Un seminarista llega a un monasterio subido en una burra
Toca la aldaba de la puerta:
Tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac
-¿Quién es este pecador?, pregunta el hermano conserje.
-¿Por quién pregunta este pecador ?, repite
-Por Dios, por Dios, Por Dios, quiero hablar con Don Rouquiño.
-Por Dios, por Dios, con Don Rouquiño.
-Don Rouquiño, Don Rouquiño el de Valera-on, dijo el de la portería:
Está aquí un seminarista.
-Está aquí un seminarista, le dijo el hermano conserje
- Por Dios, por Dios, solicita que lo oiga usted en confesión.
-Quien es ese seminarista, dijo el cardenal.
- Por Dios, por Dios, soy yo, Don Rouquiño. Soy yo. Soy yo
- Por Dios, por Dios, que soy el seminarista de las orejas.
-Ah sí.
-¿Me mandó llamar? , Don Rouquiño.
-Así es, le contestó.
-Así es, dijo el primado.
-Ya veo que vienes provisto del cojín.
-Así es, así es, que no es de otra manera.
-¿Y de las orejas de burro?
-¿Y de las orejas de burro?, ¿tal como te pedí?, le dijo el Príncipe de la Iglesia.
-¿Te acordaste de traer las orejas de acémila?
-Así es, así es, que no es de otra manera.
-Pues ven conmigo. Vamos a mis aposentos, dijo el purpurado
-Allí te confesaré, le dijo el cardenal.
El estudiante de teología siguió a su confesor, por el claustro.
El cardenal del Valera-on ponía los pies en el medio de las baldosas, para no pisar las rayas entre las piedras.
Caminaban despacio, por el claustro del Monasterio.
Continuaron después por las escaleras que conducían hasta los aposentos del Cardenal, pues era allí donde le gustaba realizar el mandato divino de la confesión.
-Una vez sentado el Príncipe en su gran silla cardenalicia, le dijo al estudiante de teología:
“Pon el cojín en el suelo para arrodillarte delante de mí, que soy tu confesor”.
El seminarista se arrodilló en el cojín.
El estudiante de teología se ajustó las largas y grandes orejas de acémila que había traído, sobre las suyas.
- El purpurado lo acomodó entre sus piernas, le dijo entonces, empieza, hijo mío.
-Por Dios, por Dios, Por Dios, soy pecador.
-Por Dios, por Dios, Por Dios, que soy pecador dijo el seminarista.
Iniciado el santo sacramento, el cardenal cogía con sus manos las orejas de burro del pecador acariciándolas de abajo arriba.
-Mientras decía mirando al cielo, Dios mío, Dios mío, ¡que pecados ¡, ¡Dios mío ¡, ¡Dios mío¡, ¡que pecado ¡, ¡que pecado ¡, exclamaba el príncipe de la iglesia.
-Transcurridos unos minutos, le dijo al pecador: “ya está”, “ya está”, “ya estas perdonado”.
-Le impuso la penitencia. Rezarás todas las noches, dos rosarios completos y unas jaculatorias.
-La confesión es una vez a la semana, como mínimo, le dijo al seminarista
- “Arrepentidos los quiere Dios”, le dijo al estudiante de teología
-El seminarista recogió el cojín, y procedió a marcharse.
-Por Dios, por Dios, Por Dios, no te dejes las orejas aquí.
-Por Dios, por Dios, no te dejes las orejas de acémila aquí.
-Las necesitaras la próxima vez que vengas, le dijo el del Valera-ón
Acompañó al estudiante de teología, bajó las escaleras con mucho cuidado para no pisar la raya entre las piedras y lo despidió.
Mientras el purpurado se retiraba a sus habitaciones, el seminarista se dirigió a la puerta Monasterio, y cogió su burra para marcharse.
Ángel Villazón Trabanco
Ingeniero Industrial
Doctor en Dirección y Administración de Empresas