Como el Príncipe Próspero me encontraba encerrado en mi escritorio, pensando que la había derrotado.
Había tomado todas las medidas para transformar mi casa en una fortaleza.
Una primera barrera la instalé en la puerta de entrada, desinfecté hasta las cadenas que levantaban el puente levadizo que llevaba de la entrada para el auto a la puerta de mi casa y esta la pinté de rojo para despistarla a ella, para que pensara que ya había pasado.
Bloqueé la entrada trasera para impedir que por ella se deslizara cual huésped no invitado.
Al interior coloqué múltiples barreras dispuestas en estudiado desorden para confundirla en caso de que a pesar de los obstáculos lograra deslizarse al interior, barreras que, desde mi escritorio me permitían vigilar toda la casa y sus diferentes salones.
Dispuse dos frascos de desinfectante en aerosol en lugares estratégicos para mi defensa personal.
Cambié las ampolletas por unas de diferentes colores para dar una variación al tiempo de encierro: un espacio azul para recordar el cielo que no veía, uno verde que me recordara las planicies de mi país de origen, uno negro, para ocultar mis pensamientos, y finalmente uno rojo, mi color favorito, para enfrentarla si fuera necesario.
Al igual que el Príncipe Próspero me sentí protegido. La había derrotado, había logrado prolongar mi existencia en mi encierro.
La pantalla de mi computador se iluminó y de entre los reflejos de luz surgió una imagen. Alta, esbelta, una capa roja flotando al ritmo de los suspiros de los condenados y unos labios rosados, sensuales, irresistibles, la peste, sonriendo me prodigaba el beso fatal.
* Escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, residente en EE UU.
Puedes comprar sus libros en: