Emulando a Fausto, hice un pacto con la peste. Hace unos meses golpeó la puerta de mi casa –me tocó un virus educado–, salí de mi escritorio, bajé las escaleras y abrí la puerta.
Nadie. Debe de ser mi imaginación pensé.
Estaba escribiendo algo. Siempre me negué a decir qué estaba escribiendo o sobre qué estoy escribiendo, trae mala suerte y no se llega a puerto, uno se pierde en la tormenta de consejos, en la rosa de los vientos del vocabulario, así que digamos, estaba escribiendo, y con eso tienen bastante.
Tres golpes, suaves como una caricia, subieron nuevamente hasta mi escritorio. No resisto una caricia, bajé precipitadamente para encontrar aquella que golpeaba, tenía que ser aquella, los golpes provenían de largos dedos, su suavidad envolvía, acariciaba el pensamiento, el pensamiento y mi piel.
Abrí la puerta, y allí estaba ella.
Vestía una larga capa roja, su cabellera caía sobre sus hombros, sus ojos eran del color… no tenía ojos y sin embargo me miraba, nunca una mirada de una mujer me había atravesado así, me desnudó, leyó mis pensamientos, supo qué estaba escribiendo, me arrancó los secretos.
¿Qué quieres?, le pregunté antes de caer rendido a sus pies.
Vengo a buscarte me dijo de dulce voz.
Me rendí: llévame, abrázame, poséeme, te estaba esperando, desde mi nacimiento que te espero.
Un último deseo te pido, supliqué, permíteme subir, regresar a mi mundo y escribir mi última frase.
Dicho esto, subí rápidamente las escaleras y … sentada en mi silla, frente al escritorio estaba ella escribiendo las condiciones del pacto, tras lo cual se deslizó por la ventana y desapareció.
En a la pantalla de mi computadora leí: cuando dejes de escribir, te llevo.
Meses más tarde alguien deslizó una carta bajo mi puerta, observé el remitente, era mi esposa, abrí el sobre y en la carta se leía:
Queridos amigos,
Gustavo dejó de escribir.
* Escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Reside en Nueva Jersey, EE UU.