La novela presentada Vidas samuráis es el debut literario de Julia Sabina, que con un lenguaje directo repleto de imágenes que se fijan en la retina por su gran sentido del humor, su frescura y su fuerza poética consigue hacer un retrato de una nueva generación lleno de vida y de verdad. De la obra opinan:"La novela Vidas samuráis, de Julia Sabina, cuenta la historia de una joven española que se va a Francia a hacer una tesis doctoral sobre semiótica, con un profesor parisino que enseña en Lille. Para no perdérsela: el descubrimiento de la semiótica a través de una joven mirada inteligente y llena de humor". Chema Paz Gago, Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. «Esta autora me tiene totalmente fascinada por su narrativa y por los personajes, que explican sus cuitas y sobre todo sus fracasos con una actitud vital de lo más divertida.» Neus Botellé, Librería La Central «Esta evocadora historia, con una escritura ingeniosa y cautivadora, se centra en las incertidumbres de una generación que, a través de las palabras de Julia, finalmente encuentra una voz. ¡Y qué voz!» Elisabetta Migliavada, editora italiana de Garzanti SinopsisMaribel ha terminado sus estudios en Madrid y no encuentra su sitio en un país que siente que le está fallando y que no le ofrece ninguna alternativa laboral ni vital. Esta situación, unida a un desengaño amoroso, la lleva a la localidad francesa de Lille, donde bajo el pretexto de preparar una tesis doctoral lucha como una auténtica samurái contra las dificultades que supone empezar de nuevo en una ciudad de la que apenas conoce el idioma. Allí la esperan los retos de una vida que aún no ha tenido que enfrentar por sí sola: encontrar vivienda, crear un nuevo entorno de amistades y descubrir otras maneras de enfocar el amor. En el transcurso de un año vivirá todo aquello que todavía no había experimentado, y lo más importante, Maribel deberá descubrir quién es y cuál es su lugar en el mundo. La autoraJulia Sabina (Madrid, 1982) es doctora en Ciencias de la Comunicación y Estudios Cinematográficos por la Universidad Paris 3 Sorbonne Nouvelle. Investigadora y creadora dentro del campo de las artes audiovisuales, actualmente es profesora de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Alcalá. Vidas samuráis, una historia universal sobre los desafíos a los que deben enfrentarse las nuevas generaciones, es su primera novela, cuyos derechos de traducción ya se han cedido a Italia. Un fragmento del libroEl tren Eurostar tarda dos horas y veinte minutos en llegar de la estación del Norte de París a Londres. Realiza parte del recorrido bajo el mar, por un túnel que atraviesa el canal de la Mancha. Pero antes de meterse en el túnel se detiene unos minutos en una ciudad del norte llamada Lille. Ese era mi destino. Nada más bajarme en la estación de Lille Europe me di cuenta de que había perdido la dirección de la residencia de estudiantes en la que iba a alojarme. Y, además, el móvil no tenía red. Así que era urgente encontrar algún ordenador para conectarme. Acababa de empezar el mes de septiembre. El viento me golpeaba los ojos y caían unas gotas tan gordas y pesadas como huevos estrellándose contra la ciudad. La gente, vestida de negro, caminaba rápidamente mirando al suelo. Callejeé con la maleta a rastras en busca de algún locutorio hasta que llegué a una plaza enorme llamada Charles de Gaulle, rodeada por edificios de ladrillo con fachadas belgas. En mitad de la plaza se elevaba una columna robusta y encima de ella la estatua de una mujer tapada con una simple tela que nos miraba con cara de asco. También había una sucursal de Crédit Agricole, una relojería, varias boutiques, cafeterías y una panadería que inundaba la calle de olor a bizcocho y cuyo interior visto desde fuera parecía el salón de un palacio decorado con madera oscura y ribetes dorados. Al salir de la plaza, me adentré en las calles adyacentes, más sombrías, hasta que encontré un locutorio. La luz azulada iluminaba unas paredes con carteles envejecidos que indicaban