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José Manuel Caballero Bonald
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José Manuel Caballero Bonald (Foto: Daniel Mordzinski)

A propósito de Caballero Bonald

lunes 17 de mayo de 2021, 08:00h

Me ha costado escribir esta nenia a José Manuel Caballero Bonald, porque la prensa durante estos días ha publicado, bien por el conocimiento de su prolija obra o bien por la cercanía con el escritor jerezano de sus autores, necrológicas muy notables y mucho más enjundiosas de cuanto acertase yo a decir. Y por otra parte, disponiendo de esta página, me resistía a dejar pasar una ocasión tan crucial como su fallecimiento, sin recordar una intención que adiviné durante la lectura de una de sus novelas, y que luego he encontrado explicada en alguna de sus entrevistas donde se abordaba ese empeño directa o tangentemente, mientras que en la actual narrativa de nuestro país tal propósito de Caballero Bonald parece rechazado si no es ya perseguido con un silente encono, por mucho que todo el universo libresco español se haya deshecho la semana pasada en elogios y en otros ditirambos laudatorios a su figura.

Este empeño está entretejido en la deslumbrante apuesta —en su momento tan valorada como para recibir el prestigioso Premio de la Crítica de 1975— que supuso para la novelística hispana Ágata ojo de gato (1974), y que en buena medida reafirmó con su siguiente relato: Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981); narraciones de factura muy distinta y, no obstante, en absoluto contradictorias con ese propósito que, por otra parte, mancillan cada día nuestras novedades novelescas. Una acumulación de títulos que exhibe, sin el menor bochorno, un deterioro en la práctica del género, en tanto contribuye por mera saturación a un empobrecimiento de la exigencia —si no es ya de la comprensión— de nuestros lectores. Y aquel hoy rechazado propósito quedaría más o menos definido por Caballero Bonald durante una entrevista concedida a Federico Campbell, en 1971, con las siguientes palabras: “… A medida que pasa el tiempo veo más claro que nosotros heredamos una deuda (en el terreno de la narración, no en el de la poesía) y que esa deuda ha habido que ir saldándola por un procedimiento de ruptura permanente”.

Para acometer esta ruptura permanente de los novelistas de su generación, Caballero Bonald había acopiado recursos y lecturas durante su estancia bogotana a comienzos de los años sesenta, a los que sumó un conocimiento paulatino del gran narrador del siglo, William Faulkner, tan decisivo en la segunda novela que acabo de citar arriba. Al punto que si en Ágata ojo de gato observamos lo que definiría como un sensualismo suprarreal —por distinguirlo del empleado por el otro gran novelista sensualista hispano, Gabriel Miró— que aproximaría a Caballero Bonald hacia el Miguel Ángel Asturias de Hombres de maíz (1949) o de El alhajadito (1961), en la narración fragmentaria de Toda la noche oyeron pasar pájaros nos hallamos frente al relato contado a retazos, tantas veces ensayado por el maestro de Misisipí desde El ruido y la furia (1929), y que culminaría con los tres planos netamente platónicos —por sorprendente que se nos pueda antojar— de ¡Absalón, Absalón! (1936), sin que olvide su último empeño en transitar por esta senda con Desciende Moisés (1942). Y para levantar semejantes entramados narrativos se requiere no solo de ingenio sino de algo más sólido: oficio; es decir, conocimiento solvente del doble instrumento con que se fragua una novela: la humanidad y la lengua. Y si en Ágata ojo de gato Caballero Bonald primó el desbordamiento léxico como el embeleco para sumergirnos por una fabulosa deambulación entre las marismas de Doñana; en Toda la noche oyeron pasar pájaros absorbería los confundidores mecanismos de la memoria para construir esta novela como una sucesión de recordadas —quizá hasta figuradas— estampas, aunque también prodigase la suficiente amplitud de vocabulario para asentarnos con holgura ante la reverberante luminiscencia de la costa gaditana.

He aquí como resuelve en ambos casos y por caminos distintos la ruptura permanente que exponía a Federico Campbell; en el primer relato, con una embriaguez parlera que encierra al lector en un universo de fábula y, en el segundo, con ensoñaciones memorísticas que suscitan a menudo la incredulidad; es decir, en ambas novelas la ruptura permanente es una superación, por un ejercicio de exceso, de cualquier tentación de prosaísmo y de linealidad; esa anodina y roma verosimilitud que ahora es tan premiada.

Por mi parte, caí subyugado por la verbalidad hipnótica de Ágata ojo de gato, e intuí —aunque ignorara todavía que Caballero Bonald la definió como ruptura permanente— esa intención que impulsaba al novelista hacia un “narrar” arriesgado, sabiendo que solo así se convertía en cabal heredero de la literatura que concibió la novela moderna. Y siempre he intentado imprimirla en mis relatos; aunque amparándome en la máxima de Antoni Gaudí: “lo original está en el origen”, he buscado argucias en el Siglo de Oro y aun en épocas anteriores para fortalecer mi relatoria, no así la trama; pues fiel a la “novela moderna”, creada por nuestros desengañados renacentistas, concibo al género como la andanza de un personaje —o de varios— y será él —o ellos— y no yo, quién trazará el recorrido y la ejemplaridad de la peripecia. Cosa distinta es que disponga de la maña para plasmar con gracia cuanto me dictan; ahí es donde asoma el oficio. Ahora mismo he publicado una novela: Los invertebrados; trata sobre el 15-M. Pero aquella primavera de 2011, con Zapatero atisbando su desastrado final y el Gürtel asomando su jolgoriosa zarabanda, ¿no exigía de nuestra castiza picaresca para relatarse con ajustada fidelidad?

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