Los diálogos que abarcan y monopolizan esta novela también pueden ser interpretados en ocasiones como meros monólogos, a través de los cuales, los dos personajes van deshojando la margarita de sus vidas. Vidas marcadas por la soledad que, sin embargo al principio, divergen en cada uno de ellos. Mientras la joven quiere encontrar un marido que acabe de dar sentido a su vida, el viajante se muestra mucho más escéptico con el futuro y prefiere permanecer aletargado bajo su cobardía. En ese tira y afloja constante que se produce a lo largo de los diálogos, una y el otro confrontarán sus pensamientos y miedos de una forma natural, sin apenas exabruptos, lo que puede llevar a interpretar El parque como una subtrama de la obra de teatro de Samuel Beckett, Esperando a Godot. Donde la espera es una necesidad de no se sabe muy bien qué, salvo de la incertidumbre que le supone a cada ser humano la necesidad de la esperanza. Una esperanza que nos haga capaces de afrontar un nuevo día.
El hilo conductor de todo ello es el lenguaje. La necesidad de comunicarse mediante la conversación. CONVERSAR sin más, para de ese modo ahuyentar a todos nuestros monstruos o fantasmas que no llenan de penumbra nuestros pensamientos. Ese miedo a la soledad del individuo es el que le convierte en un animal social que depende del otro para argumentarse a sí mismo y para ser consciente de cuál es su lugar en el mundo. El reflejo y la contraposición del otro son, en este caso, el camino por el que andar nuestra propia vida. Vida hecha de experiencias y determinaciones, y de fracasos y tragedias. Secretos inconfesables que en El parque la joven y el viajante irán rompiendo a medida que avanza su conversación hasta llegar a lo que en principio parecía imposible: un punto de encuentro.
El estilo y la capacidad expresiva y narrativa de Marguerite Duras adquieren en esta novela la coordinación y la grandeza de una sinfonía de giros y expresiones que ponen en valor su gran dominio del lenguaje y los tiempos. En este caso, como en tantos otros, acunados por ese ritmo lento tan característico de su narrativa, y tan identificativo en su forma de reinterpretar el mundo. Escrita en 1955, El parque es una obra que se encuadra en la corriente que surge en la década de los cincuenta conocida como nouveau roman. Una corriente en la que se exploran los flujos de la conciencia, y que supone una ruptura con la novela tradicional decimonónica. Sea como fuere. Duras impregna a sus dos personajes esa angustia existencial que todos tenemos ante el devenir de nuestra existencia. Y lo hace bajo la necesidad de la esperanza.
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