Hace años, mientras escribía mi ensayo “Historia de la Masonería desde una perspectiva de género” supe de un sinvergüenza colosal, un tipo frío, un belitre -posiblemente sociópata- que llegó a embaucar a Europa entera con mentiras que hoy nos hacen sonreír desde nuestra presunta superioridad racional y descreída, pero que deberían confrontarnos con nuestro apetito de noticias falsas.
El nombre del sinvergüenza era Joseph Gabriel Antoine Jogand-Pagès (alias Leo Taxil) y nació “fresco” como la primavera el 21 de marzo de 1854 en Marsella, la ciudad más canalla de Francia, según los propios marselleses. Desde la infancia dio muestras de ser un “vivo”, un perillán y un timador, conforme a lo que en sus memorias relata desenfadadamente sobre sí mismo: “Siempre fui un bromista” -asevera eufemístico- “No se es impunemente hijo de Marsella”, asegura el bribón con orgullo patrio y localista.
‘Taxil’ (Leo Taxil) fue simplemente uno de los muchos seudónimos que empleó a lo largo de su vida de escribidor de mentiras (le he contabilizado en torno a media docena, es imposible saberlo con certeza), pero Taxil es, sin duda, el más célebre y prolífico de su arsenal de alias y máscaras. Cuando alguien pasa la vida escribiendo noticias falsas, calumnias, bulos, difamaciones y mistificaciones, no le queda otra que esconderse bajo distintas personalidades. Es lo que en la actualidad hacen los trolls con sus cuentas falsas en las redes sociales.
Seguramente hoy, Taxil habría fichado como director de campaña electoral de algún partido y habría cimbreado los cimientos de nuestra sociedad difundiendo de manera viral mensajes falsos, bulos que amplifican artificialmente el alcance de opiniones carentes de base popular real. ¿Que por qué lo digo? Porque Taxil, sin los medios tecnológicos con los que contamos, sin televisión ni radio siquiera, con su sola pluma y la comprensión meridiana de que es posible hacer creer disparates a todo aquel al que le convenga creerlos, logró que León XIII, la curia vaticana, grandes personalidades de su tiempo (políticos, banqueros, hombres de negocios y de las letras) y la sociedad en general, se convencieran de que la Masonería era una secta que rendía culto a Satanás, devoraba bebés en sus banquetes, celebraba orgías aberrantes y cometía crímenes rituales.
Taxil sabía manejar los malabares de las vísceras porque conocía que el morbo, el gusto por lo oculto, por lo misterioso y por las conspiraciones secretas son debilidades humanas. Si a esas debilidades les sumamos una sociedad ideológicamente dividida y trufada de desigualdades económicas…el resultado será un terreno abonado para que las semillas de los bulos adquieran entidad de grandes verdades falsas.
Su “broma” -como él llamó a esa progresiva inoculación de antimasonismo- estiró trece años, durante los cuales, se hizo de oro vendiendo libros y revistas y experimentó, además, la íntima satisfacción de crear escuela y disponer de epígonos variopintos (obispos incluidos, como el de Grenoble) que escribían libros del mismo cariz y que lo citaban cual si fuera una autoridad intelectual, a pesar de que las supuestas investigaciones pormenorizadas del “maestro Taxil”, hablaban de demonios tricéfalos, talismanes mágicos y hasta de ¡la abuela del Anticristo!
Lo más sorprendente del embustero Taxil es, ante todo, su capacidad camaleónica y de reinvención. Antes de convertirse en “protector de la Iglesia” ( lo que el muy ladino logró fue lo contrario: asegurarse la protección de León XIII) había sido un encarnizado enemigo de esta e incluso miembro fundador de la Liga Anticlerical. También fue pornógrafo, extorsionador y candidato a concejal en las municipales parisinas. Ganó el partido rival para fortuna de la ciudad de la luz.
Leo Taxil es, como granuja, casi lo mejor que he encontrado en el panteón de los sollastres; un ejemplar logradísimo, ¡Tanto que parece un personaje literario! Pero no, no lo fue, fue un sinvergüenza de carne y hueso, aunque yo lo haya convertido en un personaje de novela: TAXIL.
Cuando lo “conocí” comprendí enseguida que podría trasladarlo a una novela histórica que nos (me) ayudara a entender los procesos psicológicos individuales y colectivos de la mentira, la credulidad y el autoengaño. Y he ahí que descubrí que no podía reírme de la sociedad de finales del siglo XIX, ni de la supuesta ingenuidad de quienes cayeron en las redes taxilianas de disparatada mistificación. Descubrí que hoy, como entonces, no siempre somos meras víctimas de quienes nos engañan. A menudo somos también sus cómplices, unos cómplices que se complacen (valga la redundancia) en las mentiras que les son contadas. ¿Ha notado que cómplice y complacencia comparten raíz? Pues eso…piénselo un rato.
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