En el tercer capítulo de su libro “Psicopatología de la vida cotidiana”, publicado en 1901, Freud nos cuenta cómo, durante un viaje emprendido el año anterior, se encontró con un hombre joven y de formación académica que había leído algunos de sus libros. La conversación, parece ser, versó acerca de la situación de los judíos. El joven académico, judío como Freud, expresó su amargura y concluyó “su exaltado y apasionado discurso” con el famoso verso de la Eneida donde Dido exterioriza la esperanza de que alguien se alzase en el futuro para vengarla: “Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor”. El joven se acordaba del verso... menos de la palabra “aliquis”, que Freud, buen lector de Virgilio, no vaciló en recordarle. Su interlocutor, entonces, le dijo haber oído que él, Freud, sostenía que nada se olvida sin motivo. De ser así, ¿por qué no se había acordado de la palabra “aliquis”?
Freud acepta el reto con la condición de que el joven le comunique sinceramente, y sin omitir nada, todo cuanto se le ocurra en relación con la palabra “aliquis”. El joven comienza a asociar, y lo primero que se le viene a la mente es dividir la palabra en a- y -liquis, lo que a su vez lo lleva a asociar “reliquias, licuefacción, fluido, líquido”. A continuación piensa en san Simón de Trento, cuyas reliquias ha visto en esa ciudad, y en los crímenes rituales que una y otra vez se atribuyen a los judíos; en un libro de Kleinpaul sobre el tema; en un artículo de una revista italiana acerca de lo que san Agustín opinaba acerca de las mujeres; en un robusto anciano con el que se había encontrado hacía poco, un “espécimen único”, cuyo nombre era Benedicto. Después piensa en san Genaro y su milagro de la sangre: en Nápoles se conserva una ampolla de cristal que contiene sangre coagulada, y hay un determinado día festivo en que esa sangre suele licuarse. Por el tiempo de la ocupación napoleónica, o bajo Garibaldi, un oficial llevó aparte a los sacerdotes responsables y, señalando a sus soldados con un gesto significativo, expresó la esperanza de que el milagro se produciría enseguida. “Y, en efecto, se produce...”
En esa palabra cortada se detiene el interlocutor de Freud. ¿Por qué? Se le ha ocurrido algo que es “demasiado íntimo para comunicarlo”.
“No necesita contármelo”, replica Freud: “usted lo sabe ya y yo no necesito explicarle por qué se le olvidó aquella palabra”. Después de lo cual el joven termina por decírselo: “De pronto he pensado en una dama de quien es fácil que pueda recibir una noticia que podría ser sumamente desagradable para ambos”. “Y esa noticia –pregunta entonces Freud-, ¿tendría algo que ver con la posibilidad de que esa dama ha experimentado una falta en su periodo menstrual, de la que pueden derivarse consecuencias particularmente comprometedoras para usted?”. El joven se queda atónito, apenas acierta a balbucir: “¿Cómo ha podido adivinarlo?”. Freud le aclara que ha sido muy fácil: santos del calendario, licuefacción de la sangre, la amenaza de que la sangre debía licuarse porque, si no, ello podría tener consecuencias desagradables. Y luego la división de “aliquis” en a- y -liquis.
A su juicio, el caso estaba tan claro como cualquiera de esas endemoniadas tramas criminales que dejaban estupefacto al doctor Watson, toda vez que el inefable Sherlock Holmes parecía resolverlas apenas con un parpadeo.
Pero el misterio que nos ocupa no se cierra con eso.
