Tras la votación se contaron los votos, y el alcalde en ejercicio, hombre conocido por su mal genio y sus arrebatos, perdió. Los habitantes del pueblo se miraron consternados sin atreverse a revelar sus pensamientos.
Todo el pueblo supo cuál había sido el resultado: yo lo supe, tú lo supiste, el vecino lo supo, todos lo supimos, todos menos uno, el alcalde en ejercicio.
Los más cercanos al derrotado candidato se reunieron en “El quitapenas”, un boliche de mala muerte que se encontraba a la salida del cementerio, boliche donde los deudos, por costumbre, solían reunirse tras enterrar a sus macabeos.
Las libaciones comenzaban con alabanzas al muertito; se enumeraban sus buenas acciones, a cada vaso de aguardiente se iba alzando la voz y exagerando sus virtudes.
A la tercera botella, acabadas las virtudes, se pasaba a los defectos, y al paso de los defectos y los vasitos de aguardiente, cada uno, deudos y conocidos, conocidos y desconocidos, contaba una anécdota.
No faltaba el borrachito que le echaba con lolla, término que significaba “con la olla” que se utilizaba para señalar que se estaba exagerando, una cosa es tirarle con un vaso, otra tirarle con la olla.
Pero entre libación y libación hasta las exageraciones eran permitidas para justificar un nuevo vaso de aguardiente.
Ese día, tras el recuento de votos, el ambiente era diferente en “El quitapenas”. Los cercanos al malgenioso alcalde se preguntaban quién le comunicaría la noticia, y cómo se la comunicaría.
Decidieron echarlo a la suerte. El viento se levantó en la avenida Pensilvania, la calle principal del pueblo, dio vuelta en el aire a las monedas y estas cayeron sobre el mesón señalando, para su mala suerte, al yerno del alcalde.
Doble ración de aguardiente le dieron, y todos, para callado se preguntaron, cómo se las iba a ingeniar sin morir en el intento.
El curadito del pueblo se acordó que años ha, tras su última visita, Blacamán el aventurero les había dejado un libro que contenía palabras y que al abandonar el pueblo les dijo: “si algún día no encuentran las palabras para comunicar a alguien un acontecimiento fastidioso, busquen en las páginas de este libro, se llama diccionario”, dicho lo cual desapareció.
El mesero trajo el libro, sopló el polvo que lo cubría y lo depositó en el mesón.
Todos tomaron otro vasito de aguardiente.
El mesero abrió el libro y apareció la palabra “decencia”. Todos se miraron. Leyó con voz grave:
“Decencia, del latín decentia:
Recato, honestidad, modestia.
Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o
calidad de las personas”.
Nuevo vasito de aguardiente, esta vez la ronda a cargo del mesero.
El borrachito preguntó: “¿y eso qué tiene que ver con el alcalde?”
El pueblo respondió: “nada, pero si lo dice el libro de la sabiduría a lo mejor al leerlo el alcalde entienda lo que significa”.
Pusieron el libro en manos del yerno para que lo llevara hasta la alcaldía y lo depositara sobre el escritorio del alcalde abierto en la página de la decencia.
Para darle valor le dieron un último vasito de aguardiente y lo empujaron fuera del boliche.
En el trayecto se levantó el viento de la desgracia dando vuelta a las páginas del libro.
El yerno entró a la alcaldía, depositó el libro sobre el escritorio y salió corriendo.
El alcalde entró, se sentó en su sillón dorado, y leyó:
“Indecencia, del latín indecentia.
Falta de decencia o modestia.
Dicho o hecho vituperable o vergonzoso”.
Se rascó la cabeza, con curiosidad ojeó el libro, se detuvo en una página y leyó:
“Ego del latín ego, yo
Psicol. En el psicoanálisis de Freud, instancia psíquica que se
reconoce como yo, parcialmente consciente, que controla la
motilidad y media entre los instintos del ello, los ideales del
superego y la realidad del mundo exterior.
Exceso de autoestima.”
Echándose atrás en su sillón, se dijo: “reconocen mis virtudes, me han reelegido”.
Y así fue como todos supieron cuál había sido el resultado de las elecciones: yo, usted, nuestro vecino, todos menos el alcalde.
*Gustavo Gac-Artigas: Escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Reside en Nueva Jersey, EE UU.