Sin embargo, The End más que un álbum de setenta y tantas estampas sobre la herrumbre de una industria fallecida: la minería del carbón en León y en Palencia, es un arca de silencios, pues en cada imagen nos asalta la ausencia del apremio y del empuje que jalearon esos parajes y esas estancias que contiene. Al punto que sus páginas se suceden bajo una agarrotada gelidez, tiznada por ese negro que se extiende más allá de sus escoriales; pero, sobre todo, se suceden estremecidas por ese híspido silencio que imponen el abandono y la huida.
Ante este vacío, ante estos muros y tinglados que el tiempo se ocupará de escombrar, me pregunto si, como aconteció tantas veces en la Historia, esta industria no comenzó a morir mucho antes de que nos diésemos cuenta, incluso de que se apercibiesen cuantos estaban cotidianamente concernidos: sus empresas y sus mineros. ¿O, acaso no fue el carbón el gran combustible de la Revolución Industrial del s. XIX?, ¿no constituyó el ingrediente imprescindible para elevar soberbiamente el Imperio británico desde sus yacimientos en Gales o el II Reich desde los suyos en el Ruhr o en la Silesia? Y ascendiendo un escalón más; ¿acaso no fue este prodigio humano, la Revolución Industrial, consecuencia de la mecánica que en filosofía trazara Descartes y en física, Newton? Pero el tiempo, para nuestra desazón y también para nuestra esperanza, no deja de azuzar a nuestra imaginación y a su afilada hija, la ciencia. Y ella, en los inicios del siglo XX —o quizá unos cuantos años antes— con el álgebra de Boole y, luego, con la física que entrevió Rutherford e impuso Einstein, ¿no abrió la puerta —aun sin saberlo—a una nueva dimensión de la producción y del trabajo, esa que ahora subyuga nuestro presente con sus comunicaciones instantáneas y con su comercio global, tan avasallante que incluso moldea hasta nuestros hábitos más íntimos? ¿Y, por supuesto, no será el advenimiento de estas nuevas formas productivas el que ha cerrado esas minas y estrangulado a esos pueblos que las explotaban?
Esta cruel y por otra parte necesaria cadena de preguntas me fue asaltando mientras miraba y remiraba cada una de las fotografías de Cecilia Orueta: las de sus clausurados pozos, las de sus desvencijados dispensarios, las de sus desmantelados cines y bares, y las de sus calles nevadas por donde asomaba el mugroso negro, tan presente, y que, sobre cualquier otro elemento, era quién más clamaba por cuantos lo hicieron aflorar desde las entrañas de la montaña; esos mismos hombres ausentes, con su bullicio y sus aspiraciones, de casi todas las estampas del álbum, pues apenas unos cuantos resistentes retrata Cecilia, y todos con demasiados años encima para abandonar este abrumador paisaje. Y ante este reducido grupo, más que de ancianos, de nostalgias, no pude sino compadecerme al imaginármelos como náufragos, tanteando entre los ecos de sus recuerdos que, solo para ellos, seguirán llenando de voces y de figuras todo cuanto, a la vista de las fotografías, para mí —y supongo que para la mayoría de ustedes— no deja de ser sino un aterido vacío y un plomizo abandono.
En efecto, este puñado de personas se me presentaba tan a espaldas de nuestra sociedad que un imprevisto escalofrío me recorrió el espinazo. Entonces caí en la cuenta que solo por ellos, por José, por Máximo, por Anita, por Fernando, por Amor, por Emilio, por Orfelina, por Sagrario… Y claro, por cuantos vencidos por el infortunio dejaron estas calles negruzcas y estas casas que ahora no aguardan sino su macilento desplome, fue por quienes Cecilia emprendió este primoroso trabajo que ahora descubro como lo que es: un sentido requiem.
Revelación, qué duda cabe, inducida también por su título: The End; aunque este encierre algo de hijo desventurado de la circunstancia. Pues, verán, hace un par de años, la última mina, La Escondida de Villablino, anunciaba su cierre y a Cecilia, como respuesta, se le alumbró este proyecto; por lo tanto, no cabía otro título: el final. Aunque, como nos aclara en su brevísimo prólogo, Cecilia lo escogió en su expresión inglesa porque así concluían todas las películas del Oeste, que tanto disfrutaron, durante aquellos domingos idos, los mineros de este puñado de pueblos hoy fantasmas. Y al leer estas palabras, pienso si Cecilia no se refiere solo a aquellas proyecciones pueblerinas y, secretamente, también teme que el cine, ese majestuoso espectáculo de heroicidades a destajo, esté amenazado por nuestros actuales hábitos, tan adecuados para enclaustrarnos en una soledad condenada a la insatisfacción.
Quizá sea este nuestro nuevo destino. En tanto se aposenta, aún disponemos de recordatorios como este The End, de Cecilia Orueta, que nos evoca un pasado donde constituíamos grupos, unidos por un empeño compartido. Es más, entre los breves escolios que ilustran cada fotografía, sobresalen algunos, rabiosos y emocionados, lamentando los compañeros tragados por los pozos del carbón. Testimonios elocuentes de cómo la minería —oficio arriesgado donde los haya habido— forjaba algo más que irreductibles luchadores; forjaba verdaderas comunidades trabadas férreamente sobre un padecimiento y capaces de proponerse un mismo porvenir. ¿No les resulta extraño o, al menos, discordante con nuestro actual proceder?
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