Ha dictado seminarios y conferencias en numerosas instituciones públicas y privadas. Ensayos de su autoría fueron incorporados a libros y cuadernos y es la responsable de compilaciones de cuentos y poemas. Fue incluida, entre otras, en las siguientes antologías y libros colectivos: “Poesía de Córdoba siglo XX”, “Café de los sueños”, “La tierra del conjuro”, “Heptagonal”, “Mujeres poetas en el país de las nubes”, “Escrituras de mujer”, “Palabras de poeta”, “Antología de la Fundación Argentina para la Poesía”, “Palabras descalzas” y “Luna de pájaros”. Publicó el libro de cuentos “La casa del aire” y los poemarios “La huella de la tarde”, “La piel de la serpiente”, “La caja de madera”, “La casa del amor y de la muerte”, “El libro de Elena” y “Almanaque”. ¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba? LM: Empecé a escribir a los ocho años, estimulada, seguramente, por mi padre, un amante de la poesía. Había en casa una gran biblioteca donde se podía encontrar un universo diverso y apasionante. Mi padre era ingeniero, pero tal vez su verdadera vocación era el arte en la arquitectura y la política. Los grandes poetas de su generación inundaban la casa cuando él los recitaba con su hermosa voz y su prodigiosa memoria. Así Almafuerte [Pedro B. Palacios], Leopoldo Lugones, Gabriela Mistral, Arturo Capdevila, Rubén Darío, Joaquín Castellanos, Amado Nervo y su admirada poeta Delmira Agustini era el sabroso alimento que desde muy pequeña recibí a diario. La biblioteca para mí era el refugio privilegiado de la casa en la montaña en Rio Ceballos, una localidad de nuestra provincia de Córdoba: de allí extraía los libros que leía a horcajadas en uno de los árboles del jardín donde acomodaba unos almohadones marrones del escritorio de mi padre. Mi madre, hija de padre irlandés y madre vasca, aportaba su dosis de fantasía contando historias de duendes y fantasmas. En fin, mis primeros poemas versaban en especial sobre la naturaleza; el primero, a los ocho años, fue éste: Pajarillo que cantas que cantas en la ventana. Pajarillo que cantas al amanecer. Pajarillo que cantas cuando sale la luna. Pajarillo que cantas al atardecer.
Pajarillo que tu canto se oye como brisa alegre al nacer el sol tu canto es precioso tu canto es la vida en mi corazón. Pero el poema que, creo, fue el primero en acercarme a una poesía algo más profunda fue a los nueve años; lo escribí con motivo de la muerte de mi abuelo, Pedro Mauvecin: AgoníaSe abre una puerta con un fondo negro. A lo lejos, se ven otras puertas se van abriendo una tras otra.
Al fin se ve una gran puerta que vacila en abrirse.
En ese instante, un pájaro blanco llega. ¡Es el símbolo de la vida!
Cuando se abre la puerta desvanecido por un profundo sueño cayó.
Y ahora… yo no tengo abuelo. ¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades? LM: La lluvia es una bendición del cielo; amo los árboles y en tiempo de sequía sufro por ellos. Córdoba es una provincia con largos períodos secos, por eso la lluvia es una fiesta. Las tormentas me hacen sentir parte del gran misterio del universo, el sonido de la naturaleza, azotada por los vientos, me parece una melodía que no sabemos interpretar, pero conmueve. En mi casa de infancia, a la que llamé “Casa del Aire”, así se titula mi libro de cuentos, había un enorme cedro que movido por el viento raspaba las paredes y convertía las habitaciones en una caja de música. La sangre no me asusta, para mi es el símbolo de la estirpe, del origen. Es esa línea invisible que nos une a aquellos seres que nos engendraron a través del tiempo. Pero también es esa línea invisible que nos une a los seres vivos y nos dice: somos todos iguales, todos merecemos el mismo respeto, porque la sangre “siempre ha sido colorada”. La velocidad no me gusta; si bien soy una persona de movimientos rápidos y trato de hacer las cosas lo más ligero que puedo, la velocidad me asusta, la relaciono con el accidente en la ruta, la inconsciencia y la falta de consideración. ¿Las contrariedades? Bueno, la vida es una sucesión de circunstancias, ya lo dijo José Ortega y Gasset: en ellas hay de todo, momentos de felicidad y momentos de tristeza. Pero puedo agradecer a la vida que muy pocas, y no graves, contrariedades he sufrido. Debo a mis padres el optimismo y la alegría de vivir. Mi padre recitaba esos versos de Amado Nervo: “¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!” “En este rincón” el romántico concepto de la “inspiración”; y “en este otro rincón”, por ejemplo, William Faulkner y su “He oído hablar de ella, pero nunca la he visto.” ¿Tus consideraciones?... LM: La inspiración. Seguro que como dice Faulkner no la he visto, pero la he sentido. Si bien William Faulkner tiene seis libros de poesía, él era fundamentalmente un narrador y ese tema de la inspiración, como una construcción espiritual, responde más al poeta. Yo también escribo cuentos y estoy trabajando en una novela, pero me siento más poeta que narradora, y creo que la inspiración llega cuando las palabras me buscan insistentemente y me obligan a atraparlas y volcarlas en la página. Es un acto que surge de las entrañas, que responde a las fibras más íntimas, donde la realidad me atraviesa como un relámpago y arrasa como una tormenta. El pensamiento racional se esconde para dejar libre al subconsciente. Así entiendo yo la escritura poética, es la conmoción extraña y a veces dolorosa de la inspiración. En cambio, cuando escribo un cuento o trabajo en mi novela, busco datos, sopeso y dejo que mi pensamiento reflexivo actúe con más detalle. ¿De qué artistas te atraen más sus avatares que la obra? LM: Poco me fijo en las biografías de los autores, me interesan las obras. Es allí donde ellos están verdaderamente. Cuando busco sus datos biográficos es para ubicarlos en la época y poder valorizar aspectos de sus trabajos literarios. Me indignaron siempre los profesores que se ocupaban más de los chismes de la vida de los escritores que de sus obras. Sin embargo, considero importante la fecha de nacimiento, es un dato fundamental para reconocer las circunstancias, como diría Ortega y Gasset, en que ese autor vivió y que seguramente dejaron marcas en sus producciones. Solía decir a mis alumnas que la literatura es como una máquina en el tiempo, que nos permite resucitar las auténticas voces del pasado y del presente, sin intermediarios. ¿Lemas, chascarrillos, refranes, proverbios que más veces te hayas escuchado divulgar? LM: Lo que siempre repito, o repite mi esposo, quien memoriza ajustadamente algunos versos que recitaba su suegro: “Nunca hieras, el hombre cuando hiere, tortuoso intento de matar delata.” (de “Melpómene”, de Arturo Capdevila) “Lágrima blanca honor del ser humano/ que se desborda de nuestra alma llena” “La sangre roja mana del presente/ Y es sólo corporal; la sangre blanca/ LM: Entre otras, “Las meninas”, de Diego de Velásquez, esa idea magnífica que constituye una verdadera metalepsis, la obra dentro de la obra. Velásquez se retrata pintando la misma obra que vemos (1656), lo que curiosamente se repite en “Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes, cuando en el bosque, cerca del Ebro, los duques de Tibaldi reconocen a Quijote y Sancho Panza porque han leído la novela (1615), y en “Hamlet”, de William Shakespeare, se representa la misma pieza teatral dentro de la pieza teatral (1603), autores que no se conocían y crearon en épocas cercanas. “El jardín de las delicias”, de Jheronimus Bosch (el Bosco), del 1500-1505, pintura que sigue sorprendiendo por la gran creatividad que despliega, por los diferentes significados que muestra, por lo avanzada de esa imaginación. Francisco de Goya, en especial sus Caprichos. René Magritte con su pipa, que no es una pipa; y también su obra “La isla del tesoro”. “La persistencia de la memoria”, de Salvador Dalí. En Arquitectura, la antigua Grecia: el Partenón me emociona hasta las lágrimas. Las antiguas construcciones precolombinas me han dejado perpleja hasta ahora. ¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar? LM: Nos suceden, por suerte, situaciones irrisorias y graciosas que forman parte del bagaje de la memoria y nos dejan enseñanzas. Te cuento una, algo incómoda, pero que me ha servido para reflexionar. Era