Manuel Rico es, además de narrador, poeta y crítico literario en diversas publicaciones. También dirige la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE-España) a la que ha sabido modernizar y donde lucha por los derechos de los escritores, justo en un momento cuando más lo necesitan. En su novela, refleja de manera fiel la década de los años sesenta, justo cuando la incipiente oposición al régimen empezaba a tomar las calles de las ciudades por donde transitaban aquellos vetustos y bizarros tranvías, lo cual no dejan de ser una metáfora de los tiempos que corrían. En la entrevista, Rico nos aporta sus motivaciones para reeditar la novela y nos cuenta algún que otro secreto de la misma. “El lento adiós de los tranvías” se publicó originalmente en 1992. ¿Qué es lo que le ha motivado para volver a publicar su novela? La novela indaga en una memoria incómoda, dura. Cuando se publicó la primera edición, en 1992, en España se vivía una cierta euforia democrática. Fue el año de los Juegos de Barcelona, de la Expo de Sevilla. Recordar la dictadura no era lo más aconsejable entonces. Salvo excepciones, las novelas que se publicaban entonces la eludían. Sin embargo, en los últimos años se ha pretendido edulcorarla, incluso políticamente se ha venido reivindicando, las nuevas generaciones, que han nacido en democracia, nada o muy poco saben de aquel mundo, de lo que una dictadura representa… Pensé que era necesario, imprescindible que esa memoria no se desvaneciera, que siguiera viva para lectores de la edad de mis hijos, de sus amigos. ¿La revisión que ha hecho al texto en qué ha consistido? He depurado el lenguaje, eliminado excesos retóricos y, sobre todo, he suprimido algunos pasajes que, con el paso del tiempo, me parecían prescindibles. La novela de hoy es la novela que quería desde el principio. Escrita con un lenguaje que no rompa sus vínculos con la poesía pero contenido, esencial, acorde con la historia que cuento. La he revisado y corregido a lo largo de muchos años. Y Huso, con enorme generosidad, la ha acogido en su catálogo, algo infrecuente en las reediciones. ¿Considera vigente la novela, tal y como se concibió? La estructura, el argumento y el ritmo del relato es el mismo, apenas lo he modificado. La posible desaparición, tras la Guerra Civil, de un pintor, de un intelectual, incluso de un ciudadano de a pie, sigue siendo un tema absolutamente vigente. La película La trinchera infinita y el interés que ha despertado lo pone de relieve. Los topos, su forzado ocultamiento durante décadas, tienen un reflejo en el Eladio Vergara al que busca el protagonista de El lento adiós… La novela gira en torno al Referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado de 1966 y una investigación sobre un republicano, posiblemente, escondido o desaparecido. Todo debe cambiar para no cambiar nada, ¿la frase de Lampedusa siguió vigente para esa votación y para el régimen franquista? Con ese referéndum y con la Ley de Prensa de Fraga, el franquismo intentó un lavado de cara. Es una época fascinante porque se quiso comprometer a la sociedad en un espejismo: que en España se iniciaba una democracia diferente de la que había en otros países: de ahí el lema de Fraga Spain is different. Pero las cárceles siguieron llenas, la policía política actuaba con toda su dureza (tres años después sería defenestrado Enrique Ruano), partidos y sindicatos estaban prohibidos… Y el miedo era el telón de fondo de la vida cotidiana. Aunque la mayoría se había acostumbrado a convivir con la situación y a eludir la política, quienes se comprometían vivían entre la clandestinidad y el exilio. ¿Escogió ese año a propósito para ubicar su novela? Yo suelo trabajar, cuando escribo novela o poesía, con mi memoria personal y sobre todo, con experiencias que me marcaron en la infancia y en la adolescencia. El año del referéndum yo tenía 14 años y viví muy de cerca el miedo de mi familia, el silencio de los vecinos de mi barrio, las detenciones de algunos padres de amigos, los viajes en tranvía con mi padre, la publicidad del Sí a Franco en los costados de aquellos vehículos ruidosos a los que amaba porque eran parte de la ciudad… “En los años sesenta, España era triste, anodina, llena de prohibiciones, con la Iglesia marcando, en lo esencial, las costumbres”¿Cómo era la España del 1966? Era una España en blanco y negro en la que de vez en cuando surgía un destello de color: en 1965 actuaron Los Beatles en Las Ventas, Marsé o los Goytisolo llegaron a burlar a la censura con sus primeras novelas, la televisión, pese a su condición de órgano de propaganda, comenzaba a cambiar. Pero era una España triste, anodina, llena de prohibiciones, con la Iglesia marcando, en lo esencial, las costumbres, en la que se torturaba y en la que leíamos todavía libros que encontrábamos en la trastienda de las librerías, libros de Losada firmados por Alberti, Neruda, García Lorca… La ley de Prensa de Fraga, ¿modificó en algo la forma de hacer periodismo en el franquismo? En