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Alfons Cervera
Alfons Cervera (Foto: Archivo)

Claudio y los rumores del viento

lunes 24 de febrero de 2020, 10:48h

De pronto he descubierto que escribir sobre un amigo se me antoja tan embarazoso como hacerlo sobre mí. Y más, tratándose de un tipo tan generoso como Alfons Cervera. Por supuesto, me queda el infalible recurso de emboscarme tras el engaño y, además, intuyo que si lo hiciera —que si me meciese sobre el sinuoso vaivén del embuste—, hasta puede que resultase más ameno cuánto quiero contarles. Suele suceder; y tanto que quizá por eso me dediqué a escribir novelas: para olvidarme de mí y revivir lo que me rodea engastando cuidadosamente trocitos de otras vidas que me surgen de nunca sabré dónde.

Claudio mira
Claudio mira

No es este el caso de la narrativa de mi amigo Alfons Cervera. Sus novelas, tan aconsejables para despabilar a quienes aún pretenden que el género se ciña a un suceder de peripecias de colorín colorado, son un pomo cerrado con ese viento áspero de la siesta; ese lebeche que entre papelorios y yerbajos trae lamentos entremordidos, ayes de fatiga y miradas desoladas. Ese soplo sofocante que escuchamos en las tardes de estío desde la mecedora, y ante el que entornamos los postigos y nos adormecemos para no recordar, porque recordar es a veces...

Alfons Cervera, en cambio, se conjuró para que todas esas quejas, rumiadas sobre una mesa con mantel de hule o tal vez ocultas tras un intempestivo exabrupto o quizá silenciadas en el huidizo escamoteo de una mirada no se pierdan y latan en los rumores sin fin con los que teje sus novelas. Porque Alfons Cervera, como Marsé, se dio a revivir a los vencidos en plena derrota; desterrados de toda esperanza, resignados al señalamiento y hasta con unas inmensas ganas de desvanecerse para no ser citados cualquier noche, en mitad de la cena, al cuartel para unas preguntas que siempre acaban al amanecer, agarrado a los zócalos de la calle como único sostén de un cuerpo que, de condolido, ya ni es capaz de sentirse. Ni siquiera cuando en sus novelas sobre aquella época asoma el maquis con sus inquietadoras asechanzas —hoy todas recogidas en Las voces fugitivas (2013); a saber: El color del crepúsculo (1995), Maquis (1997), La noche inmóvil (1999), La sombra del cielo (2002) y Aquel invierno (2005)— hay un restaño de épica; y no me negaran que el asunto no da para el alarde. Pero Alfons Cervera prefirió escuchar ese viento de Los Yesares —trasunto novelado de su pueblo, Gestalgar— que, por momentos, traía el lamento entrecortado de quienes vieron partir al maquis al marido o al padre a Francia para salvar el pescuezo, sabiendo que esa fuga les traía más calamidad sobre la inmensa calamidad de aquella victoria, que no fue sino un despertarse entre la escasez, y tanta que hasta el imperio vaticinado se volvió de cartón piedra y de rogativas al santo, con la única estampa, siempre doliente, de Manolete. Y si el héroe patrio exhalaba un pergenio dolido, no quieran suponerse los demás.

Pues bien, Alfons Cervera acaba de completar un ciclo sobre su familia con Claudio, mira; la precedieron Esas vidas (2009) y Otro mundo (2016), dedicadas a sus padres. Ahora, le ha tocado a Claudio, su hermano. Decir que Claudio, mira, como Esas vidas y Otro mundo son novelas es apelar al género para orientar al lector; en realidad, son el arrebato de Alfons Cervera ante el peligro de que ese viento, del que tanto sabe a fuerza de escucharlo, convierta a los suyos en otro de sus muchos rumores. Y quién sabe si entonces habrá un oído atento que sea capaz de interpretarlos. Ante esta incerteza, se puso a escribir, y ahí los dejó a los tres, página a página, para que el lector los reviva con sus silencios, sus olvidos y esos deseos que el tiempo se plugo en amustiar. Entonces, sí, y gracias a usted, lector, se tornarán novelas. Pero a la manera de Alfons Cervera; esbozos y gestos, quizás una anécdota en el colmado, o un viaje al médico en autocar, o la tarde en que asistieron a la proyección de una película de aquellas que llegaban en latas al pueblo con fotogramas de menos, porque tanto pase y tanto empalme se habían comido media secuencia de un rollo y alguna entera de otro. Así nos va emergiendo Claudio, el día que le operaron de cataratas y su hermano Alfons lo velaba hasta que le quitasen las gasas protectoras de los ojos. Claudio, ese hombre ya viejo, condenado a la infancia desde siempre y que entiende más de lo que desearía, incluso mucho más de lo que le está permitido, y cuyas únicas preocupaciones son el canario de la cocina, unos cuadernos inmemoriales donde nadie sabe qué apunta y las victorias a la petanca. Y por supuesto, las enfermedades que le acechan; las descubre en tantos que se le mueren, y él, claro, se siente morir en cada duelo, con más rabia cuando le consta que nunca fue un hombre como los demás.

De cuando en cuando, Claudio lee media página en los libros que publica su hermano, y le espeta: “eso es mentira”. Porque Claudio, desde su hamaca, también escucha los rumores del viento de Los Yesares; solo que de otro modo. ¿Será ese el gran secreto que anota en sus cuadernos?

Por toda respuesta, Claudio calla, fuma y busca entre las baldosas del suelo algo con que evadirse.

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