septiembre del 2003, formaba parte, junto a otros poetas y narradores, de El Caldero de los Cuenteros, grupo literario que nació en los noventa. En septiembre sucede en nuestra ciudad La Feria del Libro, y decidimos invitar a Héctor Yánover, poeta cordobés, nacido en Alta Gracia, que se radicaba en Buenos Aires. Yo, poeta joven, me sentía emocionada por la visita de tan prestigioso poeta, y me tocó, junto al poeta César Vargas, coordinar su mesa de lectura. Los amigos me dijeron: “Leonor, hazte cargo del invitado.” Cuando terminó la lectura, que se realizó en una de las salas del Cabildo histórico, decidimos acompañarlo a cenar. Yo, nerviosa, le hablaba sin parar, tal vez fastidiándolo con preguntas y relatándole anécdotas insulsas. Tengo fama de conversadora. En el trayecto al restaurante me pregunta Yánover: “¿Usted siempre habla así?” Me quedé muda, sin saber qué responder, y él me dice: “Si es así, en la cena me siento en otro lado.” Imaginate el apuro que pasé; pero, por supuesto, él, todo un caballero, sonrió y en la cena se sentó a mi lado. Se reía de mi expresión mientras me servía un exquisito vino Syráh. Evoco aquello con mucho cariño. Desde entonces he logrado no abrumar a las personas con mi charla. Como ya dije, lo que narré sucedió en septiembre del 2003, y en octubre de ese año, el localmente famoso librero y poeta Héctor Yánover falleció. Esa lectura en el Cabildo de Córdoba fue una hermosa despedida. ¿Qué te promueve la noción de “posteridad”? LM: He sido profesora de literatura durante tres décadas, me jubilé hace mucho, pero seguí dando cursos y coordinando talleres literarios. Cada vez que abro un libro de un poeta muerto lo siento renacer en mis manos. Eso solía decirles a mis alumnos, ellos están acá en sus palabras. Esa sensación de eternidad me da la escritura y de allí este poema mío:
MEMORIA O DESMEMORIA
Detrás del tiempo seré tan sólo las palabras escritas al azar en algún libro. Ellas serán memoria o desmemoria tal vez una voz, que no será la mía una imagen, que negará mi espejo. Seré tan solo el reflejo de las letras buscando la metáfora en otro tiempo. Ellas perdurarán seguramente y recogerán la fama o el olvido.
“¿La rutina te aplasta?” ¿Qué rutinas te aplastan? LM: La rutina no me aplasta, siempre encuentro alguna cosa, alguna palabra, alguna persona que me comunica la alegría de estar viva. Si algo aprecio de mi personalidad es esa capacidad de disfrute. Ese encontrar entre las paredes de la casa mi lugar en el mundo. La rutina está hecha de retazos de lo que somos, siempre trato de tener proyectos, un libro a mano o una bella copa donde servir un buen vino. La rutina es una construcción que nosotros mismos elaboramos y de ella somos los únicos responsables. ¿Para vos, “Un estilo perfecto es una limitación perfecta”, como sostuvo el escritor y periodista español Corpus Barga? Y siguió: “…un estilo es una manera y un amaneramiento”. LM: Borges dijo algo así como que encontrar un estilo es encontrar un destino. No estoy segura de ello, es un tema que no a todos nos resulta igual. El estilo, como todo en la vida, es una forma de expresarse que va cambiando según pasa el tiempo o las circunstancias. Seguramente si alguien me lee, descubrirá ciertos tópicos, palabras que se repiten, el tiempo y sus avatares como una especie de leitmotiv, un ritmo particular, un algo musical en el tono. Tengo claro que la poesía es la música de las palabras y no por la amanerada rima que no me agrada, sino por el ritmo que generan las palabras del poema que se construye con sonidos y silencios. Mi formación literaria deviene de la oralidad, de escuchar desde la niñez a mi padre recitar, y hoy al leer aquellos poemas que él decía, escucho todavía su voz. Todos mis libros son diferentes, tienen una temática que caracteriza a cada uno; no me complacen los libros que se repiten, como si siempre escribiéramos el mismo texto con alguna variante. El tema impone el estilo del decir. Cuando siento la necesidad de escribir es porque un tema me ha motivado y escribo casi de un tirón un libro completo que después reviso hasta el cansancio.