El tiempo da un salto de trapecio en la oscuridad, estamos en 1982, han corrido ochenta años y, de pronto, en la New American Review aparece un artículo acerca de este caso. Estaba escrito por Peter Swales y llevaba el título “Freud, Minna Bernays, and the Conquest of Rome”. Allí se desarrollaban dos tesis. La primera viene a sugerir que aquel joven no existió nunca y la conversación descrita por Freud jamás tuvo lugar. Swales aporta buenos argumentos para ello. El joven tiene un parecido demasiado grande con el propio Freud: ha leído escritos de Freud –lo que en aquel entonces no se daba tan a menudo–, era académico, judío y frustrado en su carrera a causa de ese judaísmo, era ambicioso, citaba de la Eneida, había estado en Trento, conocía a alguien que se llamaba Benedicto, había leído el libro de Kleinpaul sobre “Víctimas humanas y crímenes rituales”, cosas todas ellas que también remitían a Freud. Además, lo que resulta definitivo, no había manera de encontrar a aquel misterioso joven por ninguna parte.
La segunda tesis va un paso más ellas y acaba por desvelar el misterio: en ella Swales defiende la posibilidad de que la dama cuyo embarazo tanto temía el joven ficticio era en realidad la cuñada de Freud, Minna Bernays, con la que Freud se había mantenido una reiterada relación extraconyugal donde se cruzaban los desafíos de un terapeuta experimental y los extravíos del perverso polimorfo.
Tanto da que nos convenza más la primera tesis que la segunda, o viceversa. “El análisis de Freud es tan brillante que hace palidecer las deducciones magistrales de Sherlock Holmes”, afirma Swales. Cierto. Por su elaborada estructura literaria, por su construcción tan enrevesada como las circunvalaciones cerebrales del padre del psicoanálisis, por su método deductivo, a medio camino entre lo surrealista y lo detectivesco, todo este diálogo -¿imaginario?-, entre Freud y su joven paciente, o su Sombra, recuerda uno de los que sucedieron entre Sherlock Holmes y el doctor Watson.
El genial sabueso extrae una conclusión que deja atónito a su interlocutor. “Por todos los diablos, ¿cómo hizo para saberlo? –pregunta Watson-. Siempre impasible, el detective concluye que todo era muy sencillo: “Ya no era muy difícil” -o, en su versión cinematográfica:”elementary, my dear Watson”-. Dicho lo cual, pormenoriza cómo ha llegado a esa conclusión.
Volvamos al episodio del encuentro entre Freud y su joven interlocutor. Retomemos la frase “Por cierto, he oído decir que usted sostiene que nada se olvida sin una razón. Me gustaría conocer por qué he olvidado ahora el pronombre indefinido aliquis”. Para Swales, ese “usted sostiene” es un argumento en favor de su tesis de que el joven nunca existió: por así decirlo, habría leído “Psicopatología de la vida cotidiana” antes de que se hubiera escrito, lo que descubre la posibilidad de que ese joven no fuera otra cosa que una creación “literaria” del propio Freud.
En cualquier caso, trátese de ciencia o de literatura pero sin salir de ésta, el hecho de que Freud fuese retado por ese joven espectral –o especular-, sugiere una posibilidad no menos perturbadora. ¿No habría en alguna de las historias de Sherlock Holmes un lugar en el que Holmes hubiera sido desafiado por el doctor Watson, para extraer conclusiones de unos indicios determinados, suministrados por él mismo, de igual manera que Freud fue retado por su interlocutor fantasma a partir de un dato tan demencial como el olvido de un pronombre indefinido?
De ser así, no solo podríamos dar una nueva vuelta de tuerca a los laberintos de la psique descritos por Freud. Tal vez encontraríamos en alguna de sus encrucijadas un espejo oscuro donde el rostro del padre del psicoanálisis formularía las preguntas, mientras la deducción tras cada respuesta correría a cargo de otro Sigmund. Solo que este se apellidaría Holmes en lugar de Freud.
¿Cambia en algo el final de la historia? Tal vez sí, tal vez no. De todo esto solo nos cabe una certeza: los dos rostros, a uno y otro lado del espejo, tocaban el violín, fumaban en pipa… y eran adictos a la cocaína diluida al siete por ciento.
Puedes comprar los libro citados en: