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Francisco Umbral, "Mortal y rosa": un largo poema de amor

miércoles 05 de mayo de 2021, 18:00h
Mortal y rosa
Mortal y rosa
Buscar en uno mismo aquello que la vida nos arrebató de una forma cruel e inesperada. Hacerlo a través de uno mismo como prolongación del hijo que día a día se va muriendo, y como anticipación del mañana y la tragedia. Hacerlo mediante los recuerdos de su niñez (la del poeta narrador), que afloran en la ausencia. Ausencia impuesta por la vida, el destino y la muerte. Ausencia no deseada. «Puedo escribirlo todo, pero la literatura es la distancia definitiva que perpetuamos entre nosotros y las cosas».

De ahí, que cuando la realidad y la ficción interfieren la una con la otra, y se funden en una sola, surge la leyenda en contraposición del mito, el hado y sus aristas frente al olvido, las huellas del dolor y su vacío como puñales asesinos. Mortal y rosa es un largo poema de amor con ecos de surrealismo arrabaliano; un surrealismo conmocionado por el pasado y la construcción del hijo a través del padre. Igual que si éste fuese un heterónimo nacido del dolor y la inocencia perdida, porque nace de su propio ser, de su «yo», y de su carne. La palabra, entonces, se hace piedra y agua que la desgasta, nube y aire que la disemina, sed y agua que no la calma. En este largo poema de amor, Umbral naufraga, él solo, tras cada palabra, recuerdo o intento de apoderase del tiempo y la vida. Él conoce el sentir de su derrota, y por eso se deja llevar por las aguas que le conducen a la nada. «La muerte es nada» nos dice, como la vida es nada sin el hijo: «Ea, mi niño, ea», concepto traslúcido convertido en sombra, pero también en mecedora, pizarra y tiza, en oso de peluche…

En el mundo de la literatura hay muchos ejemplos de la desolación ante la muerte. Una muerte siempre injusta, temprana y cruel. Baste recordar a Jorge Manrique y Coplas por la muerte de su padre. Más cerca de nosotros también se encuentra Albert Camus, cuando en su novela, El primer hombre, se enfrenta a sí mismo, a sus raíces y al encuentro de su padre desde la convicción de que ese primer hombre que no llegó a ser su progenitor es él, cuando delante de su tumba piensa que el hombre enterrado que yace bajo tierra era más joven que él: «Y la ola de ternura y compasión de golpe que le colmó el corazón no era el movimiento del ánimo que lleva al hijo a recordar al padre desconocido, sino la piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente asesinado». O también, mediante la búsqueda del hermano muerto a través de las sombras de los recuerdos y la melancolía que éstas nos producen, tal y como sucede en la novela El niño perdido de Thomas Wolfe: «El modo en que las cosas resultan no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean...» Por no hablar de esa confrontación del desasosiego que siempre acaba en la nada y que tan bien expresó en su obra Fernando Pessoa en primera persona y tras sus heterónimos. Voces que cobran vida propia dentro de sí mismo, como en este caso le ocurre al hijo muerto en Mortal y rosa, porque como nos dice Félix Grande: «Mortal y rosa es el poema del infierno y es el retrato del infierno. La lágrima a la vez imprecatoria y clandestina que se arrastra por las páginas de este libro como la baba colosal de un caracol irreparablemente huérfano, esa lágrima empujada por el pudor, es la noticia del infierno, y es a la vez una humedad verbal, una humedad poética a la que ni siquiera el infierno consiguió evaporar». De esa petrificación del dolor y la muerte surgen, en el relato, las calaveras: «¿Hay algo más falso que una calavera? Es lo que mejor nos disfraza. Por dentro de la calavera está el personaje mirando al mundo, y la calavera nos mira con ojos de antifaz, porque la clavera no es la verdad de un rostro, sino la máscara última. “Rosa, sueño de nadie bajo tantos párpados”, escribe Rilke. La calavera es máscara de nadie bajo tantas máscaras». Y en esa máscara de máscaras es donde se refugia Umbral para intentar desasirse del vacío que le produce la muerte del hijo infante, del niño con media melena, del hijo de ojos claros, de mirada límpida y transparente. Hijo que nació de la carne y antes de tiempo se transformó en ángel. Ángel de corta vida y largos sueños. Anhelos plagados de un denuedo trágico y poético que nos acoge tras el silencio de la casa, de la habitación, de los juegos y de las mañanas compartidas en la cama.

Mortal y rosa, metáfora del mundo y de la vida. De la ausencia que nunca se debió producir. Del vacío del «yo» arrebatado por el destino. Del otro que nos dejó vacíos frente a la mudez del mundo, nuestro mundo. Oquedades que ya no sabemos cómo cubrir sino con el dolor que subyace en un largo poema de amor. Amor que traspasa los días. Amor infinito como nos dice Pedro Salinas, en los versos escogidos para abrir este libro: «...esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito».

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