¿Qué sucesos te producen mayor indignación? ¿Cuáles te despiertan algún grado de violencia? ¿Y cuáles te hartan instantáneamente? LM: La injusticia, la falta de generosidad, el maltrato, la ceguera sobre la realidad y los fanáticos. Me molestan aquellos dueños de la verdad que no tienen dudas. La duda, hermosa palabra que aprendí en mis lecturas y que me ayudó a descubrir un mundo diferente, alejado de supersticiones y de intrigas infundadas. ¿Violencia? Bueno, no soy una persona violenta, sí enojosa, me enojo y levanto la voz, pero suelo pedir disculpas y trato de llevarme bien con la gente. Me hartan y no soporto a los fascistas, ni a los que usan al pobre y desvalido como una forma de generar poder mientras que lo mantienen bajo el yugo. No soporto al que discrimina, al racista: he abandonado amistades por ese motivo. Provengo de una familia comprometida socialmente. Mi padre fue un dirigente del Partido Radical, muy amigo de nuestro expresidente, don Arturo Illia, y mi madre, una mujer de una generosidad extraordinaria, dispuesta a ayudar siempre a su prójimo. En mi casa vivieron y fueron atendidos con cariño todos los viejos de la familia, y allí se alojaron personas que necesitaron amor y contención, además de ser el lugar donde acudían a comer muchos necesitados que mi madre alimentaba y cuidaba. ¿Qué postal (o postales) de tu niñez o de tu adolescencia compartirías con nosotros? LM: Qué pregunta, ya en unas respuestas he contado algo de mi infancia. Apareciéndome Borges recurrentemente, enunciaría que nunca salí de aquel jardín ni de aquella biblioteca. Tuve una infancia feliz y comprometida con lo social y puedo reiterar lo que dije en una publicación: “Cuando miro hacia atrás, buscando la génesis de este oficio transgresor que es la escritura, oficio que no acepta las leyes de la física, ni del propio lenguaje, que nos mantiene, como diría Olga Orozco, “suspendidos entre enigmas”, que valora las palabras más que al oro; cuando miro hacia atrás, vuelvo a una casa y un amplio jardín donde se descolgaban las montañas con los espinillos nativos, los aromos y los umbrosos pinos bajo cuya sombra brotaban los hongos después de la lluvia. Cuando miro hacia atrás advierto los libros de la biblioteca de mi padre y oigo su voz recitando, del poemario “El rosario de Eros”, de la uruguaya Delmira Agustini: “Yo tenía dos alas que del azur vivían como dos siderales raíces/ dos alas, con todos los milagros de la vida, la muerte y la ilusión.” Escribí un libro que se llama “La casa del aire”; en él cuento las anécdotas más novelescas y hermosas de mi casa y de los vecinos que la rodeaban. La casa estaba en la montaña, allí disfruté de una libertad maravillosa. Teníamos tres caballos con los que salíamos a cabalgar por los sinuosos caminos de montaña. Mi yegua se llamaba Calandria y a veces tomaba la leche montada en su grupa. Leía sentada a horcajadas arriba de los árboles. La escuelita de Ñu Porá la había fundado mi madre, mi padre hizo la construcción y quedaba a unas pocas cuadras de mi casa. La portera era Elena Oroná, que yo de niña apodé Bubo, una extraordinaria mujer que vivió siempre con mi familia, que vino como “criada” a los 13 años a la casa de los abuelos y desde que mi madre se casó, vivió con nosotros ayudando en mi casa. A ella, que ahora tiene 98 años, y está a mi cargo, le debo, entre muchas cosas, quizás uno de mis mejores poemarios, “El Libro de Elena”, donde relato en poesía su vida y la de su madre, viejita que también vivió en mi casa y fue amada por todos, hacía quesos, tejía al telar, teñía con plantas y raíces e hilaba lana de oveja que envolvía en un uso que maravillosamente hacía bailar en el suelo hasta que surgía el ovillo. La adolescencia también fue grata, fui scout hasta los 23 años, alternando campamentos con labor comunitaria. En 1974 me casé con Alfredo, mi actual marido, hombre bueno y hermoso. Me puse de novia a los 15 años, mi suegro tenía la confitería bailable más famosa de Rio Ceballos, pueblo turístico. Mi juventud fue alegre y divertida, disfruté la escuela y fui maestra del tercer grado en el Colegio de monjas a los 16 años, cargo que tuve que abandonar para seguir la carrera de Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba, porque la distancia a la capital me hacía imposible su cursado.” ¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)? O bien, ¿a qué artistas hubieras elegido o elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo? LM: Me gustaría ser la Ulrica de Jorge Luis Borges; acompañar a Fernando Pessoa, pero cuando era Bernardo Soares y escribía “Libro del desasosiego”, sentarme con él en un café de la Rua dos Douradores y conversar. Subir a Machu Pichu con Pablo Neruda, dejarme pintar por Salvador Dalí en una ventana de su pueblito Cadaqués, que mira al mediterráneo. Acompañar a Antonio Machado en sus campos de Castilla, hallarme en una mesa del “bar de la esquina” con Joaquín Sabina, mientras canta. Estar en esa terraza en Manhattan cuando Los Beatles tocaron por última vez. Compartir un whisky en un bar de Dublín con Oscar Wilde y John Keats. Escuchar nuevamente en el bar El Amadeus de la ciudad de Villa Dolores, en el valle de Traslasierra Córdoba, a Alejandro Nicotra recitar poemas de su “El anillo de plata”. El silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad, las sorpresas, la desolación, el fervor, la intemperancia: ¿cómo te resultan? ¿Cómo recompondrías lo antes mencionado con algún criterio, orientación o sentido? LM: El silencio, tanto como la música, dan paz. Los gestos hablan y me dicen cosas que trato de interpretar. La oscuridad es a veces una buena compañía, en especial en el campo, con el cielo cuajado de estrellas. Las sorpresas me agradan si son lindas, como a todos. El fervor es parte de mi vida y mi personalidad. La intemperancia no es la mejor compañera, cae en el exceso o en el abuso. ¿Cómo me recompondría?: no sé, eso depende de cada caso, pero creo tener capacidad de resiliencia. ¿A qué artistas en cuya obra prime el sarcasmo, la mordacidad, el ingenio, la acrimonia, la sorna, la causticidad… destacarías? LM: En muchos autores, pero recuerdo especialmente —y vuelvo a citar— el “Libro del desasosiego”, de Fernando Pessoa. Algunos textos de José Saramago, “Las flores del mal”, de Charles Baudelaire, sonetos de Francisco de Quevedo. En poemas de Almafuerte, de Alejandro Schmidt, de Oliverio Girondo, de Horacio Castillo, de Juan Gelman, de Hugo Rivella. En las obras de teatro de George Bernard Schaw. ¿Qué apreciaciones no apreciás? ¿Qué imprecisiones preferís?... LM: No aprecio los comentarios forzados, dichos por conveniencia o por “quedar bien”. Me molestan los aduladores seriales. Prefiero aquellas opiniones que responden a una mirada más realista y menos hipócrita. Me disgustan los que desvirtúan el sentido de las palabras, como la desconocida que te dice “mi amor”. Prefiero la sinceridad, aunque tenga imprecisiones, no me importan las mentiras siempre que sean blancas y formuladas para evitar que otros sufran. ¿Viste que uno en ciertos casos quiere a personas que no valora o valora poco, y que en otros casos valora a personas que no quiere? ¿Esto te perturba, te entristece? ¿Cómo “lo resolvés”? LM: No me ha sucedido, aprecio y valoro a las personas que quiero. Cuando uno quiere a alguien, ya sea cercano o lejano, es porque algo en su personalidad merece nuestra admiración o respeto. No necesariamente uno valora “todo” del otro, pero siempre hay algo positivo que nos encariña. ¿El mundo fue, es y será una porquería, como aproximadamente así lo afirmara Enrique Santos Discépolo en su tango “Cambalache”? LM: El mundo siempre fue una porquería, salvo la naturaleza que es maravillosa. Aquello de que “Cualquier tiempo pasado/ fue mejor”, versos del célebre poema de Jorge Manrique, es una tremenda falacia. La humanidad ha avanzado, hemos mejorado, ya no se juntan orejas de vencidos en una bolsa, como los bárbaros de Atila, ni la gente disfruta viendo cómo un león destroza una persona. Algo hemos avanzado, en algunos lugares, pero falta mucho. Por la fidelidad y entrega a una causa o proyecto, ¿qué personas (de todos los tiempos y de todos los ámbitos) te asombran? LM: Mahatma Gandhi, René Favaloro, los médicos de frontera, Nelson Mandela y todos los que se abocan