Una novela-mundo que nos retrata a la perfección esa faceta en la que tan mal nos desenvolvemos: la incertidumbre. Una incertidumbre que nada más que nos proporciona caos, miedo y un instinto de supervivencia que acaba por destruirnos. Si las guerras en el s.XX fueron la máxima representación de la barbarie que el ser humano es capaz de producirse sobre sí mismo, las pandemias parecen serlo de este s.XXI recién comenzado, lo que nos demuestra que estamos condenados al fracaso, porque nunca seremos capaces de admitir nuestros propios errores. Sin embargo, ese caos que nos proporcionan ambas, nos habla de la contemporaneidad de esta gran novela y de las duras condiciones en las que fue concebida.
Suite francesa es el resultado de ser parte de la tragedia, y de la capacidad que su escritora tuvo a la hora de alejarse de ella y plasmar en un cuaderno una parte de la historia de la Humanidad. Una historia a la que solo cobijaron las manos de quien la escribió y las hojas de los árboles sobre las que se asentó y protegieron cada mañana cuando se aislaba de la realidad y se sumergía entre árboles y pájaros como mejor refugio a modo de un fino manto que recubre la verdad que solo conoce el corazón. Una verdad que se fundamenta en la pericia, el trabajo y la percepción de ese mundo que se derrumba delante de nuestros ojos, de una gran escritora. Esa sangre y ese desaliento propio de aquello que está condenado a dejar de ser, se entremezclan con un lirismo exento de sentimentalismo que recubre a las dos partes —de cinco— que la gran escritora ucraniana Irène Némirovsky llegó a escribir de su particular Guerra y paz. Una novela-mundo que busca en la narración indirecta a través de sus múltiples personajes el retrato de una época, de un mundo y de una guerra que cambió la forma de entender la vida, si eso llega a ser posible incluso tras la más grande de las tragedias. Una duda que la narradora ucraniana nos presenta con gran lucidez y capacidad de observación a través del alma humana de cada uno de sus personajes, ya pertenezcan éstos a la burguesía, o sean pobres o ricos. La deshumanización que conlleva toda guerra es retratada por Némirovsky con grandes dosis de una literatura imperturbable al paso del tiempo. Esa consistencia rocosa y tenaz, convierten a Suite Francesa en la gran obra de su vida. Una obra en la que la grave situación personal en la que fue escrita no hace sino engrandecer aún más a una novela que dejó a medias. Tras sus páginas. Tras sus personajes. Tras sus hermosas descripciones, asistimos a ese gran espectáculo del mundo que es la vida. Vida de vidas. Vidas interrumpidas. Trágicas. Violentas. Y escondidas bajo el impulso de amores imposibles o inesperados que no hacen más que retratar a la esencia de la naturaleza humana.
El éxodo de los parisinos en la primera parte —Tempestad de junio— es un magnífico cuadro donde la autora explora las múltiples posibilidades que se producen en la huida de un pueblo que fue capaz de renunciar a sí mismo con tal de hacer prevalecer su estatus social o económico sin que le llegue a producir un minúsculo rasguño en la piel. Esa traición a sí mismos, que con lleva esa rendición de Francia y sus compatriotas, solo será el reflejo de la futilidad que nos lleva a la miseria. La miseria que conlleva la falta de unos ideales con los que confrontarlos a la barbarie. Némirovsky sabe muy bien —tal y como queda recogido en los apéndices de la novela— que su mayor fuerza a la hora de mostrarnos tal circunstancia es la de centrarse en las desventuras y retos de unos personajes a los que ella habilita con la percepción de una realidad apabullante, pues en ocasiones es capaz de dejarnos sin aliento mediante las descripciones de las situaciones a las que puede llegar el ser humano en determinadas condiciones. En esas almas perdidas y ofuscadas en buscar su propia salvación, es donde la escritora ucraniana investiga y bucea para llegar hasta las entrañas de aquellos seres humanos a los que retrata con el arma sibilina de la observación que todo buen escritor debe tener. Los bombardeos, los asesinatos y las escaramuzas militares a la hora, de por ejemplo salvar un puente, se entremezclan con mucho acierto con la falta de comida o las largas caravanas que colapsan las carreteras que salen de París en las que amontonan hombres, mujeres y niños a pie, con coches que no pueden avanzar o se chocan entre ellos por el ímpetu que conlleva intentar alcanzar una libertad que sus ocupantes todavía no son conscientes de que no existe.
La segunda parte de Suite Francesa, Dolce, se centra en la convivencia entre franceses y alemanes en el pueblo de Bussy, no muy lejos de París. Aquí Némirovsky se inclina por las relaciones interpersonales que surgen entre unos y otros, e incluso en el amor que ellas pueden llegar a ocasionar, con lo que consigue dar una nueva pincelada a ese gran fresco de su época que es esta novela, proporcionándole de ese modo, una acertada puesta en escena de todo aquello que también pertenece al alma humana, como son, por ejemplo, los sentimientos que son capaces de producir en nosotros la música o la sensibilidad por el arte, como puentes de unión que van más allá de las fronteras, las guerra y los miedos. Némirovsky abate de ese modo toda su energía en dinamitar los prejuicios que van más allá de las discrepancias ideológicas a pesar del gran peso que éstas tienen en nuestras vidas y en la resolución de alguna de las historias que aborda esta novela. Una novela que nos habla de la verdad que solo conoce el corazón.
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