No obstante, el genio de los “campos de color” acababa de representar a los EE.UU. en la Bienal de Venecia, los Kennedy solicitaban su presencia asiduamente en la Casa Blanca, la Crítica se había rendido ante sus inmensos bloques cromáticos, las universidades y las galerías más importantes del planeta se disputaban la creación de “espacios Rothko” y acababa de firmar con la Marlborough “el contrato más fabuloso que nunca ha firmado un artista vivo”.
Verdaderamente, ante las “Paredes de Luz” colgadas de los muros del Guggenheim, seguía siendo pertinente preguntarse por el misterio que palpita a la sombra de estas pinturas. ¿Cómo se explica que un artista en la cumbre de su obra y de su reconocimiento se arrojara por un abismo semejante? ¿No era Rothko el gran místico abstracto que buscaba en sus lienzos una comunión religiosa con todo lo viviente? ¿Dónde comenzó su autodestrucción, en sus premonitorias “pinturas negras”, o, precisamente, cuando ya no pudo seguir pintándolas?
Es cierto que dos años antes de su muerte, el diagnóstico de un aneurisma de aorta contribuyó a acentuar su estado depresivo, sobre todo por la prohibición clínica de que siguiera pintando telas de más de diez metros. Por supuesto, él siguió pintando a lo grande. Pintando y echando pestes contra la invasión del Arte Pop, en la que veía una “horda de charlatanes oportunistas”.
A decir verdad, Rothko era muy oteiciano. O mejor dicho, Oteiza aprendió mucho del lenguaje de Rothko –su creación de espacios táctiles-, incluso su visión del arte como sacrificio. En una conferencia de 1958, Rothko dejó boquiabierto a su público reflexionando sobre el sacrificio de Isaac. Quería subrayar que el artista sólo tiene lugar trágicamente, como creador de lo excepcional a costa de sacrificar lo familiar y razonable, pues el arte es, a su juicio, “un ritual para la muerte”.
Intenso y melancólico, depresivo y obsesivo, Rothko también compartía con Oteiza una concepción intensamente religiosa del arte. Los dos aseguraban, sin embargo, aborrecer por igual todo dogma de fe, pero adoraban simétricamente a Fra Angélico y, sobremanera, sus frescos del convento de San Marcos, en Florencia. Como hacía Oteiza con sus cajas metafísicas, también Rothko invitaba a asomarse a sus enormes rectángulos negros como quien se expone a una experiencia mística –“La gente que llora ante mis cuadros está sintiendo la misma experiencia religiosa que tuve yo cuando los pinté”. Luego, una vez que se le volatilizaba el aura, volvía a brotarle el nervio que le llevaba a denostar al público masivo, pero masivamente compuesto por analfabetos estéticos que intuía ante su obra: “Un cuadro vive por compañerismo, y muere por la misma razón. Es peligroso exponerlo a las miradas de los mediocres y a la crueldad de los impotentes que desean contagiar su amargura a todo el universo”.
La exaltación, la creencia casi mesiánica de ese Rothko intratable, daba paso pronto al Rothko patológicamente humilde, aquél que se veía insignificante, el que escapaba de todas sus inauguraciones, el que rechazó ser premiado como el americano del año, el que se escondía dentro de esos inmensos espacios de color, ¿buscando qué?
Por aquel entonces, cuando Peggy Guggenheim ya había apostado a lo grande por él, cuando la revista Fortune calificaba sus trabajos de “inversión especulativa”, Rothko justificaba así las enormes dimensiones que iban ganando sus obras: “Me doy cuenta que pintar cuadros grandes se ha asociado históricamente a la pompa y a la grandiosidad. Yo lo hago para resultar intimista y humano. Cuando realizas un cuadro muy grande, lo pintes como lo pintes, tú estás dentro del cuadro”. ¿Por qué Rothko se perdió dentro de su laberinto?
Como en la misteriosa fase final de la vida de Mozart, en los últimos años de Rothko dos personajes excepcionales llamaron a su puerta. Primero, los dueños del lujoso restaurante neoyorkino Four Seasons le solicitaron una serie de murales. Bien, emparejemos esta propuesta con la gran fiesta profana que concita Amadeus en La Flauta Mágica, otra obra creada por encargo. Poco después, un coleccionista de lo más extraño propone a Rotkho decorar una capilla ecuménica, en Houston, y Rothko elige como tema la Pasión de Cristo –es decir, algo parecido al Réquiem que, según la leyenda, viene a pedirle a Mozart el siniestro caballero, en vísperas de su propia muerte.
Que la vida y la obra de Rothko concluyesen conciliando esta doble celebración de lo sagrado y lo profano, no podía ser. Ya no sería Rothko, y una vez que concluyó los murales para el Four Seasons, se los quitó de la boca. Calvo Serraller glosa la negativa final del artista: “consideró que en ese espacio sus obras no propiciarían ese encuentro definitivo, que en él siempre tenía un carácter de revelación”. Sin dejar de ser una reflexión muy sutil, las palabras textuales fueron éstas: “En un principio acepté esa obra para ese sitio donde los bastardos más ricos de Nueva York van a darse el atracón y a lucirse. Pero lo hice con una intención estrictamente maliciosa: esperaba arruinar el apetito de cada hijo de puta que coma en ese restaurante”. Palabra de Rothko.
También son “palabra de Rothko” éstas otras que esclarecen el trágico misterio de su sensibilidad, hasta el suicidio: “Toda mi vida he juntado en mis murales colores que no podían vivir juntos. Ese era el desafío. Ahora sé que la visión de la armonía sólo dura un instante, el momento antes de estallar y partirse en dos”. Los dos Rothko que estallaron dentro de él, el apóstol y el provocador, el visionario que se encaminaba hacia la claridad a través de obras cada vez más oscuras y el oscuro oficiante de un ritual de intimidad con lo trascendente que llegaba a su consumación entre botellas de Jack Daniels, botes de pintura volcados y puñados de barbitúricos reconvertidos en pigmentos azul valium.
Casi había acabado los lienzos de lo que hoy se conoce universalmente como la Capilla Rothko, pero solo esperó hasta que llegaran a Londres, con destino a la Tate Gallery, los que había arrebatado a los paladares exquisitos del Four Seasons. Había consumado la clave de su bóveda, y ese mismo día se quitó la vida dejándonos en la incertidumbre de averiguar en qué medida el último peldaño de una genialidad absoluta, puede abocar la desesperada conciencia de una desolación total.
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