Una grieta en el tiempo cuenta con una ilustración de cubierta de Federico Romaguera, quien además de haber representado en la fisonomía de sus árboles una metáfora de esa grieta temporal a la que Teresa dedica el título de su libro, plasma a su vez en ese paisaje la textura y el color del otoño, estación temporal a la que María Teresa se siento, ya desde hace algunos años, tan propensa. Quizás, según conversaciones con la autora, ese otoño, ese desapacible estado de las cosas, se haya convertido a lo largo de los años en el escenario más propicio para representar su melancolía. Y es que María Teresa, como seguramente muchos de vosotros, ama la vida, pero acumula en ella demasiados desengaños.
Elia Saneleuterio, prologuista del libro, nos anticipa que este libro: «conduce a una lectura intensa», pero también: «tiene ecos de una tristeza que se une a un quejido cósmico». Y es que la poética espasiana encuentra en la desposesión, esa consciencia de lo perdido, un don al que cantar y el que asumir durante ese tiempo de enseñanza que es la vida. Por tanto, si uno no tiene motivos para ser negativo, es pesimista, pero si lo que describe es gris, si el modelo de dicha descripción es el adiós, el olvido, el desprendimiento, uno no puede ser pesimista, sino realista.
La entrada al poemario se titula “Pórtico” y en ella encontramos un paratexto de Ricardo Bellveser, buen amigo de la autora, que dice así: «Los árboles hablan entre ellos, / cantan incesantes sus nuevos gozos, / murmuran canciones antiguas, / (la doncella va a la fuente) / las entonan, se las recuerdan, / con voces suaves que vienen de atrás…». Somos advertidos ya de la sutileza de la conversación de los árboles, de lo aparentemente invisible de lo esencial, al tiempo que se subraya la importancia de la tradición, esas canciones antiguas, canciones que vienen de atrás. No es baladí ese apunte a los árboles, al bosque, porque este es uno de los poemarios de Teresa Espasa en los que la naturaleza está más presente o adquiere un mayor protagonismo que en otros. Dos poemas, titulados “Noviembre” y “Ese juego inseguro” encontramos en este umbral que no es otra cosa que una propedéutica, pues en ambos poemas se incardinan todos los rasgos del estilema espasiano.
Así, descubrimos que Espasa apuesta por el verso libre, decir inamovible desde que la poeta comenzase a publicar en el año 1992 con Desierto articulado, advertimos que un hablante lírico femenino se expresa en primera persona e interpela a un tú, apóstrofe amado y quizás narratario de la obra, para expresarle en el primer poema: «estoy callada / y quieta, / apaciblemente quieta», para hablarle de su silencio en la espera, de la nostalgia que la embarga, de la indiferencia que él le transmite y de sus dudas. Una cita de Roger Swanzy separa al primer poema del segundo: «Milagro de escritura: el verso bendito que / despierta la paradoja de un recuerdo olvidado». Y es aquí donde el sujeto poético ratifica la condición dialogística del poemario, comienza a verter su mundo interior describiendo recuerdos: «Lo cierto es que fuiste deseo, / pasión, hechizo, / tormento / y un amor deshabitado» y se confiesa entre sombras y niebla, como abducida por la cita de Swanzy, ya que el pasado se alza entre lo oscuro revestido de deslumbrantes palabras.
Fijémonos en los títulos del primer y último poema del libro: “Noviembre” (primer poema) y “Diciembre”, el penúltimo. Este hecho, además de indicarnos un posible tránsito del otoño al invierno, nos puede hacer pensar que el tiempo lírico en el que se desarrollan los poemas es concretamente un mes.
