2021 es el milenario de su nacimiento y en Málaga acaban de celebrarse unas jornadas sobre su vida y obra. Algo es algo; la realidad es que merece mucho más. Hablamos de un personaje de envergadura y legado universales, acreedor de la misma atención o mayor que otros personajes nacionales están recibiendo con motivo de su centenario. Todo apunta a que, si nadie lo remedia, las nubes oscuras de la Covid 19 opacarán el brillo de su recuerdo. Da que pensar…pareciera que no resplandecer plenamente fuera el sino de Ibn Gabirol por los siglos de los siglos. Hoy sabemos que detrás de esos tres nombres se esconde una sola (y polifacética) criatura, pero durante centurias, solo algunos aventajados intuyeron su irreductible unicidad. Gramático, teólogo, moralista, poeta y filósofo, Ibn Gabirol iluminó su tiempo y los siglos subsiguientes con el fulgor de sus palabras inspiradas. Vate en lengua hebrea y pensador en lengua árabe -como era habitual entre los escritores judíos asentados en territorio mulsumanes de Oriente, Occidente y Norte de África- su obra influyó tanto a la Escolástica cristiana, como al misticismo judaico o Cábala. Hay quien asegura que fue el primero en utilizar ese vocablo para denominar la sabiduría secreta hebrea, hasta entonces llamada Mercavah. Los decretos del cielo le otorgaron una vida corta. Se ignora el lugar (Valencia, Lucena, Carmona…) y la fecha de su muerte, pues a partir de 1045 su rastro se desvanece como el humo de un fanal recién apagado, aunque se cree que partió del mundo con poco más de treinta años, si es que llegó a cumplirlos. Su breve estadía sobre la tierra fue tan prolífica en obras (veintiuna, de las que se conservan cinco: Collar de piedras preciosas, Fuente de la vida, Corona real, Selección de Perlas y Libro de la corrección de los caracteres) como abundante en sinsabores y pesadumbre. Que en varios escritos sume a su acróstico el gentilicio Al- Málaqui, invita a suponer que la ciudad de los jazmines fue en su corazón el paraíso perdido de la niñez, cuando aún disfrutaba de calor familiar y su aspecto físico todavía no constituía una barrera insalvable entre él y los otros: quedó bajito y enclenque y padeció un mal que le infligía dolores tan invalidantes, que a menudo le obligaban a permanecer postrado. En paralelo, una enfermedad de la piel le cubría el rostro y el cuerpo de pústulas “…aprisionan mis piernas unas llagas que en mi cuerpo producen exterminio y venganza. Cuando pienso que están acabándose reverdecen, pues sube de mi carne un vapor que las riega…”. No contrajo matrimonio, hecho atípico y socialmente incómodo en un judío de aquellos medievales años, así que en coherencia con el hombre profundamente religioso que fue (y por mucho que escribiera orgulloso que su única desposada era la ciencia), no hay que ser lince para imaginar que el suyo fue un celibato forzoso, producto, probablemente, de la precariedad de sus medios de fortuna, de la falta de salud y de atractivo físico y lo que es peor, de un carácter tan difícil y extremo como el cierzo, ese viento seco que azota el valle del río Ebro, a cuya orilla fue a dar, cuando su familia emigró a la taifa de Saraqusta (Zaragoza). Allí, el todavía impúber Shelomó se reveló enseguida un genio precoz -capaz de componer versos antes de los diez años- pero la fatalidad quiso que sus progenitores fallecieran pronto y él quedase desamparado y muy pobre, lo que, sin duda, debió hacer mella en su personalidad. “Doliente, sin madre ni padre, inexperto, sin hermano, ni más amigo que los pensamientos”, usará sus capacidades intelectivas para sobrevivir. Y creáme, a pesar de su juventud y la altura literaria de sus rivales (el siglo XI fue el siglo de oro de la poesía hebrea) no le iba mal: A los 16 años ya era un poeta célebre en la populosa Zaragoza y a los 19 compuso Anaq (Collar de piedras) una asombrosa gramática hebrea versificada que causó admiración y envidia, y con la que dio “una