Corría el año 2005, y tras aquella charla con ella, supe por ejemplo que Cervantes es el autor que más le ha marcado, también que ella, ni siquiera sabe si es bueno ser un escritor en estado puro, porque ella los prefiere dedicados a algo de ciencias, como Juan Benet o José Luis San Pedro. Desde luego Paloma, no es una escritora en estado puro, como ella dice, sino una investigadora, profesora, sefardista, periodista y escritora. Ha ejercido la docencia durante bastantes años como Catedrática de Literatura Sefardí en la Universidad del País Vasco, en Vitoria, y más tarde, ha desarrollado una intensa labor como investigadora en el CSIC. Sus publicaciones son igualmente variopintas, fiel reflejo de esa multiplicidad de actividades. Las meramente académicas, relacionadas con sus investigaciones sobre el universo sefardí, se dan la mano con las propiamente literarias entre las que destacan novelas como: “El sueño de Venecia”, Premio Herralde de novela en 1992, “El rapto del Santo Grial”, finalista de ese mismo premio en 1984, “La tierra fértil” Premio Euskadi de narrativa del año 2000, relatos autobiográficos: “Como un libro cerrado”, o, “Una ciudad llamada Eugenio”, o “Nuestro Milenio”, finalista del Premio Nacional de Narrativa, entre otras muchas publicaciones. Paloma Díaz-Más pertenece al grupo literario llamado “Nueva Narrativa” integrado por autores como: Álvaro Pombo, Ignacio Martínez de Pisón, Javier Marías, Soledad Puértolas, o Almudena Grandes. Recuerdo que aquella tarde de 2005, en que la entrevisté, llovía copiosamente sobre Madrid. Ahora es otra clase de tormenta la que arrecía sobre el mundo, más virulenta desde luego, que aquella inocente y mansa lluvia del pasado. En estos momentos Paloma vive en Vitoria, y hasta allí le hago llegar estas preguntas. En sus respuestas, mi memoria escucha su bien timbrada voz, que transmite un equilibrio y una sabiduría, bien necesarios en estos tiempos. Empezaste a escribir antes de aprender a dibujar las letras. ¿No es así? Sí, al principio de Como un libro cerrado recuerdo una anécdota de cuando yo era muy pequeña, que es mi primera experiencia como escritora... sin saber aún escribir; empecé a ir al colegio a los cinco años, así que calculo que la anécdota es de cuando tenía como máximo cuatro, y constituye uno de mis primeros recuerdos. Hasta casi los ocho años fui hija única y me crié en un piso en el centro de Madrid, así que de pequeña he jugado mucho sola. A veces, mi madre me daba un trozo de papel y un lápiz para que me entretuviese “pintando”, pero yo intentaba escribir: hacía renglones de ondas a lápiz (ni siquiera eran letras sueltas, porque no conocía el alfabeto) y luego le daba el papel a mi madre, pidiéndole que me leyese lo que yo había escrito. Me quedaba muy decepcionada cuando ella me decía que allí no ponía nada, que eran sólo dibujos que no se podían leer. Supongo que yo había visto a los adultos leer libros y periódicos, escribir cartas y anotar cosas, me había fijado en el aspecto que tenían sus escritos y estaba convencida de que para que saliera un texto legible bastaba con imitar los dibujos de las líneas sobre el papel, y lo escrito cobraba sentido como por arte de magia. Todavía no sabía que la escritura es un código con unas reglas, pero ya quería escribir. Tampoco las reconocías en tu primera lectura ¿cuéntanos cuándo y cómo fue aquello? Conservo bastantes fotografías familiares hechas por mi padre, que era un buen fotógrafo aficionado. Entre ellas hay una serie de fotos en las que aparezco sentada en una sillita, rodeada de muñecas y ensimismada en la lectura de un tebeo; se ve como me río, gesticulo, señalo las viñetas con el dedo. Parece que estoy leyendo y comento entusiasmada lo leído. Lo que pasa es que, por el aspecto que tengo en las fotos, debo de tener unos tres años, y por aquel entonces aún no había aprendido a leer. O sea, que ante las viñetas del tebeo parece que yo me inventaba mi propia historia, y por lo visto me gustaba tanto que podía pasarme un buen rato “leyendo” lo que yo misma imaginaba. Relatas también en tu autobiografía: “Como un libro cerrado”, que entre los 5 y los 7 años descubriste el juego de la ficción. ¿cómo fue aquello? Fue una de esas cosas alucinantes que sólo los niños (y las niñas) son capaces de hacer. Entre los cinco y los diez años me eduqué en una escuela que dos hermanas, que eran maestras, había abierto en mi barrio, en el mismo piso en el que las propias maestras vivían. Era una escuela unitaria, en la que treinta o cuarenta niñas de distintas edades y niveles estaban juntas en la misma aula o, mejor dicho, en dos aulas: la “de pequeñas” (entre los tres y los siete años) y la “de mayores” (de siete a diez años). En la clase “de pequeñas” nos sentábamos agrupadas en torno a cuatro mesas de seis u ocho niñas y, cuando nuestra maestra estaba ocupada atendiendo a las niñas de otra mesa, en vez de hacer las tareas nos poníamos a jugar... a que estábamos en el colegio. A escondidas, sustituíamos nuestros cuadernos escolares por otros en miniatura que habíamos elaborado nosotras mismas, escribíamos con el cabo que quedaba de un lápiz gastado en vez de con un lápiz nuevo, y hacíamos, en pequeñito, las mismas tareas que nos mandaba la maestra, pero dirigidas por una de las niñas que hacía de maestra, que nos corregía y hasta nos reñía si lo hacíamos mal. Cuando la maestra de verdad se acercaba a nuestra mesa, escondíamos precipitadamente las pruebas de nuestra transgresión y nos poníamos a trabajar en los cuadernos y los libros de verdad. Era una auténtica locura: huíamos de las obligaciones de la escuela refugiándonos en otras obligaciones idénticas, pero en miniatura, que nosotras mismas habíamos creado. Pensando en eso desde mi perspectiva actual, llego a la conclusión de que éramos unas maestras de la ficción. Y, por supuesto, nuestra ficción nos parecía mucho más divertida que la realidad. Un paseo en solitario por Ávila en la pre-adolescencia, y la lectura por esa misma época del Poema del Mío Cid, te descubren el mundo medieval que te atrapa. Cuéntanos en qué momento te sentiste seducida por la cultura y la literatura sefardíes. Bueno, entre el paseo por Ávila y la lectura del Cid pasaron como tres años, que a esas edades son una era geológica. Lo del descubrimiento de Ávila por mí misma fue cuando tenía doce o trece años; mi padre tuvo que ir a esa ciudad por un asunto de trabajo y me llevó consigo. Viajamos en tren desde Madrid (entonces mi familia no tenía coche) y, durante las horas en que mi padre tuvo que despachar los asuntos de trabajo, me dejó sola para que callejease por la ciudad y visitase yo sola los monumentos principales (una cosa que en aquel momento, mediados de los años 60, un menor podía hacer en España). Es una de las ocasiones en que he disfrutado más de un viaje en mi vida, con aquella libertad que me hacía sentirme adulta. El Cantar de mio Cid lo leí cuando tenía 15 o 16 años, en el Instituto Lope de Vega, con un magnífico profesor de literatura que, en realidad, era músico, un compositor conocido: Ramón Barce, que nos daba unas clases maravillosas, basadas simplemente en leer los textos y comentarlos para desentrañar su significado. En cuanto a mi interés por la literatura sefardí, surgió años más tarde. Yo estudié Filología Románica en la Universidad Complutense y, a mitad de carrera, empecé a simultanear los estudios de Filología con los de Periodismo, y llegué a acabar las dos licenciaturas. Para una asignatura de periodismo, una compañera mía y yo hicimos un reportaje sobre la Comunidad Judía de Madrid (no sé muy bien por qué nos dio por escoger ese tema) y, entre las personas que entrevistamos, estaba Jacob Hassán, un sefardí nacido en Ceuta que dirigía un pequeño grupo de investigación sobre literatura sefardí en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). El tema me interesó muchísimo, sobre todo porque ví que había muchos textos sefardíes (la mayoría de ellos, aljamiados, es decir, escritos en judeoespañol con letras hebreas) inéditos y sin estudiar. Así que primero hice mi tesina de licenciatura sobre literatura sefardí, luego la tesis doctoral (codirigida por el profesor Manuel