lo esencial, la censura cobró una nueva forma: el depósito previo para libros y periódicos y otras publicaciones. Hubo, es cierto, una leve apertura respecto a la situación anterior. Surgieron revistas como Cuadernos, Triunfo, Destino y algunos periódicos como Informaciones o el diario Madrid. Incluso el católico Ya o El Norte de Castilla empezaron a criticar, con sutileza, al Régimen. Pero siempre estaba la lupa de Información y Turismo. Hubo muchas sanciones y cierres. No olvidemos que en 1969 fue volado el edificio del diario Madrid. El protagonista Mario Ojeda es un periodista que no ejerce. ¿Por qué escogió a un personaje tan tangencial de la profesión para realizar la investigación sobre el ilustrador Eladio Vergara? Es un alter ego. Yo fui, durante años, periodista titulado no ejerciente. Vivía de mi sueldo de trabajador de banca y colaboraba ocasionalmente en alguna revista, a veces en publicaciones de barrio, o de alguna asociación. Mario es administrativo en una empresa de cartonajes con jornada intensiva y por la tarde intenta ejercer su vocación periodística. En el fondo, recreo mi propia experiencia en los años posteriores al final de la carrera de periodismo. El amigo de Mario, Valentín Eguren, ¿es más un complemento o contrapunto para la investigación? Es el periodista “de calle y redacción” que le hubiera gustado ser a Mario, condenado a trabajar en labores alejadas del periodismo. Es el típico periodista de sucesos, el que tiene “bula” para moverse por despachos y otras instancias, que fuma mentolados y es tan inteligente como desastrado. Tienes razón: Eguren puede indagar en zonas vetadas a Mario. Por eso le complementa. ¿Se planteó su obra como una novela negra? No. Pero a medida que avanzaba en ella me daba cuenta de que se iba impregnando de elementos propios de la novela negra. Pero no es en puridad novela negra aunque tiene muchos parentescos con ese género. ¿Se basó en alguna figura histórica para el personaje de Vergara? Mi padre, en aquel año o quizá en 1964, cuando los “25 años de paz”, tuvo que recoger en la Estación del Norte a un pintor para buscarle un lugar para vivir, creo que para ocultarse por estar perseguido. Lo escuché indirectamente en la sobremesa de alguna cena familiar. Esa fue mi fuente de inspiración. ¿Fue aquella una época de topos y desaparecidos? Sí. Algunos llegaron a vivir ocultos, tanto en ciudades como en pueblos remotos, hasta el umbral de la democracia. El libro de Jesús Torbado y Manu Leguineche Los topos, de 1977, es un recorrido, a través del periodismo de investigación, por esa realidad casi desconocida.
En la novela describe al Madrid de los sesenta llenó de cambios en su fisonomía. ¿Qué queda de ese Madrid de verbenas y kermeses? Era un Madrid más provinciano. Un Madrid lleno de tranvías en el que todavía se mantenían calles empedradas, en el que los bares olían a cerveza y a serrín, las cafeterías eran inyecciones de modernidad, las salas de cine estaban en su máximo esplendor. Ese Madrid, a principios de los 70, empezó a cambiar: los scalextrics, sobre todo el de Atocha, acabaron con los bulevares y con las líneas de tranvías. La vida comenzó a acelerarse, otro mundo asomaba… Era una ciudad en tránsito. Fue una época que supuso el comienzo del fin de los tranvías. ¿El tranvía es una alegoría sobre el tiempo que acaba? Sí. Hay un factor muy personal: yo frecuentaba el 70, que recorría toda la Ciudad Lineal, hasta San Blas. En él estaban mis viajes al colegio, mis visitas al centro de la ciudad, mis primeras visitas al Bernabéu a ver al Real Madrid ye-yé desde la Plaza de Castilla. Su desaparición, que no se produjo en otras ciudades de Europa, tuvo para mí algo de lo que dices. ¿Qué razón tuvo para poner a los tranvías en el título? Su profunda vinculación, en mi imaginario personal, con la vida en Madrid en el año del Referéndum, con mi vida de adolescente. El costumbrismo de cafés, cines de barrio, bulevares, etc. Está muy presente en la novela. ¿Qué salvaría de esa época? Salvaría los cines, aquel olor a ozonopino, la magia que suponía perderte en la sesión doble en la tarde de los jueves, la lentitud de la vida, los cafés pensados para la conversación y la tertulia inacabable… De todo eso hay algo en la novela. Aunque todo quedara teñido por el miedo y por la falta de libertad. Para terminar, hay una breve mención a Brezo en su novela. ¿No puede escribir nada sin mencionar ese pueblo serrano de Madrid? Ahora que lo dices, me doy cuenta de que no. Pero esa es una de las correcciones que he hecho respecto a la primera edición. Brezo, como denominación, nace con mi novela La mujer muerta (2000) pero es un pueblo o una pequeña ciudad que ya estaba presente en mi narrativa desde El lento adiós… En la edición de 1992 el nombre no aparece. En la revisión decidí incorporarlo porque creo que forma parte de mi mundo, de una suerte de territorio mítico que aparece en casi todas mis novelas. Puedes comprar el libro en:
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