a un ideal y son consecuentes en ello. ¿Qué te hace “reír a mandíbula batiente”? LM: Los sucesos reales que resultan graciosos. El chiste, en sí mismo, no me causa risa, y menos si es vulgar, pero a la picardía y al ingenio los valoro, y los cordobeses son, en nuestro país, famosos por ello, y como cordobesa los valoro. ¿Cómo afrontás lo que sea que te produzca suponerte o advertirte, en algunos aspectos o metas, lejos de lo que para vos constituya un ideal? LM: Con resignación. Sé que en esta vida no todo se puede. Aunque procuro que mis ideales se cumplan en lo humanamente posible, cuestiono mi pereza, que es la madre de los fracasos. El amor, la contemplación, el dinero, la religión, la política… ¿Cómo te has ido relacionando con esos tópicos? LM: En el amor, soy una mujer plena, por mi pareja, mis cuatro hijos y mis ocho nietos. Suelo lograr la contemplación frente a la naturaleza que disfruto verdaderamente y siempre me provoca admiración. Del dinero, sin ser rica, siempre tuve lo suficiente y en los momentos que hubo problemas, los superé sin tristezas confiando en que todo pasa. La religión es un tema que fue cambiando: en mi juventud fui catequista, respeté a Cristo como un ser de luz, leí el Corán, el libro de los mormones, la Biblia, por supuesto leo el Evangelio, que me parece muy valioso, pero ahora soy agnóstica. Respeto todas las creencias, pienso que están sujetas a un pensamiento mágico; a pesar de ello, creo en la vida después de la muerte, tal vez por haber tenido una madre cuasi espiritista, que tiraba las cartas, adivinaba cosas asombrosas y respetaba a los finados, que siempre, según ella, nos acompañaban con cariño. Pero también por experiencias sobrenaturales que he vivido. ¿A qué obras artísticas —espectáculos coreográficos, films, esculturas, música, pinturas, literatura, propuestas teatrales o arquitectónicas, etc.— calificarías de “insufribles”? LM: Esculturas e instalaciones que me parecieron una falta de respeto al arte y al público. Algunos películas y piezas teatrales, consideradas artísticas, plagadas de lugares comunes y aburridas. ¿Qué calle, qué recorrido de calles, qué pequeña zona transitada en tu infancia o en tu adolescencia recordás con mayor nostalgia o cariño, y por qué?... LM: El camino de montaña que lleva al Parque del Cristo Redentor en Ñu Porá. Camino y parque de altura que construyó mi padre y que he transitado innumerables veces a pie y a caballo. En ese camino y en esos senderos he jugado y soñado. ¿Cómo reordenarías esta serie?: “La visión, el bosque, la ceremonia, las miniaturas, la ciudad, la danza, el sacrificio, el sufrimiento, la lengua, el pensamiento, la autenticidad, la muerte, el azar, el desajuste”. Digamos que un reordenamiento, o dos. Y hasta podrías intentar, por ejemplo, una microficción. LM: El desajuste campea en una ciudad donde el sufrimiento y la visión de la muerte están sujetos al azar. Allí el sacrificio es la danza de las miniaturas como una ceremonia cotidiana. El bosque, sinónimo de naturaleza, surge entonces como el auténtico pensamiento. Una lengua salvaje que nos habla de la vida. “Donde mueren las palabras” es el título de un filme de 1946, dirigido por Hugo Fregonese y protagonizado por Enrique Muiño. ¿Dónde mueren las palabras?... LM: Las palabras mueren en la boca muda, no en el silencio que es enriquecedor y nos habla con otros signos. Las palabras mueren en el “eco” que repite un sinsentido. ¿Podés disfrutar de obras de artistas con los que te adviertas en las antípodas ideológicas? ¿Pudiste en alguna época y ya no? LM: Siempre pude valorar y disfrutar toda obra de arte sin fijarme en la ideología de su autor, salvo que su obra sea el reflejo de un pensamiento discriminador y cruel. ¿Cómo te cae, cómo procesás la decepción (o lo que corresponda) que te infiere la persona que te promete algo que a vos te interesa —y hasta podría ser que no lo hubieras solicitado—, y luego no sólo no cumple, sino que jamás alude a la promesa? LM: Aprendí desde chica a no esperar demasiado de las personas; esa es una política saludable para vivir en paz. Trato de reconocer las limitaciones ajenas y respetarlas. Claro que no recibir lo prometido es doloroso, pero nunca me ha sucedido. No he recibido, tal vez, algo que hubiera deseado, pero, por suerte, pude superarlo. No concerniendo al área de lo artístico, ¿a quiénes admirás? LM: Admiro a las personas que se entregan a vocaciones donde el dolor es moneda corriente: yo no sería capaz. Admiré a figuras como Arturo Umberto Illia, al que conocí. Admiré a ese otro expresidente, Raúl Ricardo Alfonsín. Admiro a mis hijos y a mi esposo por ser buenas personas y comprometidas. Admiro a Bubo (Elena Oroná), de quien vuelvo a referirme, que fue mi nana y a pesar de una vida llena de privaciones, a sus 98 años es feliz, optimista y alegre. Solo tuvo oportunidad de asistir a la escuela, en el campo, hasta segundo grado y hoy devora las novelas con placer a pesar de haber perdido la visión de un ojo. Admiré a mis padres porque fueron seres de luz. ¿Tus pasiones te pertenecen o sos de tus pasiones? Pasiones y entusiasmos. ¿Dirías que has ido consiguiendo, en general, distinguirlos y entregarte a ellos acorde a la gravitación? LM: Soy apasionada, no sabría decir hasta qué punto puedo gobernar las pasiones, a veces me resulta difícil poner límites. Cuando algo me entusiasma soy consecuente y desafío obstáculos, pero reconozco que he sido favorecida por mi entorno, tanto de familia como de amigos. ¿Qué artistas estimás que han sido alabados desmesuradamente? LM: No sé, la fama es una construcción social que depende mucho de lo que llamamos marketing. Siempre pensé que, por ejemplo, muchos grandes escritores morirán con sus manuscritos bajo el brazo sin llegar a trascender. Los elogios tienen algo de verdadero y también de exagerado. ¿Acordarías, o algo así, con que es, efectivamente, “El amor, asimétrico por naturaleza”, tal como leemos en el poema “Cielito lindo” de Luisa Futoransky? LM: Todo en la vida es asimétrico, no existe nada exactamente igual. Leí el poema de Luisa y creo que intenta atrapar la realidad con las palabras. La asimetría en el amor es parte del encanto, es hermoso reconocerse en el otro, pero es más hermoso el contraste, lo que nos hace diferentes y al mismo tiempo nos completa. ¿El amanecer, la franca mañana, el mediodía, la hora de la siesta, el crepúsculo vespertino, la noche plena o la madrugada? LM: Cada momento del día tiene su atractivo. Saber apreciarlo depende de nuestro estado de ánimo o la capacidad que tenemos para valorar las cosas que nos ofrece la vida y la maravilla de la naturaleza. Me gusta mucho la noche, soy noctámbula, deambulo hasta altas horas, leyendo y escribiendo, y las noches de verano al aire libre, bajo la luz de la luna. Me gusta la naturaleza, el disfrute del campo, las caminatas a la mañana, los árboles que nos otorgan su frescura y su belleza. Las siestas también son acogedoras, en invierno con la calidez del sol y en verano regocijándonos con el agua. En mi libro “Almanaque” no sólo he escrito un poema por cada mes, por cada día de la semana, sino también he registrado un poema por cada hora del día. ¿Qué dos o tres o cuatro “reuniones cumbres” integradas por artistas de todos los tiempos y de todas las artes nos propondrías? LM: Borges, Dalí, Jheronimus Bosch, Franz Kafka, James Joyce, Federico García Lorca y Pablo Neruda, todos reunidos en Isla Negra. Los poetas Alejandro Nicotra y Osvaldo Guevara en el bar “El Amadeus”, en la ciudad de Villa Dolores, Córdoba, como en aquella noche inolvidable, cuando los escuché hasta el amanecer, mientras tomaban gin tonic. La reunión del grupo Heptagonal que yo integraba con Julio Castellanos, Sonia Rabinovich, Leandro Calle, Lili Levin, Alfredo Lemon y Rafael Velasco en la casa de los curas, cuando leíamos poesía sobre una mesa de cocina del siglo XVII y terminábamos la velada brindando con champagne. Seas o no ajedrecista: ¿qué partida estás jugando ahora?... LM: La última, siempre se juega la última, por eso hay que jugarla con pasión. * Cuestionario respondido a través del correo electrónico: en las ciudades de Córdoba y Buenos Aires, distantes entre sí unos 700 kilómetros, Leonor Mauvecin y Rolando Revagliatti.
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