Alvar y por el propio Jacob Hassán) y me formé como sefardista en el CSIC. Desde entonces no he dejado de estudiar la cultura sefardí, tanto como profesora de la Universidad del País Vasco como cuando regresé años después al CSIC como investigadora. Ese periódico que elaboraste tu sola en casa de pequeña, y aquel Diario Hablado en el que participaste en el Bachillerato, fueron, tal vez, la antesala de esa estancia tuya en la Facultad de Ciencias de la Información para completar la carrera de Periodismo. ¿Cuándo fue esto último? Como ya he comentado, simultaneé los estudios de Filología Románica con los de Periodismo: acabé Filología Románica en 1976 y periodismo en 1978 (creo que soy de la tercera promoción que salió de la recién creada Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, que ahora cumple 50 años). Los estudios de Filología y Periodismo entonces me parecían complementarios porque yo tenía claro que quería dedicarme a la literatura y a escribir. Así que Filología me abría el paso a los estudios literarios y a la docencia, y me parecía que Periodismo era también una profesión que consistía sobre todo en manejar el lenguaje. De hecho, al terminar las dos carreras estuve dudando si inclinarme por una profesión (profesora e investigadora sobre literatura) o por otra (periodista). Incluso llegué a publicar algunas colaboraciones esporádicas en periódicos y ¡a realizar un par de reportajes para NODO! (pueden verse en el Archivo Histórico de NODO de la web oficial de RTVE). Si al final opté por la investigación y la docencia de literatura fue, precisamente, porque conseguí una beca en el CSIC para hacer la tesis sobre literatura sefardí, y a partir de ahí orienté mi vocación. La lectura de Theillard de Chardin, en el instituto ¿te ha ayudado luego tal vez en esas reflexiones tan sesudas de tus escritos? No, la verdad es que, visto desde ahora, las teorías filosóficas del jesuita Pierre Theillard de Chardin me parecen bastante indigestas, aunque en su tiempo tuvieron el valor de tratar de conciliar la teoría de la evolución de Darwin con la religión católica. Pero me asombra que con quince o dieciséis años yo fuese capaz de leerme disciplinadamente uno de sus libros, del cual debí de entender bastante poco. Lo hice principalmente porque habló de él en clase una magnífica profesora de Ciencias Naturales del instituto, Maria Luisa Vide Ocampo, a la que yo adoraba porque sabía mucho y nos daba unas clases claras y con una información muy actualizada. Ella era muy joven entonces, enseguida sacó unas oposiciones de profesora de enseñanza media (en el instituto Lope de Vega estaba como contratada) y se marchó, creo que a su Galicia natal. Desde los 17 años no he vuelto a tener contacto con ella, pero tuvo una enorme influencia en mi formación, y me gustaría que ella lo supiera, aunque no sé cómo decírselo. Si alguien la conoce, por favor, que se lo diga de mi parte. Vayamos a aquella España de los años setenta en que empezó tu aventura literaria, cuéntanos lo qué sucedió entonces en aquel país tan raro, para que saliera a la luz tu primera publicación. La historia de la publicación de mi primer libro es algo que sólo pudo pasar en un país desestructurado como la España de los últimos años del franquismo. Editora Nacional, que era una editorial oficial (había sido fundada durante la Guerra Civil dentro del Servicio Nacional de Propaganda del Ministerio del Interior del bando autodenominado “nacional”) decidió, en los últimos años del franquismo, dar un impulso renovador a sus colecciones. Y no se les ocurrió otra cosa que publicar un anuncio en los periódicos pidiendo originales. Yo mandé una colección de cuentos que tenía y, al cabo de unos meses, para mi sorpresa me llamaron por teléfono y me citaron en la editorial para decirme que iban a publicarlo. Yo tenía entonces 18 años y la sorpresa del jefe de ediciones fue mayúscula al encontrarse una autora adolescente. Al final, el libro se publicó en 1973 con el título de Biografías de genios, traidores, sabios y suicidas según antiguos documentos y es bastante gracioso: consiste en una serie de biografías apócrifas, muy breves (microrrelatos avant la lettre, porque entonces no se usaba el término) de personajes ficticios que dedicaron toda su vida a una sola actividad. Se reeditó en ebook en 2014 con el título de Ilustres desconocidos, y me asombra un tanto ver como allí apuntan algunas de las características que luego reaparecen en mis obras posteriores. "Como no tenía contactos en el mundo editorial, me dediqué a presentarlas a premios, en los que siempre quedaba finalista"En 1984 quedaste finalista del premio Herralde de novela con “El rapto del Santo Grial”. Años después, lo obtuviste con “El sueño de Venecia”. Supongo que ibas persiguiendo el sueño. Lo que iba persiguiendo era, más bien, publicar alguna de las dos novelas que tenía escritas a principios de los años 80. Como no tenía contactos en el mundo editorial, me dediqué a presentarlas a premios, en los que siempre quedaba finalista. Hasta que quedé también finalista en el I premio Herralde de Novela, de 1984; un premio que en esa primera edición ganó Álvaro Pombo y en el que el otro finalista fue Enrique Vila-Matas, así que estaba muy bien acompañada. Desde ese momento no tuve problemas para seguir publicando, porque Anagrama ha sido una editorial que habitualmente ha apostado por conservar a sus autores y, lo que es muy importante, mantener las obras vivas y presentes en su catálogo. Luego, años después (en 1992), tras haber publicado otros dos libros con la misma editorial, me apeteció probar suerte presentándome de nuevo al mismo premio, que gané, y eso supuso también un impulso importante en mi carrera literaria. En el 2000 conseguiste el Premio Euskadi de narrativa con “La tierra fértil”. Hablas en tu autobiografía del escepticismo mezclado con algo de fatalismo que te provocó de niña la parábola de El Sembrador. ¿Tal vez lanzaste precisamente ese título con la fe de que tu esfuerzo cayera en tierra fértil? La verdad es que no tiene mucho que ver. La tierra fértil es una novela histórica (de hecho, la única novela que he escrito que pueda llamarse así) que se desarrolla en la Cataluña del siglo XIII. Los personajes son ficticios, pero tuve que hacer una labor bastante detallada y profunda de documentación, porque lo que me interesaba era recrear como era la vida cotidiana en esa época y en ese lugar; pero también me interesaban los aspectos morales, el análisis de los sentimientos y pasiones de los personajes. Por eso he dicho alguna vez, un poco provocadoramente, que es una novela histórica de sentimientos. En cuanto al premio Euskadi, es uno de esos premios a los que uno no se presenta, sino que hay un jurado que elige entre los mejores libros que, a su juicio, se han publicado en el año anterior, en el caso del Premio Euskadi por autores vascos o residentes en el País Vasco. En 1999, cuando se publicó La tierra fértil, yo vivía en Vitoria (adonde he vuelto ahora, después de más de tres lustros trabajando en Madrid), así que se me consideraba autora del País Vasco, y el jurado me otorgó el premio en el año 2000. Tanto en el Sueño de Venecia como en La tierra fértil aparecen personajes transgresores. ¿Es la transgresión una buena herramienta de ficción? No he buscado deliberadamente presentar personajes trasgresores. Lo que pasa es que, al final, los personajes más interesantes acaban siendo los más transgresores, así que tienen bastantes papeletas para quedarse en la novela. Los personajes no transgresores suelen resultar más aburridos. La filósofa María Zambrano dijo: “Si en este mundo occidental en el que vivimos, tan culto, hubiera alguien que supiera lo que es el gato, lo sabría todo; el gato es la perfección de algo; es un animal perfecto, deformado únicamente por el humano trato”. ¿Serás tú esa persona a la que alude María Zambrano?. Anímanos a leer tu libro: “Lo que aprendemos de los gatos”. Yo creo que hay muchas más personas que saben lo que es un gato, no soy ni mucho menos la única. La gatofilia es un sentimiento ampliamente compartido, y los gatófilos formamos una especie de club internacional. No es casualidad