lección” a sus correligionarios, que tenían, según él, en gran abandono a la lengua santa. Su manejo del hebreo y del árabe (también dominaba el arameo) era formidable y en los encorsetados cánones de la poesía de su tiempo, donde tanto los temas como el modo de versificarlos debían cumplir pautas muy estrictas, logró la proeza inesperada de resultar original. Además de un poeta profundo, de esos que te tocan el alma y te la incendian, era exquisitamente refinado en las formas, un depurado creador de nuevas acepciones semánticas, un prodigio eufónico en el uso de aliteraciones y acrósticos, un mago de la rima y un maestro del ritmo; en dos palabras: sabía lucirse. Y digo lucirse porque para ganarse el sustento debía agradar a sus mecenas (primero al visir de Zaragoza y luego al de Granada) y destacar sobre los otros protegidos. La cultura, entonces, dependía (como hoy) de los favores económicos del poder y eso hacía que (como hoy) las Bellas Letras fueran un mundo erizado de rivalidades, intrigas y egos. Para desgracia de Ibn Gabirol, cuyo carácter ultra sensible oscilaba entre la melancolía y la irascibilidad, la interacción con el prójimo era el terreno movedizo donde desbarraba calamitosamente. Se mostraba arrogante en extremo y carecía de mano izquierda para manejar a sus envidiadores, que eran muchos, como suele ocurrir a las personas de talento. El crítico granadino Moshé Ibn Ezra (1055-1138) dijo de él que aunque era el más joven de los poetas de su generación sobrepasó a todos con sus cualidades literarias (…) Antes de él los grandes parecen pequeños (…) los que vinieron tras él imitaron sus pasos (…) No ha habido como él ni antes ni después. En 1039, el visir de Zaragoza -su amigo y protector- fue asesinado en el contexto de un enfrentamiento civil e Ibn Gabirol, nuevamente desamparado, se refugió en Granada. Admirador de su poesía, lo auspició gustoso el visir Samuel ibn Nagrella, que también era literato, y de los buenos. Todo marchaba perfectamente entre ambos rapsodas hasta que… empezó a marchar mal… y Nagrella puso fin a su protección. Tal vez alguien malmetió al uno contra el otro. Tal vez Nagrella comenzó a envidiar a su protegido o este a sentirse envidiado, o no suficientemente valorado, y en plena crispación emocional efectuó una crítica innecesariamente dura (“más helada que la nieve”) a la poesía de su mecenas… el caso es que no hubo remiendo para aquella amistad descosida y Gabirol, aunque retractado de sus palabras, tuvo que abandonar Granada y retornar cabecigacho a Zaragoza, la ciudad en la que se hizo poeta y donde él -que era el mayor enemigo de sí mismo- debió creer sin mucho fundamento que le quedaba alguna buena amistad. Entre ser inteligente y comportarse inteligentemente existe, a menudo, un hiato rotundo e Ibn Gabirol encarna uno de esos penosos ejemplos de inteligencia fracasada sobre los que tanto ha teorizado el filósofo Jose Antonio Marina. A riberas del Ebro y con aquel carácter suyo, las cosas solo podían empeorar para él. Si hubiese marchado a vivir a otro lugar y empezado desde cero, habría podido construir relaciones nuevas en vez de continuar trenzando desafectos con personas dañinas y/o personas a las que dañó, pero sucede que pese a su racionalidad, el ser humano es en materia de emociones una criatura pasmosamente irracional, un pobre animal de costumbres que tiende a beber una y otra vez del mismo agua, aunque esta sea tóxica, de modo que fue solo cuestión de tiempo que las tensiones entre Ibn Gabirol y el entorno rebrotaran. A pesar de que siempre recalcó su postura creacionista y su fe en la unicidad y trascendencia absoluta de Dios, la comunidad judía no entendió ni apreció su filosofía (no así su poesía religiosa, que 1000 años después sigue formando parte de la liturgia sinagogal): su obra La fuente de la vida, en árabe, Yanbu’ al-Hayya resultaba al entendimiento rabínico sospechosamente “griega”. Ibn Gabirol había construido en ella