Ese mes o ese paso del otoño al invierno se escinde en seis movimientos, actos de una transición a los que la poeta dotará de un singular cariz. El primero de ellos se titula “Empujar el tiempo con el pensamiento”: bella perífrasis de lo que es recordar. Y este título ya nos anticipa su vocación de movimiento, dirección, un tránsito que los sucesivos bloques irán refrendando. Este primer movimiento del libro está dedicado por entero al tiempo, centinela perpetuo que a todo sobrevuela, y su constante amenaza le da pábulo a extrañar al ser amado, a equiparar el misterio de la palabra a su misterio, el misterio del tiempo, tiempo como: «laberinto que entraña / una realidad insobornable», y sobre todo, con una estrofa apunta a la comentada idea del poemario como itinerario: «Al medir las horas lentas, / me entrego a la fantasía / de vagar por los caminos».
En ese vagar, esa deriva del espíritu se despliega el poema titulado “Concierto de sombras”, donde la certidumbre de que el tiempo es indisoluble de la existencia da paso a la confesión de huída, “Sin rumbo fijo” es un poema elocuente con este aserto, pues la autora, no solo certifica que está en marcha hacia ninguna parte, sino que compara su condición errante con la falta de motivación que acusa el tiempo para transcurrir: «¡Esta obsesión por los minutos / que escapan sin rumbo fijo! // Mis pies no saben / de códigos ni leyes, / solo siguen la ruta / impuesta por la vida». Y esa ruta imprevisible de la vida le lleva a soñar con fundirse con el tiempo, renunciar a la belleza de lo mortal y saborear por un momento la inmortalidad del tiempo, un nuevo estado en el que se libraría de la agonía de lo perecedero, pero también, de esa ambición que como especie blandimos en nuestras relaciones de poder: «¿Cómo desprenderse de la angustia / que día a día atenaza gargantas / y corazones? // Ser uno en el tiempo / es retener la belleza que mis ojos han visto / y desterrar la ambición que pervierte / a las naciones».
“Viajar sobre un vuelo de hojas secas” es la segunda parada de este recorrido, un área en el que sus cuatro poemas nos conducirán a la espesura de un bosque que será algo más que un escenario inerte. Pero antes, el sujeto lírico tratará de definir su soledad, reconocerá en la tierra, sus vegetales y animales, analogías para describirla. Cuando el hablante lírico palidece por amor parece como si el entorno natural se adaptase a su agitación, a su respirar entrecortado, a la manera de los románticos y su locus amoenus del Romanticismo: «huele a mecha quemada, / a piedra mojada por la lluvia, / a velas en blanco y negro».
La poeta representará en el segundo poema de esta latitud ese misterio insondable del tiempo y la naturaleza, como extensión de este, en extrañas criaturas que bautiza como duendes y espíritus, personifica lo inefable pero no lo convierte en terrible, sino en entidades inconsútiles y mágicas que también se pueden amar. Pero será en los dos siguientes poemas, titulados “Entre sombras” y “El bosque me atrapa” donde el protagonismo del bosque despierta y adquiere total relevancia: «No sé si por azar o por destino / el ciprés abre sus brazos / y estrecha mi figura». De repente, el hablante lírico descubre un sendero al que parecen dirigirle el vuelo de las aves y su canto, las hormigas en procesión: todo parece confabularse para que se introduzca en la espesura del bosque y se pierda en su infusa arquitectura.
Esto ocurre en el último poema de este pasaje, como si de un ascenso o iniciación ascética se tratara, la poeta describe cómo las brozas arañan sus tobillos, quieren tomarla, se siente asimilada cada vez más por ese paisaje que se solidarizaba con sus emociones. Tal es así, que le parece escuchar a través de murmullos lejanos las causas del abandono de su amado. La comunión parece completarse, pues: «cada mota de polvo / arrastrada por el viento / penetra mi piel / sin mesura», pero esto no evita que su sensación más fuerte sea la desdicha, pues conocer las razones de su soledad empañan el posible éxtasis de su transformación.