el precio que costaba llamar a Níger, Senegal o Chad. Estaba lleno de gente. Hacía mucho calor y olía a sudor. Alguien gritaba en una de las cabinas telefónicas. Pedí un ordenador y me adjudicaron el número cinco. A mi lado, un hombre de unos setenta años, con un abrigo negro muy viejo cubierto de caspa y pelotillas y con pelo gris y graso, contemplaba con éxtasis imágenes de una chica joven y rubia con pegotes de rímel en las pestañas mamando pollas de varios tíos y que, tras beberse sus corridas, sonreía hacia la cámara. En el e-mail que me habían mandado de la residencia me explicaban que debía bajarme en la estación de metro Quatre Cantons, situada en una ciudad dormitorio pegada a Lille llamada Villeneuve d’Ascq. Las baldosas de las paredes de Quatre Cantons eran amarillas y rojas, pero no eran alegres a pesar de tener colores llamativos. Una zona radicalmente diferente al centro. La maleta, la mochila, las botas y el anorak mojados me pesaban más y más a cada paso. Por fin había parado de llover, y estaba tan agotada de dar vueltas por ahí que me detuve a observar los enormes edificios de viviendas, que convivían con pequeñas casas familiares. Daba la sensación de que esa ciudad tuvo tiempos mejores pero que, de repente, se había quedado paralizada y envejecía como un matrimonio ante el televisor. Debía de tener cara de desorientada o de desesperada porque un chico un poco rechoncho, con una cazadora de cuero desabrochada, se acercó a mí y se ofreció a ayudarme con la maleta. No sé muy bien de dónde había salido. Quizá era un enviado del cielo dispuesto a socorrerme. Se le marcaban las tetillas bajo el jersey de lana y llevaba el pelo un poco largo y echado hacia atrás. Aunque debía de tener mi edad, ya se le pronunciaban las entradas, así que era fácil imaginarse cómo sería a los cuarenta años. Con más entradas, con el pelo más largo, oliendo peor. Aun así, suponía una señal de bienvenida. Le pregunté por la dirección de la residencia. Se trataba de un momento trascendental: iba a mantener una conversación en francés por primera vez con alguien que no fuese un profesor de academia de idiomas. Mi acento nos asustó a los dos. Entonces él habló. Qué maravilla. No podía creerme que ese chico, con un aspecto tan tosco que podría haber salido de un bar de hooligans de Liverpool, tuviese esa voz que sonaba a libélulas susurrando, a fresas salvajes, a cabello de ángel en la boca. Él tampoco sabía dónde estaba la residencia. Cuando respondí, mis palabras sonaron de nuevo como si descarrilase un tren. En ese instante descubrí algo que me acompañaría durante el resto de mi aventura: la lengua española es una bestia con púas y garras. Una bestia encerrada y hambrienta que sale en estallidos de libertad con forma de rrrrrr o de jjjjjjjjj. No la puedes vestir con el encaje de seda de la lengua francesa sin que sus movimientos bruscos lo destrocen.Pero, a pesar de mis problemas intentando pronunciar unas frases muy obvias, conseguí hacerme entender. Estaba tan feliz por ello que lo miré a los ojos con todo el candor que me quedaba en el cuerpo, y él me correspondió entusiasmado. Caminamos y caminamos entre edificios inquietantemente vacíos hasta que encontramos la residencia. Era una construcción de hormigón con una cristalera en la entrada. El chico de las tetillas entró en el vestíbulo, y yo detrás de él como una niña sigue a sus padres, como si el hecho de llegar allí no tuviese nada que ver conmigo. En la conserjería una mujer de unos cincuenta y cinco años, de pelo corto, rizado y rubio y ojos azules y cansados, en lugar de saludarme me analizó seriamente. Intenté hablar con ella en francés. Me dijo que no me entendía, por lo que el hecho de que me comprendiesen o no empezaba a parecer bastante aleatorio. Medio por señas conseguí que me entregase la llave. Las cuestiones de dinero, sin embargo, se pillan al vuelo. Me indicó que al día siguiente sin falta pagase la fianza. Mientras tanto, el chico que me había ayudado a transportar la maleta me metió la mano por debajo de