También les contaba que la lectura de este género fue ante todo un ejercicio bufetesco de los ilustrados, quienes acompasados con su época, demostraron predilección por las relaciones de naturalistas y geógrafos, a las que hemos añadido luego, extraídos desde los vetustos archivos, las siempre subyugantes crónicas de Indias y algunos diarios de navegación, cuya única pretensión fue anotar la más fiel estampa de aquellos indómitos y novísimos territorios para la corona, y que en cambio hoy nos divierten por las chocantes y, en ocasiones, hasta jocosas descripciones de sus ignaros relatores.
Pues bien, en el último párrafo de aquel artículo les exponía mi prevención a incluir en este género a los libros de viajes de los escritores, porque en lugar de ser eso que Cela llamó muy atinadamente geografías, se nos presentaban como dietarios más o menos provechosos —en algunos casos, como los de Montaigne o de Stendhal, extraordinarios— donde disfrutar antes con las meditaciones de tan singulares observadores que admirarnos con la descripción del ya irrepetible paisaje que contemplan. Sin embargo, eludía comentarles los múltiples trucos sobre los que se soportan cuando, primero y principal, el autor es un escritor de fuste y, segundo y no menos sustancial, el texto lo redactaba para publicarse. Doble y compleja circunstancia que depura la escritura y que, como producto de este tamiz, le añade atractivo; o sea, literatura. Pero ahora les presentaré un título que si ustedes leen con atención, descubrirán la tramoya que sustenta un ameno libro de viajes —o al menos, un ameno libro de viajes en español y durante el s. XX—; se trata de El lazarillo español (1911), de Ciro Bayo, reeditado por Drácena hace apenas un mes.
Mentar a Ciro Bayo es suscitar de inmediato a Pío Baroja, quien vio en aquel tipo “alto, flaco, esbelto” la encarnadura de uno de sus personajes, fuere por su andadura bélica durante la última Guerra Carlista, o por aquel otro viaje temprano como traspunte a La Habana o por su juvenil recorrido de Europa, o ya por su crucial década americana, de la que Bayo regresó a Madrid, a comienzos del s. XX, convertido en una auténtica leyenda, que enturbiaba —como es preceptivo en toda leyenda— con un confuso origen familiar o con unas inciertas titulaciones universitarias o con unos inusuales oficios, salvo los de maestro y traductor, de los que malvivió, aunque siempre con un punto de hidalguía que llevó a don Julio Caro, sobrino del gran novelista, a describirlo como “el último de los exploradores de Indias y el bohemio más digno de Madrid del novecientos”. Pero si en un lugar quedan unidos los Baroja y Bayo es en El peregrino entretenido (Viaje romancesco) (1910), travesía en mula con los dos hermanos, Ricardo y Pío, con intenciones de trasponer la raya de Portugal y que se agotará por tierras extremeñas, por más que este viaje ya no dejé nunca de agotarse por este título o por su simpática aparición en las memorias de Baroja.
Al año siguiente de publicar esta crónica, como ven, tan barojiana, Bayo expondrá en las librerías El lazarillo español. Es un texto prescriptivo del género, pues arrancando desde una noveluca de corrala se torna en el relato de un viaje desde Madrid a Barcelona tan urgente que debe transcurrir sin justificación cabal alguna por Sevilla, Antequera, Granada y, desde ahí, por el resto del Levante hasta amanecer en Sitges, sin desestimar entretanto medio de transporte, sea caballería, ferrocarril o barco, ni desdeñar encuentro, fuere amoroso o incluso un tiroteo con un forajido; con sus hospedajes al raso o bajo dosel palaciego… Todo le sirve a Bayo y todo está reseñado con gracia y sin más imperativo que la distracción del lector antes de que descubra que, en lugar de a un viaje, asiste a un grato ejercicio de gabinete. Pero, en su profusión de situaciones, El lazarillo español enseña los hilvanes —como se los sigue enseñando hoy a ustedes— a Josep Pla y, por su puesto, a Camilo José Cela de cómo se debe componer un irreprochable libro de viajes; es más, estoy convencido de que sin esta jacarandosa narración, miscelánea de tan variados asuntos entre tal batiburrillo de situaciones, esos dos maestros de nuestra literatura de viajes, difícilmente hubiesen acertado con la solvencia con que lo hace el ampurdanés, por ejemplo, en su Viaje en autobús (1943), y el gallego en El viaje a la Alcarria (1948) o en Judíos, moros y cristianos (1956).
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