Vivos y acompañados de la persona amada, porque con ella, somo capaces de cerrar ese círculo donde no dejamos pasar al dolor y a la desesperación que se alían con el desamor. Amor y desamor. Gladiadores de la vida y del día a día que nos reta con sus espadas en todo lo alto. ¿Y qué ocurre cuando el que vence es el desamor? Que todos sabemos que, a pesar de todo, tras la espesa niebla existe el sol y su cualidad de iluminarlo todo para hacerlo distinto. Una meta, la de la luz, que Noah Baumbach concede a los protagonistas de su Historia de un matrimonio como reflejo de aquello que fue su particular historia de amor antes de mostranos la cara oculta del mismo: el manicomio del desamor.
Un manicomio con sus habitaciones propias, estancias vacías y pasillos llenos de incertidumbres que nos trasladan de unas a otras sin desearlo. Habitaciones y estancias extrañas porque nunca quisimos habitarlas. Habitaciones y estancias donde la realidad y la ficción. La verdad y el deseo. Los actos y sus consecuencias, se van dando la mano tras cada escena de esta película donde las experiencias maritales fallidas salpican una y otra vez esa necesidad de destrucción antes de encontrar un poco de paz. Una paz con la que estar vivo de nuevo, pues ese proceso de catarsis en el que estar vivo tiene mucho que ver (en la película) como una salida de los infiernos o una vuelta a la vida donde, por fin, la espesa niebla que nos enturbia la mirada y el corazón deja paso a algo de paz, comprensión y sentido común. Los egos, en este caso, de un director de teatro y una actriz, se delatan tras cada mirada o cada silencio. Un silencio que de una forma inteligente Noah Baumbach ha dejado en mano de los protagonistas para darle voz a través de unos abogados buitres que son víctimas, también, de sus propios fracasos.
La singularidad de Historia de un matrimonio está en la forma que se nos presenta un proceso de divorcio —por otra parte muy presente en la filmografía norteamericana—, pero que en este caso, deambula por esa normalidad aparente que se balancea entre el egoísmo y la desesperación. Algo a lo que contribuyen firmemente sus dos protagonistas, Scarlett Johansson (Nicole) y Adam Driver (Charlie), pues sus interpretaciones hacen más cercanas y reales las situaciones que representan, y que dictan las consecuencias más nefastas cuando falla lo más esencial del ser humano: el amor. Un amor y sus consecuencias que se nos revela dañino, sin sentido y agónico hasta la extenuación. De ahí, que, cuando de verdad se muere el amor, lo único que deseemos sea volver a estar vivos. O como cuando, Adam Silver, en uno de los momentos más álgidos de esta película, canta la canción Being Alive del musical Company: «Alguien que me sostenga demasiado cerca/ alguien que me haga daño demasiado profundo/ Alguien que se siente en mi silla/ Y arruinar mi sueño/ Y hacerme darme cuenta/ De estar vivo/ Estar vivo».
La dicotomía entre hombre y mujer. Director y actriz. Nueva York o Los Ángeles, engendra las situaciones de poder más marcadas de esta historia que se inician por la necesidad de recuperar la libertad por parte de Nicole, algo que no esgrime no tener en su matrimonio, pues éste está férreamente dirigido por su marido. Y que prosiguen con la impronta necesidad de comprensión por parte de Charlie.
Una comprensión que, con el transcurso de la película, se va transformando en odio, cólera e incomprensión hacia su mujer y el sistema. Una sucesión de claroscuros que determinan las vivencias de las dos ciudades donde se desarrolla la acción de esta zozobra de los sentimientos, donde la necesidad de poder disfrutar de la propia libertad será la llave que dará una salida a una relación que en apariencia —solo en apariencia— no huele a podrido. Y lo hace igual que ese personaje solitario que está de pie encima de una roca mirando hacia el horizonte. Un horizonte plagado de una intensa niebla que se confunde con las nubes que tapa y el sol que nos aguarda tras ellas. Ese horizonte que nunca alcanzaremos y que, sin embargo, nos espera como a esta historia en forma de manicomio del desamor que intenta conservar la lucidez de los buenos momentos; aquellos en los que creímos que nos enamoramos de la persona adecuada. Y lo hace igual que, si un rayo de luz, se colara entre la densa niebla, para de esa forma volver a reescribir aquella carta que todavía está dentro de sus corazones: «Lo que más me gusta de Nicole. Baila muy bien. Es una madre que juega, y juega de verdad. Hace regalos geniales. Es competitiva. Y sabe cuando presionarme…»