Desde que sacara a la luz su primer libro, a finales de la década de los años 80 del pasado siglo, con el atrayente título de “Juegos de la edad tardía”, y consiguiera de una rocambolesca tacada llevarse el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura siendo un completo desconocido, un descamisado en este abigarrado y a veces mundo maloliente y bajuno de la literatura, estoy enamorado de la narrativa “landeriana”. O sea, que llevo siguiéndole los pasos, la friolera de cuarenta años mal contados a este escritor nacido en una familia humilde de Alburquerque (Badajoz) en 1948. Que no son pocos.
Ya entonces el que escribe andaba por Madrid y el nombre de Luis Landero se escuchaba en todos los mentideros, en unos para bien y en otros para mal. En literatura hay más navajazos que en la política, entiéndaseme metafóricamente. Por lo que Landero se cargó de golpe las ilusiones de un buen número de aspirantes a tales laureles siendo un verdadero desconocido, un “papafrita” dirían algunos con acritud inmoderada.
Cuando leí “Juegos de la edad tardía”, a pesar de que la literatura me acompañaba desde la pubertad casi, me di cuenta por primera vez de que un escritor no tiene una sola voz, ni mucho menos. Que una de las constantes, una de las veredas a seguir ha de ser la polifonía, la multiplicidad, el ponerse en carne ajena, en roturar una y otra vez la tierra de la fabulación hasta plantar la semilla de lo que se desea.
Con “El huerto de Emerson” Luis Landero nos lleva nuevamente al asombro de ojos de luna que reside en las entretelas del niño, tanto en el que fue como en el que se imagina, eso no importa. Todo es niñez.
Landero eleva a las personas que recuerda en su infancia a la categoría de personajes como los que leemos en Homero, Shakespeare, Calderón, Thomas Mann, Adorno, Montaigne, Rousseau, Platón, Spinoza, Nietzsche, Ortega, Proust, Kafka, Faulkner, Conrad, Chéjov, Borges, Rulfo… y un largo etcétera. Y además hace comparaciones entre unos y otros.
Así “El huerto de Emerson” más que unas memorias suponen una confesión a destiempo, un mirarse al espejo desnudo, un “pelar la cebolla” que diría Günter Grass, que viene a ser lo mismo que dice Landero: “(…) la memoria instintiva de los sentidos es más aguda y duradera que la memoria racional.”
El libro es un compendio, alguien dirá que deslavazado, pero se equivocará, de relatos, digresiones filosóficas, conceptuales, literarias o éticas, en donde la resultante es literatura, pura y original literatura.
El maestro Landero hace “En el huerto de Emerson” un ejercicio narrativo que debiera servir de guía para todo escritor. Dice Landero: “Ese mundo oscuro y tormentoso, y siempre tentadoramente inefable, que todos tenemos muy adentro, y que no conocemos salvo por súbitas iluminaciones, esa es precisamente la materia más preciosa del arte.”
Y añado para finalizar lo que manifiesta en este libro que debe ser objeto del hecho literario: “(…) lo innominado, lo intrincado, lo ignoto, lo primigenio, lo indecible, lo dificultoso, lo inconcebible, lo escondido, lo inextricable, lo emboscado, lo problemático, lo ímprobo y finalmente lo imposible.”
Una gozada como siempre, el maestro.
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