una metafísica de inspiración neoplatónica y una teología sin raigambre judaica, potencialmente panteísta, demasiado abierta y dúctil a otros credos. Para redondear suspicacias, sus (antiguos) enemigos extendieron el rumor de que practicaba la hechicería y los sabios de la comunidad decretaron en 1045 un herem contra él, lo que suponía la expulsión no solo de Zaragoza, sino también del pueblo de Israel. Antes de partir, Ibn Gabirol dejó escrito un libro sapiencial (Selección de perlas) y un tratado moralista de gran calado psicológico, cuyo título -Libro de la corrección de los caracteres- debió en esas circunstancias parecer (im)pertinente, y a todas luces, dirigido a sus adversarios. El herem convirtió a Ibn Gabirol en un ser errabundo, en un indeseable, un “intratable”, un homeless, con todas las consecuencias que eso conlleva para un hombre físicamente enfermo. Debió dolerle en lo más hondo del alma haber sido declarado maldito, porque aunque contradictorio e irascible, fue siempre un hombre de fe muy sólida, muy meditada y muy sentida, como lo demuestran su abundante poesía sacra y su largo poema religioso/metafísico Kéter Malkut, Corona real. Lo cierto es que para el judío Gabirol, para el hombre, para el poeta y para el filósofo, conocer al gran Hacedor fue el afán supremo y (puede que, por incognoscible, desmedido) de su existencia. Toda la vida estuve esforzándome en elevar mi alma (…) pues que me comprometí en no hallar descanso/ hasta que yo encontrara la ciencia de mi dueño. De Yanbu’ al-Hayya -Fuente de la vida- escrita originalmente en árabe, solo se conserva el resumen en hebreo (Liqquitim min Sefer Meqor Hayyim) de Ibn Falaquera y la traducción latina efectuada por el converso Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo de la Escuela de Traductores de Toledo, que fueron quienes la titularon Fons Vitae. Toda la cristiandad, y supongo que también ellos, pensaron que Yanbu’ al-Hayya era la obra de un mozárabe llamado Avicebrón (todavía hoy en Zaragoza existen unos jardines con ese nombre). Los dominicos, con Tomás de Aquino a la cabeza, cuestionaron los postulados de Fons Vitae, lo cual nos da idea de lo mucho que les hizo reflexionar y disertar, pero los franciscanos, en especial Duns Scoto, abrazaron como propios los presupuestos gabirolianos. El teólogo y obispo de París Guillermo de Auvernia llegó a calificar a Avicebrón de el único nobilísimo entre todos los filósofos. Durante siglos, Ibn Gabirol y Avicebrón fueron para la Humanidad hombres distintos (uno, judío; el otro cristiano) y ocupados en quehaceres también diferentes: uno, en la poesía y el otro, en la filosofía (una poesía, por cierto, penetrada de filosofía y una filosofía preñada de poesía). En 1874, el orientalista Salomón Munk cotejó en la Bibliotèque Nationale de París el texto latino de Hispano y Gundisalvo con el resumen hebreo de Ibn Falaquera y… voilà, deshizo el secular entuerto: Avicebrón nunca existió; no era más que la deformación romance del nombre de Ibn Gabirol, el judío que había escrito en árabe un tratado neoplatónico afín a una determinada visión cristiana de Dios y su obra. Hasta el descubrimiento de Munk, Ibn Gabrirol había sobrevivido en la memoria judía solo como poeta, y solo como filósofo (Avicebrón) en la de los cristianos. Nunca antes fue uno para todos, aunque él -que tanto reflexionó sobre la unidad- es todo eso en uno y también mucho más: Ibn Gabirol fue un hombre de las tres culturas y un judío universal. Su nombre, Shelomó Al -Málaqui (Salomón el malagueño) presenta una curiosa similitud fónica con el nombre de otro judío universal, el rey Salomón, Shelomó ha mélek, un gran sabio para las tres religiones del libro… ¿Casualidad o causalidad? Como escritora creo en la magia de las palabras. Seguro que también usted lo oyó decir en su niñez… que el mundo fue creado mediante ellas. Puedes comprar sus libros en:
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