios dramatizados, para situarnos vívidamente en aquel terrible aprieto que fue sufragar a un cineasta de treinta y nueve años, y ya galardonado con un par de Oscars —por La strada (1954) y por Las noches de Cabiria (1957)— y cuyo presupuesto de rodaje se disparaba semana a semana sin adivinarse cómo se podía atajar semejante derroche ni cuándo se iba acabar la dichosa película, por mucho que aparentase —sobre el guion, claro— ser una obra maestra. Luego, esta ampulosa presunción se quedó corta y La dolce vita devino en mucho más: en un jalón indispensable para entender Roma, e incluso para cualquier Roma ambicionada por nuestra imaginación; tanto es así que su título definió una bella —y claro, tan insatisfecha como amarga— manera de existir, solo alcanzable en nuestras deseadas Romas. En cuanto, a Fellinopolis, recoge unas cuantas entrevistas entrañables como la del escenógrafo Dante Ferretti o la del figurinista Maurizio Millenotti o la de la script de una buena parte de su filmografía, Norma Giacchero, entre las más significativas. Aunque, la verdad, apenas comenzamos a escucharlos, enseguida añoramos las confidencias y las anécdotas de los grandes puntales de su obra como Nino Rota, Ennio Flaiano, Tonino Guerra, Magali Noël, Marcello Mastroianni… O su infalible Giulietta Masina; pero estos, desconsoladoramente, también se nos fueron.
No obstante y para compensarnos de estas anheladas ausencias, Fellinopolis nos brinda un entusiasmante regalo: el material filmado a su antojo por el ayudante de dirección Ferruccio Castronuovo, durante los rodajes de Casanova (1976), La ciudad de las mujeres (1980), E la nave va (1983) y Ginger y Fred (1986); en fin, durante esa última década productiva de Fellini, donde solo falta Ensayo de orquesta (1979) para completarla. Unos cuantos metros de imágenes, en tanto que grabados de un modo furtivo, absolutamente conmovedores cuanto divertidos —claro que, con Fellini, como apreciamos en este documental, incluso cuando ensayaba o planificaba una toma, ambas emociones iban siempre anudadas—, que estuvieron depositados durante treinta y pico de años en la filmoteca nacional italiana, y que la productora y directora de este film, Silvia Giulietti, como investigadora del cine, ha rescatado y remontado de una forma abrumadora, al acentuar el abigarrado tumulto sobre el que se abría paso aquella voz —aparezca en el fotograma o simplemente se la escuche—, con su peculiar tono eternamente infantil, de Federico Fellini, para que sintamos el asombroso y jovial desconcierto que era trabajar al dictado de su megáfono.
¿Y de que otro modo podía ser si Fellini se había propuesto plasmar el inagotable y bullente torrente de la vida para extraer, entre su barahúnda —como ya escribí aquí—, su acicate más sólido: la ilusión? Ese inefable merengue que cuando es ajeno y lo contemplamos con cierta distancia, suele resultarnos ridículo; ah, pero cuando se trata del nuestro…