Presidida por una magnífica pintura del pintor malagueño Enrique Brikmann, la poesía de Nadando por el fuego/Nageant à travers flammes (2012) es una edición bilingüe español/francés, con traducción de Lucien Castela publicada en Les Éditions de la Bastide, en la localidad francesa de Rousset sur Arc, perteneciente al departamento de Bouches-du-Rhône y a la región de Provence-Alpes-Côtes d´Azur. Es el último poemario de Rafael Ballesteros, una bella edición especial para bibliófilos de veinte ejemplares únicos numerados en papel Bristol Clairefontaine de 210 g. F.S.C., del que el mío hace el número 5. Presentado en forma de hojas acartonadas sueltas en número de 93 y recogido en sendas envolturas, fundas o revestimientos: una primera de cartón rojo y una caja rígida en tono verdoso con una tira en blanco en la que figuran dos versos del autor malagueño. Por tanto, también un objeto-libro magnífico sin duda. Una exquisita edición, cuyo proyecto y realización ha trabajado con rigor Bernard Mahesela y dedicada a Lucien Castela, el apasionado hispanista creador de esta aventura editorial.
La poesía de Nageant à travers flammes posee el germen de la creación impura, del compromiso del poeta con la realidad y la sublimación de lo infalible, de lo cierto… de la búsqueda de la verdad, se halle donde se halle, aunque esto signifique la paradoja del nadador por el fuego: el afán de búsqueda, de reflexión, de ensimismamiento… sabiendo que somos pasto de las llamas, que la muerte, en ese mar de fondo se adueñará de todos nuestros pensamientos, será siempre victoriosa. En ocasiones son graznidos en la noche que nos despiertan de nuestro letargo y nos descubren que, cuando alcanzamos la sabiduría, fenecemos. No tenemos tiempo. El tiempo ha sido una conquista para nuestra cognición y la última victoria de la muerte: “Ya que estaba preparado/ para el mundo, me queda poco mundo”.
El pasado se agita en su interior, se encastilla, se mece en el presente… suavemente remolinea y nos propone las reflexiones actuales, nos permite la observación y justificar o comprender nuestra actitud en la vida. Existe mucho de acogimiento en el seno del testimonio. De la fuerza de las convicciones y la resolución del sentido del hombre. Y su otro yo, al que retóricamente le pregunta, con el que se desdobla, le permite adentrarse en la retórica del ser, en sus dudas, en la vacuidad del mundo y sus imposturas. Y el compromiso, siempre presente tanto como la poética de las actitudes ante la existencia: el hombre que no sabe si “echarse entre las aguas o contemplar”… y su decisión ante la existencia, su convicción desde el aprendizaje de la vida y la lucha permanente “por librarme de esta desazón de sentirme/ dentro de una parte,/ de saberme tan parcial, tan subjuntivo”.
Hay una profunda filosofía de vida, de enfrentarse al mundo, con la verdad, sin rencor, con valentía y entereza, y entonces en sus conquistas se evidencia la razón de ser. Pero no todo es placentero camino, las dudas le asaltan, la sinrazón le persigue, el afán por explicarse las cosas lo mantiene en una lírica que zozobra permanentemente en esa búsqueda de sí. En algún momento se rebela contra la duda: “No dudes más: tira al cauce del arroyo negro la daga/ acusadora”. Su poesía nace desde las antítesis del mundo, como un náufrago en medio de la tempestad intentando ser, conseguir su identidad que zozobra, su identidad desbocada. El huracán interior se agita entonces, la turbación como un “pajarillo ciego que en la alta rama/ se mantiene callado, a punto de caer”. Y este lenguaje de la quietud que busca la nada se adueña del sentimiento del poeta que lo acepta como finalidad.
A veces la traición (“El que traiciona tiene mano/ con la que ofrece mirra huera”), tan presente en la temática narrativa también emerge con fuerza en el poemario con ese icono de la daga presta para asestar la última embestida. O la iglesia con su simbología de viejos dominicos, que ordenan silencio, y la desolación como testigo ante los excrementos de la historia y sus despojos obscenos: “El palo de la muerte hincado en el centro de la plaza”. O Dios (siempre en minúscula en su poesía), como un reflejo persistente del gran Unamuno, al que increpa con fuerza su desventura, sus profundas contradicciones, su ausencia de perdón y de clemencia. Y por ese camino se pregunta qué nos condujo a la condena, a las obscenidades, a la profanación… acaso la libertad de ser jóvenes, de ser nosotros mismos conquistando el mundo.
La presencia de lo temporal pervive con fuerza a través de la imagen del río manriqueño, tan presente en su obra como tantos otros símbolos del genial escritor y de una época presidida por Fernando de Rojas, uno de sus grandes escritores de cabecera. Y en ese río, la duda y la confusión lo atenazan, y se siente baldío y minúsculo. Pero en ocasiones hay unas enormes ansias de ser aire, de alcanzar una libertad soñada, solo anhelada en la evanescencia, como un corazón exultante, que palpita tras de sí… y el agua como río o como mar manriqueño se hace esencia, le da sentido a la totalidad cuando el poeta consiente al fin “que el mar a donde voy/ tiene la fuerza de querer ser todo”. Existe un asentimiento de vida si otrora fuera río convulso y agitado fluir. Pero incluso en estas circunstancias el poeta tiene una profunda necesidad de alcanzar su propia identidad como ser que ha vivido.
La pasión se agita con la fortaleza de una palabra dinámica, poderosa, cruda en su creación y en sus asociaciones que buscan permanentemente una explicación a todo lo que le rodea. El poeta necesita saber, comprender el porqué de las amenazas del mundo, de sus desafíos y advertencias, y en su filosofía vital hacerse presente, tenaz, vertical, en esa verdad conquistada, pasional y querida.
Existe una fortaleza ética que defender, una indagación necesaria, una ausencia de apatía ante la vacuidad de lo inerte y una necesidad de definirse a sí mismo: “Y un Ballesteros hay que es único en el mundo,/ porque suma hasta cuatro sólo él: por ser cosa viviente/ que es y se pregunta, ya lleva en su collarino dos; más uno/ cuando se pone peluca de poeta y le anochece aún más/ su oscuridad, y cena sopa helada cuando amanece; y por/ quedarse mudo, lleno de asombro, diáfano y tirito como los / niños/ ante la vida, cuatro es”.
Una historia que crear, una historia personal que conformar, que conducir, que explicar o que evidenciar. Para ir progresivamente en los últimos versos acercándose a ese mar grande que tanto nos ilumina y la llegada de amigos difuntos como Juan Campos Reina, en el poema 37, uno de los más bellos del libro. Una desembocadura que siempre estará velada por las preguntas de rigor, que son como un silabario del desconcierto: “¿Es el mundo el que se pierde y desvanece o eres tú el que se/ avienta, el que naufraga, está vencido?”
La poesía nace del silencio, pero también de las entrañas, de las vísceras, de la necesidad de “sernos”, de sentir que nada ha sido inútil y en esa singladura, que es todo libro, todo poema, siempre la búsqueda de la luz, de la paz… en el infinito laberinto de la existencia, en la hondura de las cosas, en la exigencia de que la oscuridad y el vacío no venza nuestra ignorancia.
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