Cuando Béla y su mujer, Ditta, emprendieron un viaje sin retorno en el transatlántico americano Excalibur desde Lisboa a Nueva York huyendo del fascismo y dejando atrás, en un principio, a sus hijos respectivos probablemente nunca imaginaron cuán precarios iban a resultar sus años en el exilio en un país abrumador que te pesa en el alma y en el que nunca lograron sentirse a gusto. La música del maestro, aclamada en Europa, no gustaba en Estados Unidos porque les resultaba extraña y difícil, por lo que Bartók se verá abocado, sin saberlo, a vivir de la caridad de sus amigos, sobre todo de los grandes directores de orquesta Reiner y Ormandy, así como del musicólogo y sionista Herzog, que le encargaban trabajos inventados o a través de terceras personas influyentes para que su maestro, demasiado orgulloso como para aceptar limosnas, pudiera sobrevivir. El compositor, agobiado e incomprendido, tardará casi dos años en recuperar la inspiración para volver a componer, pero cuando lo hace, ya al final de sus días, su Concierto para Orquesta se interpreta en la Sinfónica de Boston con un éxito rotundo de crítica y público, y la Sonata para violín y piano que le encarga el virtuoso Yehudi Menuhin es, a juicio de él mismo, aún mejor. Sin embargo, la leucemia no le permitirá terminar su última composición, una partitura para piano a la medida de su mujer, pianista alumna suya, que pretendía ser su testamento. Resulta impresionante ver cómo hasta en sus últimos minutos Bartok, ingresado en el West Side Hospital de Nueva York, se aferra a la vida a través de la música y trata de mantener los sentidos despiertos, aguantar el dolor como fuera, robar unos minutos a la rueda del tiempo para seguir dictando a su hijo, Peter, su mujer y el músico Tibor Serly las notas de la partitura que quería terminar para que Ditta tuviera un sustento cuando él ya no estuviera en este Mundo, el único para él, porque hasta el final fue un ateo convencido.
Magnífica esta dramatización de los últimos años de Bartok por parte de uno de los productores musicales más insignes del panorama nacional, Xavier Güell, que ha dirigido la London Phillharmonic Orchestra y la Orquesta Nacional de España, entre otras, y creado la Operadhoy, para la difusión de ópera. Tras el éxito de La Música de la Memoria, dedicado a los grandes músicos del siglo XIX, con el Cuarteto de la Guerra I. Si no puedes, yo respiraré por ti, que tiene su continuación en los otros tres libros de una saga que cuentan la vida de cuatro hombres que luchan por su vida y por su música en mitad de la guerra y los totalitarismos, Güell vuelve a demostrar que es un narrador extraordinario capaz de transmitir como ningún otro el alcance de la fuerza transformadora de la música.
Además de ser, junto a Franz Liszt, uno de los mayores compositores húngaros de todos los tiempos, Béla Bartók, también ha pasado a la Historia por su Tratado sobre la música popular rumana, un trabajo de 37 años investigando la música folclórica de la Europa Oriental, el testimonio de toda una vida dedicada a la etnomusicología, tratando de extraer de la música sus esencias más puras. Tras la lectura de este maravilloso relato y asistir a su lucha por no perder la dignidad a pesar de la extrema hostilidad del entorno que le tocó vivir, me quedo también con su reflexión sobre el miedo, que es digno en cuanto sinónimo de renovación, de superación; sin embargo, visto como freno es un fantasma, una máscara que nos ciega.
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