la camiseta. Por un momento sentí sus dedos suaves en mi cintura desnuda. La mujer sonreía. Me giré contrariada. Pero el chaval se empeñaba en subir la maleta a mi cuarto. No se dio por vencido ante mi negativa y hubo un tira y afloja, con ambos agarrando el asa de la maleta y tirando con fuerza, hasta que él terminó por garabatear su número de teléfono en un papel. Todavía debo de tenerlo guardado en algún sitio. La residencia era laberíntica y, como estaban cambiando el sistema eléctrico del edificio, había escombros y cables por todas partes. Una vez que llegué al piso que me correspondía, caminé por un pasillo oscuro, subí otras escaleras, esta vez de caracol, me adentré por otro pasillo, también oscuro, bajé otras escaleras de caracol, llegué a otro pasillo... En todo el recorrido no me crucé con nadie. Finalmente desemboqué en una puerta de madera contrachapada de color pino claro con el número 215, el de mi habitación. En el cuarto había dos camas con mantas de cuadros escoceses, un poco viejas, alisadas y dobladas pulcramente. Me habían avisado de que tenía que compartir la habitación con otra chica, pero que todavía no había llegado. Por fin me había marchado de Madrid. Era libre. Me senté en la cama. Miré a través de la ventana. Había anochecido totalmente, y el viento movía las ramas del único árbol que tenía enfrente. El cuarto estaba amueblado con una mesa de conglomerado desconchada con espacio para dos personas, dos sillas y un par de baldas blancas donde colocar los libros y un lavabo con un minifluorescente encima que no funcionaba. El suelo, de plástico que imitaba al granito, estaba levantado por los laterales. Una de las baldas tenía una marca de quemado, seguramente de una vela. Se trataba de la señal de que otra persona, en otro momento, había hecho de esa habitación su hogar. Yo debía seguir su ejemplo. De momento no tenía conexión a internet y al otro lado de la puerta no se oía nada. Parecía que no hubiera nadie más viviendo en esa residencia. Al abrir la maleta, la cremallera sonó como una sierra eléctrica. Poco a poco, fui decidiendo dónde colocar los jerséis, los calcetines, la ropa interior, los libros... También colgué en la pared un cartel de Al final de la escapada, de Godard, en el que Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo se miran con la complicidad característica de haber tenido buen sexo tapados con unas sábanas muy limpias. Precisamente esa película me había animado a pedir la beca en Francia. En algún momento absurdo pensé que también yo podría ser una americana dulce que vendía periódicos por los Campos Elíseos. Cuando terminé de colocarlo todo, caí en la cuenta de que al día siguiente no estaría ni con mi familia ni con mis amigos, que ahí era donde iba a vivir. Pensé en Felipe. Quería llamarlo, pero me habían recomendado alejarme de él. Hacia solo unos meses, bueno, en realidad casi un año, pero me parecían solo dos meses, bueno, en realidad me parecía como si no hiciera más que unos días que nos habíamos sentado en una terraza del barrio de La Latina a tomar unas cervezas. Me agradeció todo lo que había hecho para ayudarlo a salir de la depresión, ya se encontraba mucho mejor. Fue al abrazarme alegrándose de que lo hubiese entendido todo cuando comprendí que me estaba dejando. Parecía aliviado, incluso satisfecho, mientras que conmigo se ensañaban a picotazos todos los mosquitos presentes, pasados y futuros de Madrid. Me tumbé en la cama y me puse a leer hasta que me dormí. Me desperté desubicada, miré a todos lados, a las paredes blancas y a la cortina gruesa, de un color entre amarillo por un lado y marrón por el otro, que tapaba la ventana. La descorrí. Era por la mañana y parecía de noche. Llovía. Acababa de empezar el mes de septiembre y hacía dos días iba con minifalda y gorra para protegerme del sol y caminaba pegada a las paredes, el único sitio con un poco de sombra. Autor del vídeo y de las fotografías: José Belló AliagaPuedes comprar el libro en:
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