Esta apertura a lo nuevo se manifiesta en “Hacia el claro del bosque”, tercera parada compuesta por seis poemas y más concretamente en el primero de ellos, titulado “Luz del sol”: «En su continua aventura, / los rayos de sol / ...se filtran a través de la arboleda, / anunciando, / sutilmente, / que ha llegado un nuevo día». Un despertar de la conciencia donde en una ruta esmeralda es fácil encontrar una relación con esa ciudad esmeralda de El mago de Oz, donde las rosas silvestres y los espíritus del bosque construirán un enclave idílico como ficticio, de cualquier manera, es razonable que ante tal holografía de optimismo aflore la esperanza: «Cuando la verde ruta / coincida con la línea cero, / la paja convocará a la brasa, / y nosotros, / unidos por los signos invisibles / que surcan el horizonte / caminaremos, día tras día, / cautivos / de la misma incertidumbre».
Como por encanto, en el poema titulado “Los ojos cerrados” toda esa ilusión esbozada se desmorona de la misma manera que en el cuento de La Cenicienta los objetos bellos y animados recuperan su estado feo e inerte; aparecen entonces pensamientos de muerte, la intuida llegada de la noche oscurece los versos y nos conduce al siguiente ámbito, “Asamblea de la noche”: «El mundo está al acecho, / la rosa ya no existe / y tengo miedo / a que también te desvanezcas». Esa nueva percepción de la realidad cristaliza en una mirada que trasciende ese mirar humano que se queda en la superficie de las cosas y así descubre cómo: «ante mí desfilan / espíritus de nieve / que persiguen el claro del bosque / para dejar de ser esclavos». Toda una marabunta de espectros se congregan implorando libertad, pero son entidades lastimosas, sufrientes, de condición pobre. De esta forma, atravesando el bosque casi tan incorpórea como ellos, la voz lírica se compadece de los desheredados del mundo y advierte todo su privilegio. El sentimiento del amor se amplía del otro a la otredad, de lo particular a lo general, de lo único a lo de todos en un alarde altruista sin distinciones: «Mi ambición es arropar / a los seres de espuma / y seguir el curso del río / que baja de la cumbre / para perderse en el mar».
Por primera vez aparece un posible destino, el mar, un mar de poderosas corrientes y amplio horizonte como culminación del viaje, pero antes, hemos de atravesar “Nunca el bosque fue tan oscuro”, el pasaje más extenso del libro y el más social y reivindicativo. La poeta cambia sus motivos de inspiración y cede su voz a aquellos que no la tienen. Si en La divina comedia la selva oscura simbolizaba la tentación, la oscuridad del bosque espasiano encarna la crudeza de un mundo tan moderno como estéril. Así, por dieciocho poemas que comienzan y terminan en la misma página desfilan: niños de la guerra, vagabundos, hombres sin destino, madres que lloran su vacío huérfanas de hijos. Hasta siete poemas son escritos con tipografía cursiva en este acto, tal vez por ser intertextuales o por atribuir a una segunda voz poética toda la crudeza de su manifiesto. La poeta llora la deshumanización paulatina, la secular tendencia que desarraiga la fe de los corazones baldíos, tal vez por eso aquí repuntan sus referencias bíblicas: «Pronto se oirá el sonido / de las trompetas / que pregonan la contienda. // Viejas armaduras / siguen rotas en el valle / de Jericó».
Esta convulsa descripción del mundo, su desangelado y áspero retrato encuentra su correspondencia con la ausencia de su amor, a quien sigue buscando entre las sombras y los espectros. Una última súplica irrumpe entre esta hostil realidad para confesar una vez más su vulnerabilidad, pero también la fórmula de su cura: «Y nunca te das cuenta / de que solo quiero fundirme contigo / de una vez / y que me quieras sin razones / como te quiero yo».
“Más allá del bosque hay un mar embravecido” se titula el último apartado, clausura y corolario de todo el tránsito por la naturaleza extraña, unos parajes inhóspitos y lúgubres que quizás correspondan al interior y no al exterior. El poema titulado “La barca que nos cruza” alude a esta posibilidad en una estrofa metapoética: «Hasta aquí llega el camino / que conduce al corazón / del poema», como heridos verdaderamente por balas de fogueo (como diría Shakespeare) dolemos por nuestra credulidad, por cumplir como buenos seres de convenciones que somos el tácito pacto entre lector y autor, mientras la autora, demiurga y única responsable de la farsa, se regocija, no de mentirnos, sino de haber sanado un poco sus heridas al revelar las fuerza y los misterios de su río subterráneo: «Quizá no sepas que ahora vivo / al margen de la vida, / que el tiempo sigue su camino, / que la uva brota en los sarmientos, / y que solo caminar por el bosque / ha devuelto mi equilibrio».
