El título del libro, `El ala psiquiátrica´, supone, por una parte, una coordenada física que está ubicada en la concreta zona de un hospital, la zona demarcada para confinar al enfermo mental, no por mejorar su salud o garantizar su seguridad, sino para salvaguardar el equilibrio y la tranquilidad del individuo “sano”; pero por otra, nos precisa que será a través de los desequilibrios mentales y sus consecuencias, es decir, de la locura o lo que entendemos por ella, con lo que Pol vehiculará un discurso que irá adentrándose cada vez más en la oscuridad de un yo que, en ocasiones, contempla la cordura desde el otro lado del espejo.
En sintonía con Piglia y Brecht, Pol representa los hospitales como espacios represivos articulados por el Estado, un sistema que lobotomiza al ser humano y anula cualquier posibilidad de rebelión mediante la manipulación de su salud:
deja el bulto sobre el suelo
y aprieta el paso hasta la puerta
y alárgate golpea escúrrete
porque afuera tienes que correr
permanecer adentro
endrogado
para siempre
En este hecho se encuentra una correlación con el estatuto patológico que sufrieron los enfermos de finales del siglo XIX y principios del XX en Hispanoamérica y que tanto fue denunciado por los poetas modernistas. En este sentido, Pol se alinea con poetas como Julián del Casal, quien veía en la enfermedad una reivindicación de lo patológico, una liberación de los convencionalismos que propone —por ejemplo— su propio acceso a otros saberes del goce: la natural desautomatización del proceso capitalista que etiquetaba como `cuerpo improductivo´ a legiones de gregarios e ingenuos dolientes: «estamos cansados de la realidad / el hombre y la mujer del futuro / estarán dispuestos a pagar por la locura». El rostro subyacente bajo la máscara de institución sanitaria no es otro que el de un actor de control, rebelarse contra la dictadura sanitaria, pues, es un acto de libertad y dignidad.
La disidencia formal de Pol se representa en primer lugar en el plano ortotipográfico. Los poemas comienzan con letra minúscula, al igual que las estrofas y todo el poemario carece de puntuación. Este hecho incurre en ofrecer al lector una experiencia inmersiva, pues este, debe participar en la construcción de su sintaxis, busca un lector activo quien, dependiendo de la división que haga de las proposiciones a través de los puntos y las comas que decida virtualmente colocar, enfrentará una obra u otra. Por tanto, estamos ante una obra parcialmente abierta en la que la búsqueda del sentido pasa por homogeneizar una tendencia a la elipsis.
El ser se presenta amenazado por la gran superestructura gubernamental, al tiempo que es subyugado por una enfermedad que le muestra la ingente cantidad de puntos ciegos que yacen en su interior: «esos ojos / te arrastran hacia adentro / hasta la piedra más filosa / del abismo». Pol conduce a sus lectores por el interior de un hospital como lo haría un guía macabro que anticipa los dolores que sufriremos en su cámara de los horrores. El tránsito del hablante lírico se escinde en cuatro actos donde en cada uno de ellos la profundidad emocional se acrecienta gradualmente. Así, desde la recepción, hasta el jardín, los pasillos o la sala de espera serán los escenarios por los que discurrirán los personajes: la adicta enfermera que sobrevive aferrada a los mismos fármacos que suministra a los pacientes, la niña obsesionada con decapitar muñecas, y así, hasta llegar al máximo responsable de la institución represiva, prácticamente, la encarnación de un diablo que lleva a la perfección su función:
Él
no se ríe
no se preocupa
no parece preso de ninguna
ocupación de los mortales
se sienta
finge que escucha y escribe
con la misma mano derecha
que cura
envenena
La jerarquía social frente al caos mental, el aturdimiento de una mente que se resiste a obedecer el discurso monológico del Gobierno, mientras su cordura se diluye entre interiores voces que le revelan cosas terribles: «tú eres / un despojo sucio del pecado / de ese asco de fregadera / en la que tu madre y tu padre / se arrodillaron/ y estregaron la mugre de su entrepierna». Frente a la insensibilidad de los seres encargados de decidir quién vive o muere, la luminosa experiencia de unos personajes, cada uno con su herida palpitante, que retrata a la perfección la sociedad —aún más enferma— en la que viven.
Los locos son producto de un sistema que los ha creado de forma secundaria y ahora reniega de ellos, son vulnerables hijos rechazados por la falta de humanidad de sus padres. Locura, esquizofrenia, depresión: el lenguaje de Pol trata de absorber la potencialidad expresiva de esos estados incontenibles de la conciencia y se tensa por momentos para describir ese salvaje e impredecible paisaje interior: «el aprendió a ser dejando / viendo el mal y el bien / desde la profundidad del adentro». ¿Es la locura un problema privado o una asignatura pendiente de la salud pública?
Ironía, mordacidad, humor, cualquier postura es insuficiente para narrar —y denunciar— con precisión toda la crudeza que supone la locura y sus consecuencias en la contemporaneidad: «a veces la nada afirma / y la afonía es elocuente». La poesía de El ala psiquiátrica es áspera e incómoda porque lo es aquello que retrata, pero propone reductos de reflexión ante una lacra social impuesta de la que poco se sabe, o se quiere saber. El poeta se introduce con habilidad en la singularidad de una mente enferma y, evitando la condescendencia y el sentimentalismo, se transforma en un espejo insobornable. El poeta se convierte, pues, en cronista de su tiempo y también, en un creador de lenguaje, pues la experiencia de lo demente le obliga al polimorfismo, a la ruptura, a la libertad del demiurgo que pretende reproducir su catarsis.
En Mardi Gras (2012), Pol ya cuestionaba ese dictado subliminal e intravenoso de un Estado que castiga o premia al individuo en función de sus intereses. Entonces, el arma era la discriminación por la estética, es decir, el ente marginal era aquel que no respondía a los cánones de belleza: ser una persona obesa era lo mismo que ser un ciudadano de segunda. Parte de esa cruel defenestración se mantiene en El ala psiquiátrica, aunque el umbral de salubridad se traslade ahora de lo físico a lo psíquico. El estigma de la enfermedad mental en la sociedad moderna sigue provocando cortafuegos insalvables para la total integración del individuo en la maquinaria social.
En Sísifo (2017), Pol hizo lo propio con el concepto de trabajo y su problematización como doma y esclavitud del individuo moderno. El servilismo marxista entendido desde la perspectiva de las relaciones de poder. En cada libro, la ideología del poeta va desplegando sus convicciones y, sobre todo, el estadio del verso se convierte en un terreno de batalla, de debate, de razonada crítica en el que lo formal se adapta a lo argumental (y no al revés) en un admirable ejercicio de dignificación y revalorización de lo estético.
Para Román Samot (“Sísifo, de Julio César Pol”, Letralia, 2018), Pol hace: «antropología de lo real no maravilloso o de la existencia cotidiana y absurda de gente que está muerta en vida», es decir, se posiciona en el lugar de los desheredados, de los ultrajados por fuerzas superiores y, de alguna manera, su ficción pone en contraste la realidad frente al escrutinio moral de las relaciones sociales.
Julio César Pol propone la locura como solución, holografía salvífica, como un realismo mágico capaz de atenuar los síntomas de la injerencia política, por eso en el tercer acto del libro (“aislamiento”) la escritura se adensa y crece en simbolismo: «mi abuelo muerto se sienta en la cama / como una flor / y su sombra se ve contra el suelo / pero no en el espejo». En este poemario la locura, al igual que la muerte, no entiende de jerarquías inventadas por el ser humano y a todos trata por igual (“libertad fraternidad igualdad”), los convierte en víctimas idénticas, degrada ínfulas de forma equitativa hasta equiparar los egos por la vía del dolor. Pol reverencia esa precisa proporción como una suerte de juicio justo ante el que la moneda robada no sirve como pago de fianza.
La verdadera locura ostenta una pureza no apresable, el loco cierto es libre por defecto, en su mente, no hay lugar para barrotes o censuras, su miedo, pensamiento, recuerdo o fantasía son verdades inconfinables, tesoros que se pretenden reprimir por miedo a lo desconocido. La lección queda clara, el villano, también.
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