que Lo que aprendemos de los gatos haya sido, entre mis libros, uno de los que ha tenido más ediciones y se ha traducido a varias lenguas: es que hay muchos amantes de los gatos sueltos (y muchos amantes sueltos de los gatos). En mi libro lo que pretendí es mostrar, de una manera irónica y con humor, como puede cambiar nuestra visión de la vida a través de la relación con los gatos; y como los gatos, en muchos aspectos, son más sabios que nosotros, más capaces de vivir el momento. De hecho, en el libro hay un gato que piensa, cuyos pensamientos escuchamos, y una de las cosas que piensa es que los seres humanos tenemos una enfermedad congénita y degenerativa que se llama razón, que hace que nuestro cerebro segregue continuamente un gran número de productos tóxicos llamados ideas, lo cual nos aturde y nos impide ver la realidad con lucidez. Te sientas ante un cocido, y te sale un libro ameno y magnífico, en el que analizas todo lo que se esconde tras el suculento condumio:¿Cómo se te ocurrió llevarlo a un libro? : “ El pan que como”. En El pan que como lo que yo quería era escribir un libro sobre la comida, sobre nuestra relación con ella, pero también sobre la historia de los alimentos y sobre la gratitud que debemos a quienes hacen posible que comamos cada día (hacia las personas que intervienen para que tengamos alimentos, y también hacia los ingredientes mismos). Que el hilo conductor sea un cocido resulta práctico porque es una comida completa que tiene varios y muy diversos ingredientes. Y, como curiosidad, puedo decir que el cocido entró en el libro cuando ya tenía la estructura concebida e incluso escritos los dos primeros capítulos; hasta entonces estuve dudando qué menú elegir para que sirviera de hilo conductor al relato. Madrid es co-protagonista de tu novela “El sueño de Venecia”. ¿Habrá una futura novela tuya con Vitoria ─ la ciudad en la que ahora habitas, donde viviste en tus años de docencia en la Universidad del País Vasco─ como co-protagonista? Nunca se puede saber. Lo cierto es que El sueño de Venecia, que está ambientada en mi barrio madrileño (lo que hoy se llama Malasaña: las calles Corredera Baja, Pez, Luna, Barco, Desengaño, San Roque, Madera, etc), la escribí cuando vivía en Vitoria; es decir, el alejamiento físico fue fundamental para concebir la novela. Pero en algunos cuentos incluidos en otro libro mío, Nuestro milenio, sí que hay un trasfondo vitoriano, aunque la ciudad no se nombre. Sin duda los lugares en los que vivimos dejan una huella indeleble en nosotros, y Vitoria está dejando una huella muy marcada en mí, entre otras cosas porque he vivido en ella en dos épocas muy diferentes, entre las cuales la ciudad ha cambiado mucho: primero de 1983 a 2001, y ahora desde 2019. ¿A qué pregunta que jamás te han hecho, te gustaría responder ahora? Te invito a hacerlo. Tengo que confesar que no se me ocurre ninguna. En general, las personas que me han entrevistado se habían leído mis libros con atención y han sabido hacerme preguntas en las que yo nunca hubiera pensado, ayudándome muchas veces a descubrir como escritora facetas de mi propia obra en las que no había reparado antes. La mirada del lector atento suele ser más lúcida que la del propio escritor. A Paloma, que no solo es “gata” por ser madrileña, sino gatófila según confiesa, le alumbra, como podéis observar, la sencillez de los auténticos sabios. Ella, en estos momentos de pandemia, no cesa de esparcir esa sabiduría y esa lucidez suya por todo el mundo, a través de coloquios, conferencias, y seminarios on-line, como el que acaba de impartir a una universidad de Israel. Habla también semanalmente con estudiosos de todo el mundo, que conocen su ingente obra sobre los sefardíes. “Los sefardíes: Historia, lengua y cultura” es conocida internacionalmente, y este libro, como muchos otros, ha sido traducido, a múltiples idiomas. Aconsejo no perder de vista a Paloma Díaz-Más: un lujo de escritora. A buen seguro, va a regalarnos más joyas literarias en años venideros. Puedes comprar sus libros en:
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