Esta novela histórica, muy enjundiosa y de gran riqueza literaria, es la que sigue a la relativa al rey Ramiro II de León; en la que el autor se acerca a los vástagos, aspirantes al trono, dejado vacío por el deceso del Magnus Basileus. Pocas veces he contemplado una delineación de los personajes con tanto magisterio. “La voz del físico que en ningún momento había soltado la mano derecha de Ramiro, miró a Urraca que erguida frente a él mantenía una compostura más de reina que de esposa, y mirándola sin ni siquiera soltar la mano le dijo: ‘No…, no hay ya pulso, el rey ha muerto”. Es preciso realizar una salvedad, y que estriba en que la reina-viuda Urraca de León no es hija de los reyes de Navarra, ya que esta titulación correspondería primigeniamente a Sancho VI el Sabio y sus descendientes. Tampoco Fernán González, ¡qué más quisiera semejante felón!, es conde de Castilla, sino conde de Burgos. Al lado del cenotafio están sus hijos: Ordoño Ramírez, es el primogénito, su madre fue la reina repudiada Adosinda Gutiérrez, le acompaña su esposa burgalesa Urraca Fernández, hija del conde Fernán González, poco preocupada por el reino que va a regir; Elvira Ramírez inteligente y sensible, su hermano Sancho Ramírez, “prenda dilecta del rey muerto”, con la obesidad mórbida ya preocupantemente visible; y otro infante de nombre Ordoño Adefónsiz, hijo del rey, cegado por Ramiro II, Alfonso IV el Monje; este infante dará mucha guerra a lo largo de la historia legionense, “le forjó un carácter huidizo, rencoroso y falso, que le hacía considerar a todos enemigos o en camino de serlo. Además tenía un defecto físico acusado: tenía una cierta joroba que no pasaba desapercibida. Por piedad o por no saber dónde situarlo se le permitió permanecer junto al matrimonio real”. A posteriori, será un rey de León, famoso por su humillación ante el khalifa Al-Hakam II, en Madinat al-Zahara, pidiendo ayuda para luchar contra su primo-hermano Sancho I el Craso de León; pasará a la historia como Ordoño IV el Malo o el Jorobado, tiene unos 25 años. También están dos de los magnates más destacados del momento, uno paradigma de la fidelidad, es el conde Fernando Ansúrez de Monzón, cuyo padre Asur o Ansur Fernández fue probado en valor en la gran batalla de Simancas, la descripción que realiza el autor es de una riqueza importante; el segundo es la antítesis del anterior, y como es de esperar me refiero al burgalés Fernán González, también daría problemas de felonía a Ordoño III, se lo describe como: “muy fuerte, de mediana estatura, se diría que era más ancho que alto, una espesa barba le cubría gran parte del rostro”. También se encuentran los obispos Oveco Núñez de León y Salomón de Astorga. Tras la ceremonia, un muy elaborado contubernio dialogado se refleja entre tres castellanos: la nueva reina de León, su padre Fernán González y su hermano Gonzalo Fernández, el diálogo es una posible y genial elaboración de una alta traición. “Tú Urraca, eres medio navarra, digna de quien vienes.–Y mi otra mitad, la castellana, por ti padre, la siento incrustada por encima de la otra; mi orgullo es doble y ajeno a León”. Todos los diálogos que se producen a continuación, simulados, bien pudieron ser certeros y de una modernidad palpable. “León seguirá siendo el León que forjó mi padre; la esperanza contra el moro. Dios nos ayudará como hizo el apóstol Santiago en Clavijo”. En el capítulo titulado Pamplona año 955, se cita un acuerdo realizado en el palacio real de Pamplona, entre diversos enemigos envidiosos de la gloria del Regnum Imperium Legionensis, desde la reina Toda Aznárez de Pamplona y de Nájera, su hijo el rey García Sánchez I de Pamplona y de Nájera, el conde Fernán González de Burgos, y el infante Sancho Ramírez de León. “Nuestra unión con León desde la muerte de Ramiro queda rota, y con Ordoño en el trono sin ninguna vinculación con Navarra, más aún. El nuevo rey es ajeno a Navarra, su esposa es castellana, es tu hija Fernán, pero eres mi yerno por Sancha. Sabes que me inclino más por Castilla que por León”. El resto de los capítulos van desgranando momentos esenciales de la historia del Reyno de León y de la pléyade de traidores que tergiversarán la historia, dejando puesta la simiente para que una ignominiosa Castiella reinventará una historia que nunca lustró. El autor realiza un definición de sus intenciones en su nota final, cuando descubre cómo llegó a la convicción de la valía del Rey Ramiro II el Grande de León: le admiró su austera personalidad, su afecto al reino que regía, le fascinó su capacidad diplomática, más si pensamos que estamos en el siglo X. La pregunta del autor: ¿Cómo fue posible llegar a tal estado de descomposición de la herencia de Ramiro? ¿Cómo es que no ha habido ni un solo noble, ni un solo rey capaz de parar tanto desatino?; pero las respuestas surgen solas: En primer lugar está claro que los emperadores legionenses no solo se ocupaban de los agarenos cordobeses, emires o califas, sino también de los veleidosos y fuliginosos magnates burgaleses o galaicos y, asimismo, el complejo de inferioridad habitual de los monarcas bascones de Pamplona y de Navarra, que generaba envidias y zancadillas sin cuento; pero, sobre todo y por todo, en la cúspide de la traición se encuentran los fementidos condes burgaleses descendientes de Fernán González, García Fernández y Sancho García, quienes no tenían el más mínimo empacho a pactar con los musulmanes, siempre que eso sirviese para poner palos en las ruedas de sus señores-regios de León. En suma, una narración paradigmática, que recomiendo vivamente y sin ambages. 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