Volvemos al principio, la narración circular del poemario nos lleva al punto de inicio y, para disipar cualquier duda, la autora nos lo hace saber repitiendo los versos de la primera estrofa de su primer poema: «A pesar de todo, ya ves, // estoy serenamente / quieta. // Sigo callada. // Y hace frío».
¿Hemos asistido a una velada venganza personal? La habilidad de Teresa Espasa para no restringir la polisemia de su historia es patente, deja el final abierto, como sus posibilidades interpretativas. El despliegue de todo su repertorio de escritora de oficio ha dado resultado y no sabemos explicarnos muy bien cómo. Su sensibilidad, la elección precisa y armoniosa de su léxico, ninguna palabra desentona del conjunto, el ritmo coloquial de su jaculatoria, nada hacía presagiar que nos encontraríamos postrados y rezando ante un cenotafio, pero esa es una de las grandezas de la literatura. No por ficcionar significa que el dolor manifestado sea falso, al contrario, quizás sea todo una maniobra para poder expresarse sin romperse, para poder decirse a los demás sin consumirse, para poder resistir a este mismo juego que la vida y la muerte llevan a cabo entre ellas, pero con nosotros, completamente en serio, en medio.
¿Por qué una grieta en el tiempo? Imaginemos el tiempo como un árbol, una grieta ¿sería su imperfección? Quizás, una invitación a descubrir el interior de lo que ignoramos, grieta como herida que abre las carnes del doliente, sí, pero abertura —también— por la cual puede entrar la luz del conocimiento y embargarnos. Grieta como puerta de huída o de entrada, ruptura de lo establecido, como huella de una violencia ejercida sobre lo impasible. Ninguna grieta puede detener el tiempo, aunque tal vez sí pueda servirnos como refugio, como lapsus atemporal donde desarrollar —sin angustia— nuestra reflexión.
La poesía de María Teresa Espasa es una carta abierta al ser amado, su verbo es transparente, cristalino, lo que no impide que su palabra se arrebole de retórica y sabiduría poética. Humanista y generosa, su poética renuncia a los ambages a favor de su recepción, pues aquello que necesita expresarse debe ser comprendido para completar el círculo. Poesía ática de verso desnudo, sus poemas encuentran en lo sensorial un punto de contacto con el lector donde su componente telúrico se encarga de transmitir las ondas sísmicas de su estado emocional. Nada es verdad ni mentira cuando la palabra media entre una conciencia sangrante por decir y un corazón sediento por reconocerse. Toda poesía es cierta para aquel que la necesita.
Hay un último poema en el libro, un poema que ni la propia autora —probablemente— será consciente de que lo ha escrito, y me refiero al índice que compendia los títulos de los poemas al final del poemario. Estos índices acostumbran a ser un paratexto testimonial, una hoja de referencia, sin más, pero en ocasiones, y solo ocurre esto con algunos poetas, podemos leer este índice como si de un poema se tratara, un poema inconsciente que cuenta con la misma enjundia y connotaciones líricas que cualquier poema escrito a conciencia, un poema en el que podemos encontrar —y con esto ya termino mi intervención— momentos tan brillantes como estos:
Noviembre,
ese juego inseguro,
empujar el tiempo con el pensamiento,
el tiempo:
concierto de sombras
sin rumbo fijo,
máquina del tiempo,
ser uno en el tiempo,
viajar sobre un vuelo de hojas secas.
Huele a soledad,
extraños habitantes del bosque
entre sombras,
el bosque me atrapa
hacia un claro del bosque.
Luz de sol,
la ruta esmeralda,
el hueco y el castaño,
la madrugada,
el viento arrecia
los ojos cerrados.
Asamblea de la noche.
Puedes comprar el poemario en: