Aunque muchos de nuestros finalistas, en absoluto indiferentes ante el dolor y la injusticia que los rodea, han abordado diversos problemas sociales —la pobreza, la marginación, la discriminación por razones de género, el desarraigo, la intolerancia, la xenofobia, el racismo...— y otros se han sumergido en la esfera de los sentimientos y las emociones, una buena parte de ellos han reflexionado sobre el compromiso que el escritor —y también el periodista— contrae con la sociedad.
Existe una obligación del escritor para con sus semejantes, a quienes presta voz y a quienes debe honestidad y lealtad. No obstante, mantenerse fiel a ese compromiso a menudo se paga caro, en ocasiones con la propia vida. El autor se convierte en testigo incómodo que no está dispuesto a secundar con su silencio; que denuncia y acusa.
Eso mismo le sucedió a Pasolini, cuya muerte se convierte en protagonista del poema ganador de la presente edición.
A su modo, también Pasolini, como ese Cristo que a pesar de su declarado ateísmo él tanto admiraba, se sacrificó para servir de ejemplo. En su caso, de que el arte no puede estar al servicio del poder; que no puede, en general, repetir un discurso aprendido y adoctrinador. De ahí su persecución.
En Pasolini, en la obra de Pasolini —aunque, efectivamente, en el plano personal, su homosexualidad también justificó los ataques de una Italia puritana—, no escandaliza el sexo, sino la reivindicación política y social de un hombre que siempre estuvo al lado de los más desfavorecidos.
Por eso, en homenaje a todos los mártires que han dado sus vidas a lo largo de la historia por la libertad de pensamiento y expresión, por todos aquellos que han intentado abrir las mentes de sus semejantes aunque ello los volviese aborrecibles a los ojos del poder y les costase persecución y muerte, por todos los que sencillamente discreparon o no se adecuaron al discurso oficial, hemos escogido, para la portada de nuestra antología de este año, una representación del suicidio del cordobés Séneca, cuyo violento final advierte de las trágicas y devastadoras consecuencias que acarrea un poder totalitario, extremo y represor.
En efecto, tutor y consejero del emperador Nerón, Séneca, tras haber sido cuestor, pretor y senador del Imperio romano durante los gobiernos de Tiberio, Calígula, Claudio y el propio Nerón, pereció a causa de las intrigas políticas.
Acusado posiblemente en falso por sus enemigos, ya había eludido la muerte bajo Calígula —de cuya furia megalómana solo pudo salvarlo una mujer del círculo imperial más íntimo, que convenció al césar de que la mala salud del pensador lo conduciría a la tumba pronto, sin necesidad de dar cumplimiento a la sentencia que ya había sido dictada— y también bajo Claudio, quien permutó la condena —cuyas razones reales se desconocen, pues la acusación oficial de haber cometido adulterio con Julia Livila, hermana de Calígula, parece muy poco probable; aunque seguramente su oposición a la entronización del nuevo emperador, dada su gran influencia como senador, tendría mucho que ver— por el destierro a Córcega durante ocho años. La nueva esposa de Claudio, Agripina la Menor, logró su rehabilitación y lo nombró tutor de su hijo, el futuro emperador Nerón, fruto de un matrimonio precedente. Seguramente esperaba que su influencia moderase el temperamento del muchacho, dado a los excesos, de los que ella misma fue víctima al morir —acusada de conspiración— a manos de su propio vástago, a quien probablemente facilitó el acceso al trono, cuando contaba solo diecisiete años, envenenando a su esposo.
Durante los siguientes ocho años, Séneca y Burro, austero oficial militar, gobernaron el imperio con discreción y eficiencia, persiguiendo además la corrupción de los gobernadores provinciales. Pero a medida que Nerón crecía, la influencia de su maestro menguaba en favor de aduladores que buscaban la ruina del filósofo, cuya riqueza probablemente también envidiaba el propio emperador —que se quedó con ella años después de su muerte—.
A pesar de su retirada de la peligrosa vida política bajo Claudio y bajo Nerón, finalmente, acusado por este último de haber tomado parte en la conjura de Pisón —cosa que nunca se demostró—, se dio muerte, como el propio emperador le aconsejaba, en lugar de esperar a la ejecución de la condena. Se le negó la petición de redactar su testamento, pues la ley romana preveía que todos los bienes del conjurado pasaran al patrimonio imperial. Escogió el suicidio —como también harían, para evitar la crueldad de Nerón, sus dos hermanos y su sobrino Lucano— y se abrió las venas, aunque después intentó acelerar su muerte tomando cicuta y, posteriormente, un baño caliente gracias a cuyo vapor, asmático como era, acabó asfixiándose.
Precisamente en ese postrer baño lo pinta Manuel Domínguez Sánchez. La obra de este artista nos coloca, a diferencia de otras versiones de distintos pintores sobre el hecho, ante la tragedia ya consumada. En el protagonista no queda vida alguna: la cabeza cuelga totalmente laxa, igual que los brazos. El gran filósofo, otrora hombre influyente, parece un muñeco desmadejado. No nos hallamos, como en otros casos, ante una despedida: quienes lo apreciaron ya solo pueden llorar su muerte. Por ello, la composición quizá resulte más fría y menos emotiva, pues apela con mayor moderación a la sensibilidad y las entrañas del espectador. Pero hasta esto puede ser considerado una virtud, ya que involucra muchos más al intelecto. Y es que, sobre todo en tiempos de nuevo convulsos como los nuestros, hemos de reflexionar sobre las consecuencias de dejar morir a la razón y seguir únicamente los impulsos; sobre el precio que pagaremos por abandonar a su suerte al pensamiento disidente, a todos aquellos que nos invitan a hacernos preguntas: a pensar, aunque sea distinto; pero a pensar por encima de todo.
Creo que las obras recogidas en la antología que hoy presentamos ofrecen una aportación valiosa en este sentido. Invitamos, pues, a su atenta lectura.
Salomé Guadalupe Ingelmo
Coordinadora del Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet”