Aunque, la verdad, nunca me ha resultado un ejercicio liviano y sin muescas, pues esta contemplación me ha dejado siempre una tan emocionada como lastimera sonrisa. Y es que esa socarronería —a veces sigilosa y escurridiza, y a veces descarada y pasmosa— es el genuino sello de las imágenes de Ramón Masats; lo que las distingue al pronto de cuantas nos legaron ese puñado de luminarias que reunió y divulgó aquí —apenas— y en el extranjero —con un éxito impredecible— aquella prodigiosa revista, Afal (1956-63), y pásmense, desde Almería; y todo por el empeño de una pareja de lunáticos: Carlos Pérez Siquier y José María Artero.
Por Afal pasaron todos; por supuesto, los mencionados, y también Joan Colom, Gabriel Cualladó, Gonzalo Juanes, Alberto Schommer, Oriol Maspons, Ricard Terré, Francesc Catalá Roca, Xavier Miserachs, Leopoldo Pomés, Paco Ontañón… Y sus estampas, crudas y conmovedoramente veraces, armonizaban tanto con la llamada “novela social” de aquellos días que la compaginación resultó rápida, como atestigua el portentoso Neutral corner (1962), de Masats con textos de Ignacio Aldecoa —del que esta exposición recoge unas cuantas instantáneas— o esos volatines desgarrados y jocosos de Cela: Izas, rabizas y colipoterras y Toreros de salón (ambos de 1963); el primero para fotos de Joan Colom y el segundo con imágenes de Oriol Maspons y Julio Ubiña. A los que siguieron más, muchos más libros, como la ilustración de Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), de Delibes, por Ramón Masats; o El libro de la caza menor (1965), de Paco Ontañón, también con textos de Miguel Delibes. En tanto, el país iba quedando plasmado para la posteridad y con tal tino que a la vuelta de los años y propulsados por la admiración que cosecharon estos fotógrafos en Nueva York y, tras la metrópoli de nuestro tiempo, en tantas otras capitales del mundo, aquí nos fuimos dando cuenta de su indudable valor y, claro, las autoridades comenzaron a otorgarles premios y a dedicarles memorables exposiciones, como esta reciente, en la Tabacalera, al gran Ramón Masats y a su mirada maliciosamente irónica.
Ramón Masats comenzó como fotógrafo profesional en la Gaceta ilustrada cuando se vino a Madrid, allá por 1957, tras aprender en la Agrupación Fotográfica de Cataluña que la fotografía aspiraba seriamente a ser un arte y que lo artístico, en aquel momento, estaba a la vista de todos y en plena calle como ya había demostrado Henri Cartier-Bresson, su impecable modelo, solo que había que saber captarlo en un suspiro —o sea, con un click— o la fotografía y su ensalmo artístico se habrían esfumado. Y así estuvo unos cuantos años, cosechando estas imágenes asombrosas en los huecos de sus encargos reporteriles para la Gaceta ilustrada, para el Mundo Hispánico, para el Arriba, para el Ya… Hasta que a finales de los Sesenta emprendió otros proyectos de mayor envergadura para la televisión y para la publicidad, y hasta una película. Pero ahí nos dejó aquellos niños que sonríen con un arrebatador descaro, o esos guardias civiles embutidos con calzador en su áspero uniforme, o ese seminarista que se convirtió en el émulo exacto de Iríbar, y del que dijo estar “hasta los cojones” porque parecía que no hubiese hecho nunca otra fotografía. En fin, que ahí nos dejó plasmados, en un blanco y negro duro, los recuerdos a todos para que no se nos olvidase jamás quienes fuimos.
Y mientras andaba rumiando que debía de escribir esta noticia sobre la exposición de Ramón Masats, en Palafrugell han inaugurado, con motivo de la Bienal Xavier Miserachs, una exposición sobre Leopoldo Pomés y hasta con algunas estampas inéditas. Y si Ramón Masats supone la sufrida y silenciosa guasa ante lo inmediato, Pomés nos estilizó los sueños eróticos, tanto que siempre recordaré el revuelo general que se armó en el casino de mi pueblo ante su lady Godiva para Terry; no les digo más que, cuando se emitía el spot en el televisor de cualquier bar, todos los varones levantaban una mirada entre el candor y el más desbaratado anhelo. En efecto, fue tanta la turbación en el país por aquella rubia que cabalgaba a pelo sobre las orillas del mar que aún sigue estampada en la etiqueta del coñac Centenario. Y es que Pomés acertó, en sus fotografías y en sus spots, no solo a sublevarnos la pasión con una sutileza tan inaudita como turbadora para nuestra secular rudeza, sino también a retratar a unas mujeres tan nuevas y enérgicamente libres que todos queríamos escaparnos con ellas, a ver si nos cambiaba la suerte de una puñetera vez y palpábamos eso que llamaban felicidad.
Por eso, en medio de esta zozobra que nos envuelve y a la que le adivinamos un final catastrófico, les animo a que visiten, si les viene a mano, tanto la exposición sobre Masats en Madrid como la de Pomés en Palafrugell, porque quizás al contemplar desde dónde venimos y adónde hemos llegado, se les apacigüen algo las borrascosas premoniciones. Es un pobre consuelo, lo sé; pero seguro que les procurará una pizca de alivio.
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